Conocimientos que adoran.

La ignorancia es un terrible enemigo para los creyentes y para la iglesia, no sólo porque implica “no conocer”, sino porque se transforma en una herramienta que nos puede conducir al pecado. A su vez, la ignorancia nos anula al dejarnos en silencio o hablando sin decir nada, haciendo que nuestros púlpitos sean irrelevantes para el aquí y el ahora. La ignorancia nos hace ser presa fácil no sólo de creencias paganas y de sectas o de razonamientos escépticos, sino de predicadores/as que, en algunos casos, son éxito de librería, pero que trastocan las verdades de la Palabra. No concibo la existencia de un creyente que piense que puede vivir sin conocer la Escritura, en tanto ella “es nuestra única y suficiente regla de fe y de conducta”.

Pero increíblemente los hay. Y no son pocos. Podríamos indicar los síntomas del problema: búsqueda de la popularidad fácil, autoritarismos que generan actitudes serviles, búsquedas de avivamientos, vidas consagradas sólo a “lo espiritual”. Pero tenemos que atacar el problema en su raíz. Y el problema está, como dijo el profeta Jeremías en el corazón: “Nada hay tan engañoso como el corazón. No tiene remedio. ¿Quién puede comprenderlo?” (Jeremías 17:9).

Son muchos los creyentes que separan al corazón del cerebro, suponiendo que el primero está destinado a la espiritualidad y el segundo al conocimiento. De ahí que pongan el plano experiencial como preponderante en sus vidas. Pero nada hay más equivocado que ello. El conocimiento es parte fundamental de nuestra vida de espiritualidad. Esto, porque para leer la Escritura necesito dar un “salto de fe”, como diría Spurgeon, partiendo de la premisa de que se trata de más que un libro. Porque la Biblia no es meramente un registro, es la revelación. Revelación que llegó por la inspiración del Espíritu y para cuya recta interpretación requiero de su iluminación. Pedro lo expresó así en su segunda carta: “Esto nos ha confirmado la palabra de los profetas, a la cual ustedes hacen bien en prestar atención, como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y salga el lucero de la mañana en sus corazones. Ante todo, tengan muy presente que ninguna profecía de la Escritura surge de la interpretación particular de nadie. Porque la profecía no ha tenido su origen en la voluntad humana, sino que los profetas hablaron de parte de Dios, impulsados por el Espíritu Santo” (2ª Pedro 1:19-21). Y lo más maravilloso de esto es que Dios puso este tesoro en nosotros, vasos de barro, “para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros” (2ª de Corintios 4:7).

Aún más. El conocimiento debe estar ligado a la adoración. Regularmente, cuando escuchamos la palabra adoración la ligamos a la música, sobre todo, aprovechando el término de la onda retro, a “los lentos” espirituales, olvidando que nuestra vida toda es, o debiese, ser adoración. Por eso es que no nos sacamos el cerebro cuando entramos en la iglesia. El día que nos pidan hacerlo no estaremos adorando al Dios de la Biblia, sino a un dios creado a imagen y semejanza de hombres o mujeres. En mi vida he tratado de adorar a Dios teniendo en mente el siguiente principio paulino: “¿Qué debo hacer entonces? Pues orar con el espíritu, pero también con el entendimiento;  cantar con el espíritu,  pero también con el entendimiento. De otra manera, si alabas a Dios con el espíritu, ¿cómo puede quien no es instruido decir “amén” a tu acción de gracias, puesto que no entiende lo que dices?” (1ª Corintios 14:15,16). Para Pablo espíritu y entendimiento no son productos que se vendan por separado. Son indivorciables.

Cuando leemos el evangelio de Marcos nos encontramos con varias escenas en las que Jesús tiene que lidiar con sujetos que están poseídos por demonios. Veamos cuáles son las palabras que refieren los demonios al interior de estos hombres. “-¿Por qué te entrometes,  Jesús de Nazaret?  ¿Has venido a destruirnos? Yo sé quién eres tú: ¡el Santo de Dios!” (Marcos 1:25); “Además,  los espíritus malignos, al verlo, se postraban ante él, gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!” (Marcos 3:11); “-¿Por qué te entrometes, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? -gritó con fuerza-. ¡Te ruego por Dios que no me atormentes!” (Marcos 5:7). Cuando uno piensa en demonios, es fácil asociarlos a la mentira. Pero mi pregunta es: ¿mienten estos demonios? ¿Acaso Jesús no es el “Santo de Dios” y el “Hijo del Dios Altísimo”? ¡Estos demonios están diciendo la verdad! ¿Tienen algo que ver con nosotros por decir verdades? ¿Son nuestros hermanos por ello? Veamos como Jesús reacciona ante estas verdades demoníacas: “-¡Cállate! -lo reprendió Jesús-. ¡Sal de ese hombre!” (Marcos 1:25); “Pero él les ordenó terminantemente que no dijeran quién era él” (Marcos 3:12); “Es que Jesús le había dicho: “¡Sal de este hombre, espíritu maligno!” (Marcos 5:8). ¡El Señor los reprendió! ¿Por qué lo hizo? Lo hizo porque no es un conocimiento que adora. Los demonios jamás serán nuestros hermanos o cercanos a nosotros por el hecho de que confiesen las verdades de la Escritura. Aún más: ¡no basta con creer! “¿Tú crees que hay un solo Dios? ¡Magnífico! También los demonios lo creen, y tiemblan” (Santiago 2:19). Lo distintivo de los cristianos es que no sólo creemos, nosotros adoramos.

James I. Packer dijo: “Tal como les digo con frecuencia a mis estudiantes, la teología es para la doxología y la consagración; esto es para alabar a Dios y practicar la santidad. Por consiguiente, se la debe presentar de tal forma que nos haga conscientes de la presencia divina. La teología se halla en su momento más sano cuando se halla conscientemente bajo el ojo de Dios y cuando está cantando para su gloria”[1].

No es verdadero conocimiento de Dios aquél que busca el aplauso de la gente, el reconocimiento, la fama. No es verdadero conocimiento de Dios aquél que busca simplemente aprender. Conocer es más que aprender, porque implica intimidad y cercanía.

Cuando conocemos a Dios reconocemos que Él es eterno, grande, impecable, todopoderoso, omnisciente, omnipresente, mientras que nosotros somos finitos, pequeños, pecables, débiles, con capacidades físicas y cognitivas limitadas. Razones suficientes para alzar las manos al cielo y adorar a quién vive y permanece para siempre.

Pero aún más. La Biblia no contiene todo lo de Dios, porque dicha sabiduría excede cualquier posibilidad de alcance. Por eso Deuteronomio 29:29 declara: “Lo secreto le pertenece al Señor nuestro Dios,  pero lo revelado nos pertenece a nosotros y a nuestros hijos para siempre,  para que obedezcamos todas las palabras de esta ley”. Ante eso, Dios fue tan amoroso, que en el acto más maravilloso de condescendencia ha revelado lo que nosotros, seres limitados, podíamos conocer.

Ante ese Dios callo, me rindo y alzo mis manos para adorarle…

Sí… “Soli Deo Gloria”.

Luis Pino Moyano.

San Bernardo, 5 de agosto de 2010.

[1] Packer, James I. Teología Concisa. Una guía a las creencias del cristianismo histórico. Miami, Editorial Unilit, 1998, p. xi.

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