La verdad, es que hace varios días atrás, el hno. Ariel me pidió que escribiera un artículo sobre este tema para la Revista. Innumerables circunstancias, entre las que, obviamente, se cuentan mis labores académicas y, también, hay que decirlo, mi pereza intelectual, que día tras día se ve reflejada en una carpeta “Mis Documentos” cada vez más atiborrada de archivos inconclusos. Así que, los momentos de inspiración hay que aprovecharlos al máximo.
En una ocasión, el viejo filósofo Lamennais, escribió las siguientes líneas: “Aún hay fuerza y por consiguiente esperanza donde se ven arranques violentos, pero cuando se apaga todo movimiento, cuando no hay pulso, cuando el frío ha llegado al corazón ¿qué esperar entonces, sino una próxima e inevitable disolución?”. Esto me hace recordar, el primer día de clases en una Universidad. Allí se nos entregó un folleto de bienvenida con las palabras del rector de dicha casa de estudios. En ella se daba cuenta de las remodelaciones espaciales que se estaban realizando, y de las consecuencias molestas que dichos trabajos producían. Pero, agregó que eso era parte de la vida universitaria. Y nos dijo que cuando viéramos que todo estaba tranquilo, como una taza de leche, era señal de preocupación. Era señal de que nos estábamos anquilosando. Bajo ese punto de vista, y es mi opinión personal, siempre es mejor el conflicto a la indiferencia. Porque la existencia de conflicto es señal de que existe pasión y compromiso con lo que se cree, aunque la idea que sustenta dicho compromiso esté equivocada. Eso se puede enmendar, sobre todo con lo que en teoría de la acción comunicativa de denomina “consenso”. Los creyentes, al formar una comunidad de fe, en muchas ocasiones debemos negar nuestros propios intereses, en tanto preferencias, para avanzar con un propósito común. Precisamente, es a eso a lo que quiero referirme en estas líneas. Si hay algo que puede causar nuestra autodestrucción, como Departamento Juvenil, es la indiferencia. Indiferencia, que se podría ilustrar de manera bastante simple, con las palabras que hiciera famosas aquél ex gran tenista. “No estoy ni ahí”, le escuchamos decir en muchas ocasiones a Marcelo Ríos. Y aunque nunca lo he escuchado en el Departamento Juvenil, muchas acciones, gestos y actitudes, a veces dan cuenta de un certero y grandilocuente “no estoy ni ahí”. Se nota, por ejemplo, en la poca apetencia a asistir de visita a Iglesias que nos quedan relativamente cerca. Se nota en la poca participación en las actividades extraprogramáticas. Tanto el coro juvenil, el taller de creatividad, el preuniversitario, la escuela bíblica, han visto de una u otra manera disminuida su asistencia, lo que lesiona sus intereses. Y esto no quiere decir que la culpa la tengan ustedes en términos absolutos, queridos jóvenes y señoritas. Culpa tenemos nosotros, quienes dirigimos cada una de las instancias del Departamento. En una ocasión lo señalé: si el preuniversitario o la escuela bíblica no funcionan es mí responsabilidad. Pero otra cosa que también dije, cuando comenzamos las clases este año en el preuniversitario, y alguna vez lo repetí, que al ser ésta una actividad gratuita, sin ningún fin de lucro, lo único que pedíamos era el compromiso de asistir y participar de las clases. Eso hace que, parafraseando a Jesús, “el amor de muchos se enfríe”. Se enfría el amor de los chiquillos que hacen las clases, al ver que pasan las horas y nadie llega. El frío llega al corazón, cuando pareciera que se está trabajando sin sentido. Cuando pareciera ser que nadie valora los esfuerzos.
Y ésta, que pareciera ser, a todas luces, una crítica para ustedes, es una autocrítica. Porque antes de entregar bendición, somos nosotros, los dirigentes de esta institución espiritual, quienes debemos empaparnos de la plenitud del Espíritu Santo. Sólo así podremos alzar nuestras manos para bendecir. Sólo así nuestros trabajos en el Señor edificarán plenamente otras vidas. Pero, y esto es indudable, en muchas ocasiones vienen decaimientos, nuestros brazos caen, tal como le sucedió a Moisés, cuando el pueblo de Israel guerreaba con Amalec. Por ello, se hace necesario que se alcen jóvenes y señoritas, con el espíritu de Aarón y Hur, que levanten nuestras manos. Cuando logremos la unidad, podremos crecer y obtener las victorias y la concreción de muchos sueños que, al decir de un amigo, no pueden “dormir en el sueño de los justos”. Y ese levantar nuestras manos, no significa que nos obedezcan ciegamente, también pueden, en un espíritu colaborativo y fraterno, hacernos críticas o reprendernos cuando hacemos algo mal. Cuando las cosas se hacen mal, no queda otra alternativa que romper, desligar, destruir y, de esa manera, volver a construir. Pero esto no será posible, si estamos durmiendo. Si hay algo que nos hace mal a la juventud es la inactividad. ¡Es hora de despertar! Hay que sacudirse, lavarse y vestirse con ropas de trabajo. Es tiempo de ponerse en la brecha, en la primera línea de batalla. Pero todos. Porque está no es una lucha de individualidades que se re-ligan de vez en cuando en un evento. Esto es una lucha constante. De todos los días.
