Hasta escribir sobre ella nos parece un ejercicio desagradable. Es que si la quisiéramos definir, no faltarían los que hablaran de ella como si estuvieran hablando de una persona bobalicona, desagradable, desgraciada, fatua o como una cosa o situación vertiginosa, terrible, nueva y mayormente desagradable, terrible, desquiciada, la verdad es que no tengo la más mínima idea qué otros adjetivos agregar. Todo surgió a propósito de algo que no vale la pena sacar a colación aquí. Siempre me he imaginado morir viejecito, con mi pelo y barba blancos, y con hartos nietos a quienes contarles atiborradas e inefables historias verdaderas y novelescas en las que su tata, y otros rostros y voces, son partícipes de vigorosas batallas y de esperanzadores anhelos libertarios. A propósito de aquello, es el tentativo retrato en sepia, que requirió de un ejercicio imaginativo potente y del programa “paint”, de mi computador. Anhelo morir viejecito al lado de la mujer que ame, la que se hubiere convertido en la musa de mis historias y disquisiciones, amalgamados en el contradictorio y convergente mundo ideal y material de quien les habla (Platón y Aristóteles se revuelcan en sus sepulturas). Y a ese sueño se le agregan tantos otros… hacer clases en la universidad, participar activamente en política, tener una casa con una gran pieza para poner la biblioteca con interminables libros, revistas, diarios y papeles a granel… todo, obviamente, al lado del incesante deleite de un rico café. Anhelo caminar, aunque sea apoyado de un bastón, por las libres y anchas alamedas que proclamará aquél, en sus finales palabras, existentes en la bella y antes utópica realidad. Pero a lo que vinimos. La idea es hablar de la muerte. Nunca le he tenido miedo a la muerte. Como creyente, creo en la posibilidad y certeza de otra vida, mejor aún. Pero siempre me he imaginado la muerte después de todo lo que les relaté… o sea, como un viejito con pelo cano y desdentado y apoyado en un impertérrito bastón. Medio loco, quizás, después de tanta disquisición posmoderna, teórica y lingüística, en torno a la disciplina historiográfica y de otros laleos con compañeros de ruta. Pero qué pasa si viene antes. No faltan los que te preguntan qué flores llevar, a lo que respondes, de manera obvia, “claveles rojos”, a lo que te responden, “pucha que eres comunacho”… qué van a cantar, seguramente, varios himnos congregacionales, acompañados por el sermón de mi socio y compañero de mil batallas, si es que le da permiso su normativa señora, de pasadita también se cantará “la internacional” y alguien, y esto me lo pegó la chiquilla de los pájaros en la cabeza, leerá “instrucciones para llorar” de Cortázar… para finalizar, incinerándome y arrojando mis cenizas al prepotente y ondulante mar… Pero morir luego, veinteañero, treintón, cuarentón, ni siquiera cincuentón, está en los planes. Qué ridículo, nadie pone en su agenda, “en este día me gustaría morir”, a pesar que es lo único seguro que trajimos a esta vida. Moriremos… cómo, cuándo, dónde, por qué, no tengo ni la más mínima idea, pero sucederá. Algunos tendrán felicidad, otros, “sentimientos encontrados”, algunos tendrán resignación, y quizás, habrá algunos que lloren a moco tendido. Por eso, antes de pensar en la concreción de los sueños en fechas tan remotas, debiera uno pensar construir y luchar por cosas, también, para el aquí y el ahora, para morir, aunque sea con la maldita-pero-bella conformidad de haber hecho lo correcto. Siempre me he preguntado, qué dirían de mi el día de mi muerte. Cómo me recordarían. Por el momento no sé… pero me interesaría que mi muerte (dejé de hablar de “fallecimiento” luego de leer “la tregua”), no signifique la no-vida… para qué tanto chanchullo, si siempre he creído que la muerte existe para quienes creen en ella… y pensar que toda esta disquisición nació de una cuestión que no importa traslucirla acá…
Luis Pino Moyano.
Publicado en un extinto blog, el 2 de noviembre de 2007.