He estado leyendo varias opiniones sobre el cierre del Diario La Nación, pero, sin lugar a dudas, la más provocativa, de hecho es la que me motiva a escribir estas líneas, es la del Ministro de Economía Pablo Longueira, quien señaló que: “fui víctima de ese diario por mucho tiempo y no quiero que ningún chileno lo sea”. En ese sentido, lo que se declara es que este diario fue ocupado con fines políticos, deformando la realidad y, por ende, que no cumplió la labor principal de este tipo de medios de comunicación: informar. Por otro lado, para que la realidad del cierre de La Nación no suene tan chocante, se ha señalado que la decisión reporta un beneficio, en tanto el Estado no tiene un medio de comunicación oficial(ista), por lo tanto, se garantizaría la libertad a la hora de informar. El bien es mayor. Es la patria. Es una “razón de Estado”.
Frente a todo esto tengo tres preguntas y, a la vez tres respuestas (porque cuando se mide se modifica lo medido ¿o no?), las que presento a continuación.
¿Cuál es el problema de que el gobierno tenga un medio de comunicación propio? Creo que ninguno. Ese tema del conflicto de intereses, de que el Estado no tenga un medio que sea funcional a sus opiniones y, desde luego, el no querer hacerle daño al país levantando nuevas víctimas, son puros eufemismos para esconder los alcances que tiene una decisión como esta. Porque hay que decir de manera clara que esta es una decisión política. Es mucho más fácil cerrar un diario porque no se “autofinancia” o “no tiene razón de ser”, que despedir a los trabajadores que no son funcionales al gobierno de turno. Por otro lado, el gobierno no necesita del diario La Nación, porque cuenta con sus colaboradores, cercanos, amigos, familiares y demás en la prensa mercurial y la que es producida por COPESA, que expresa las opiniones de un sector de la sociedad, que no prescinde de la política a la hora de establecer su línea editorial, que tiene diarios populacheros, con noticias que en nada mejoran la calidad de la vida de quienes somos “los más”. Diarios que han mentido y, a veces, omitido, lo que en muchos casos es peor. Diarios que otrora no temieron en decir que militantes se mataban a sí mismos como “ratones”, son los que hoy asustan a la gente porque se quedaría sin energía eléctrica. Los dividendos políticos de una decisión como esa son más que claros. El gobierno chileno y, por extensión la derecha, debe estar muy feliz por decisiones como esa.
¿Contra qué se atenta? En primer lugar, contra el periodismo, que no sólo informa, sino que investiga y es opinante. Ya eso lo hizo de manera contundente cuando sacó de circulación la versión impresa del diario, sobre todo su edición dominical, en la que opinaban o eran entrevistados intelectuales, especialistas, actores sociales, políticos que no siempre aparecen en los medios de comunicación de masas (¡no toda la gente tiene televisión por cable!). Se atenta contra el periodismo serio y con la importante función social que debiesen tener estos medios: darnos herramientas para analizar nuestra cotidianeidad y la realidad de otros contextos particulares o globales. Si el gobierno chileno está dispuesto a no invertir en prensa, ¿por qué está dispuesto a que en su canal de televisión (TVN) se paguen sueldos estratosféricamente millonarios, “en tiempos de crisis”, “en los que hay que ser moderados”, a personajes que sólo sacan provecho de su vida privada(-pública!), y que paradójicamente, la principal actriz de la función, fuese el rostro del noticiero ochentero “60 minutos”, más conocido por sus construcciones performáticas, por no decir, derechamente, mentirosas, que por su rol social de informar? Pero lo que es más grave aún, esto es un atentado contra el pluralismo y contra la libertad de expresión. Y lo irrisorio es que lo llevan a cabo los mismos actores políticos que critican a otros gobiernos cuando cierran canales de televisión, levantando la bandera de los derechos humanos sólo como un discurso que suena bonito. Aquí no se está barriendo con delincuentes, mafiosos, abusadores y otros. Se está barriendo con la posibilidad de que exista un medio de comunicación masivo que dé cuenta de otras voces en el concierto político, económico, social y cultural, lo que sería una clara muestra de democracia. Pero con acciones como ésta, queda más que claro que ella es una entelequia que está al servicio de unos pocos en nombre de la pretendida “representatividad”.
¿Tiene de qué entristecerse la Concertación, o lo que queda de ella, con decisiones como ésta? Probablemente, para muchos de sus militantes, ésta decisión sea una mala noticia. Pero no estaría demás recordar que a comienzos del camino de la transición a la democracia, con acuerdos, consensos y en la medida de las posibilidades, en la que no sólo se mandó para la casa a los movimientos sociales, en pos de los políticos profesionales y los técnicos, para construir una alegría con gusto a fiesta incómoda, sino también se le bajó la cortina a diarios como Fortín Mapocho, más tardíamente a La Época y a revistas como Análisis y Apsi, a pesar de que podían autosustentarse, e inclusive, algunas tenían comprometidos aportes extranjeros para su sostenimiento. Pero se siguió la lógica comunicacional enarbolada por Tironi, la que decía elocuentemente que la mejor estrategia comunicacional era no comunicar. Desde luego, al leer la frase en su contexto, se podría decir en defensa de uno de los precursores intelectuales de la renovación socialista, que esto se hizo para cuidar una democracia frágil, con la presencia circundante y todavía (pre)potente de Pinochet. Se lo concedemos. Pero eso terminó con la posibilidad de tener a la mano, en un kiosco, a periodistas y pensadores que alimentaban una concepción crítica de la realidad. Políticas comunicacionales como esta, como silencio que otorga, fueron una fértil semilla para que la derecha chilena mantuviese sus cuotas de poder, para que la fila de personas que buscaba ver el féretro del dictador fuese larguísima y, desde luego, para que mucha gente se alegrara con las promesas de “cambio” y de “nuevas formas de gobernar”. Mientras unos callaban, otros siguieron comunicando, adoctrinando, ideologizando y adquiriendo un mayor control de los medios de comunicación.
Y aquí no se trata de hacer una apología de La Nación, como si fuese un instrumento sacro, inmerecedor de críticas o cuestionamientos. No sólo hay que leer la Nación, se deben tener en cuenta otros medios escritos, sobre todo aquellos que son alternativos y no representan los intereses de un sector minoritario numéricamente, pero que maneja con destreza la mayoría de aquellas riendas del poder (tomando prestada una parte del título de un libro de Sofía Correa). Por sobre todo, es una defensa de la libertad de expresión y un ataque contra cualquier mordaza aunque se le presente como una tela embellecida. Es la defensa del medio informativo impreso que no supone la alfebetización virtual de todos los sujetos de este país. Es la reivindicación de una ciudadanía que no se ve así misma como un borrego, sino que anhela participar, opinar, discutir, decidir y, desde luego, construir una mejor historia.
Luis Pino Moyano
Licenciado en Historia
* Esta tarde tomé la foto de esos ejemplares de La Nación Domingo que tengo en mi archivo.
Publicado en un blog extinto el 25 de septiembre de 2012.