Quizá, el problema más grave que vivamos hoy, esté ligado de lleno a nuestra contemporaneidad. Vivimos en una sociedad que rinde culto a la imagen. Y ella, ha empapado nuestras identidades juveniles. Pokemones, otakus, visual’s, pelolais, se unen a los más clásicos punks, trash, y los siempre rechazados skin-heads. En los 80’s lo fueron los jóvenes que pateaban piedras, en los sesenta y setentas hippies, revolucionarios y gremialistas. La diferencia, con lo actual, es que antes había un discurso coherente y consistente. Hoy nos quedamos en la imagen. Nos vaciamos y vagamos huérfanos del sentido. La pregunta es: ¿Qué nos identifica a nosotros como jóvenes cristianos? Y aquí me quiero meter de lleno a una cuestión de ética y no de estética. Porque en realidad, una corbata o un peinado no hacen la diferencia. Tampoco una Biblia bajo el brazo. Estamos hablando de conductas. Y cuando digo esto, no me refiero a que debamos caminar con las manos juntitas, con nuestra mirada perdida en lo etéreo. No. Debemos romper con esos paradigmas. Nuestra identidad debe estar marcada por la santidad. Y la santidad no es fome. No es portarse bien para pasarlo mal, como muchos dicen por ahí. No hay nada mejor que establecer verdaderas relaciones de amor y de amistad, que se comprometen bajo el sano interés de retroalimentarse, protegerse, animarse y cuidarse. No hay nada como practicar el amor con todos. No hay nada como ser honestos con nosotros mismos y los demás. No hay nada como establecer relaciones de respeto hacia los demás. No hay nada como aceptar las diferencias, propias de nuestra condición humana. Eso, y más, es santidad. Y eso nos ayuda a ser felices. A ser mejores humanos y cristianos. A crecer.
No quisiera terminar estas líneas, sin dedicar un breve espacio, a las penas. Si queremos que el mundo se “sane”, debemos partir por reconocer que como sanadores necesitamos de sanidad. En la gran mayoría de los casos, relacionados a la juventud, las tristezas están asociadas al amor. Cuando ya ha pasado bastante agua bajo el puente, uno aprende que “el amor nunca deja algo bueno, sino que siempre deja algo mejor” (R. Bolaño). Así que no es mi intención quitarles sus llantos y aspiraciones. Lo único que puedo decirles que la vida y sus devenires, como la mejor de las escuelas, nos enseña innumerables cuestiones. Pero esta escuela, en ciertas ocasiones, no desprecia métodos tortuosos. Pero dichas lecciones quedan grabadas indeleblemente en nuestros corazones y mentes. Es por esta razón, como dijera un maestro por ahí, uno debe endurecerse luego, pero sin perder la ternura jamás. Vale decir, debemos crecer, pero sin perder el sello característico de la cristiandad.
Podrán haberte dicho que no servías. Podrán haberte humillado, despreciado, avergonzado, desechado. Podrán haber jugado con tus sentimientos, diciéndote que te amaban, pero con sus hechos lo negaron. Podrán haber hablado mal de ti, y no sólo eso, corroídos por la envidia, podrán haber intentado pisotearte. Podrán haber hecho contigo leña del árbol caído. O puede, que creas que nadie te tome en cuenta. Pero hay una buena noticia. Podrás pensar que estás solo, pero hay alguien que te ama y con amor eterno. Que te tiene grabado en las palmas de sus manos. Que te amó con tan grande amor que no estimó su vida como algo importante, y se humilló muriendo con la muerte de los malditos. Pero Él vive, y siempre estará contigo, tomándote de los brazos, como el papá que le enseña a sus hijos a caminar. Porque si no lo recuerdas, Él te adoptó, y te quiere como a Su hijo. No seremos sus hijos legítimos, pero lo somos de su corazón. El nos escogió. Y sabes cual fue el criterio de elección. Nada más y nada menos que el amor. En ése amor, es que Él ya ha dispuesto lo mejor para tu vida. Sólo tienes que disponerte a trabajar. Pero a hacerlo, no por cumplir, sino que, por el más puro y bello de los sentimientos.
Todo esto nos hace ser felices. Y lo más importante de esto, es que esto hace que nuestra felicidad no esté basada en momentos, que cambian y perecen, porque, y tomando las palabras del Predicador, “todos son vanidad”. Se marchitan, como las flores por el calor o el viento. Nuestra felicidad es eterna, porque está basada en Aquél a quien la tumba no pudo retener… Jesucristo. Cuando pareciera que todo camina mal, hay una luz de esperanza que nos señala, como aprendiera de una muy querida hermana en el Señor, que “nada es para siempre”… excepto su amor, pues Él es eso: Amor.
La Escritura dice: “Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros, que estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos… Por tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día. Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria; no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas”(2ª Corintios 4:7-9, 16-18).
Soñemos, alegrémonos y actuemos…
Luis Pino Moyano.
Publicado el año 2007 en la revista “El Despertar Juvenil”.