Dios no es sólo trascendente, no sólo está en las alturas, sino que también es inmanente. Él ha decidido actuar en la historia, interviniendo en ella, guiándola según su propósito. En su trascendencia-inmanencia Dios se nos ha revelado, en un acto de condescendencia tal que ha permitido que nosotros, seres finitos, limitados, pecables, podamos conocer a Dios que es eterno, ilimitado e impecablemente santo. Esta tierra pudo contemplar su gloria en la persona de Jesucristo. El momento en el que Cristo hace su irrupción en este escenario, no fue elegido al azar, sino muy cuidadosamente en los cielos. Son fundamentales el espacio y las condiciones de existencia en la época en la que el Mesías aparece en la escena terrena. Cristo se encarna y toma lugar en la historia como un ciudadano judío. Los discípulos también lo son. Los escritores del Nuevo Testamento, salvo Lucas, fueron judíos. Culturalmente, los elementos helénicos tenían una fuerza profunda en toda la cuenca del Mediterráneo, la que era dominada políticamente por el Imperio Romano[1].
José Martínez nos señala que el griego del Nuevo Testamento no es el de la literatura clásica, sino el koiné, que era el dialecto común. Dicho dialecto fue utilizado desde el siglo IV a.C hasta el siglo VI d.C (desde Alejandro Magno hasta Justiniano). El idioma sirvió como puente comunicacional entre los pueblos del Mediterráneo, que conservaban sus lenguas vernáculas[2]. Según Gresham Machen los romanos no hicieron ningún esfuerzo en suprimir el uso de esta lengua, sino que, por el contrario, hizo uso de ella para administrar la parte oriental de su imperio, por lo que dicho autor llega a decir que “la lengua del Imperio Romano fue más el griego que el latín”[3]. La Palestina era políglota, en tanto, el arameo era el idioma común de la gente, el hebreo se preservaba (o se hacía un esfuerzo para ello) para el uso cúltico en las sinagogas y el griego se hablaba, sobre todo, en Galilea, lo que tiene que ver con el contacto comercial. El griego se usaba para dialogar con los soldados romanos. Y en Jerusalén había al menos una sinagoga para judíos helenizados cuya lengua común era el griego[4].
Refiriéndose al idioma en sí, Walker plantea que: “el idioma griego, como resultado de su evolución de clásico a koiné, perdió mucho de su elegancia y de sus matices de significado. Sin embargo, mantuvo sus características distinguidas de fuerza, belleza, claridad y poder retórico lógico”[5]. Esto es reafirmado por Martínez quien señala que el koiné estaba “desprovisto de las sutilezas y convencionalismos literarios del griego clásico, el koiné era una lengua viva, vigorosa, con el sabor de la vida cotidiana. Se distingue por un estilo claro, natural, realista, a menudo vehemente, que facilita la identificación del oyente o lector con lo que se dice”[6].
A partir de todo lo señalado anteriormente, se pueden notar una serie de implicancias de la escritura del Nuevo Testamento en griego koiné, las que veremos en los siguientes puntos:
1. El Nuevo Testamento fue escrito en la forma popular del koiné, dialecto que se hablaba en todo el mundo grecoparlante. Era el idioma de la vida cotidiana[7]. El hecho de que se ocupase este idioma, de carácter transcultural, posibilitaba que la Palabra de Dios llegase a todo ese mundo. Como dice Harrison, escribir el Nuevo Testamento en arameo era una posibilidad, pero limitaba inmediatamente su acceso a un espacio determinado.
2. Dios ha decidido revelarse a los seres humanos y para ello ha inspirado a sujetos que en su lugar de producción hablan un idioma determinado. Si nada escapa a la mano de Dios, tenemos que señalar que Él no sólo ha permitido, sino que ha dirigido a los escritores sagrados a registrar la revelación novotestamentaria en griego koiné. Y, podemos decir con Walker que: “Aunque todos los idiomas humanos tienen sus limitaciones, los idiomas bíblicos han probado ser un medio sumamente adecuado para comunicar el mensaje de Dios en todo su poder y riqueza”[8]. El concepto protestante de Sola Scriptura no puede ser disociado de una inspiración plenaria, lo que incluye las palabras que fueron ocupadas por los autores.
3. Al ocupar el koiné se privilegió la claridad del lenguaje, lo que implicaba su masividad. Como diría Martínez, de modo providencial este idioma se convirtió en un “vehículo sumamente apropiado” para la presentación del evangelio[9]. Era la lengua que hablaba el sujeto común y corriente, lo que da cuenta de la condescendencia divina, pues como dice Harrison, “el Evangelio había sido vertido, en gran parte, en la humilde terminología de la vida diaria, permitiendo un paralelo en la condescendencia manifestada en la encarnación. Las Escrituras se han vuelto más humanas sin dejar de ser divinas”[10].
Ahora bien, todo lo anterior, no nos debe llevar a disociar la lengua de la experiencia histórica de los sujetos que hablan y/o escriben. Los conceptos son históricos, tienen un contexto de enunciación. El idioma griego fue transformado tanto por el bagaje judío de los autores, como también, por la experiencia de los sujetos con Cristo. Pues como dice Machen: “la lengua es un reflejo de los hábitos intelectuales y espirituales del pueblo que la usa”[11]. Los autores inspirados llevaron a esta lengua a un constructo mucho más glorioso y sublime, en tanto, no dejaron de ser semitas en su forma de pensar[12]. Un ejemplo de eso, puede ser el entendimiento del concepto “verdad”, que para los griegos podía significar un conocimiento certero ideal o material (dependiendo si se es platónico o aristotélico). En cambio, para el judío, toda vez que se hablaba de verdad se hacía referencia a Dios, puesto que el concepto implica fidelidad y Él es el único que es totalmente y siempre fiel. Concepto que obtiene mayor riqueza espiritual cuando Cristo se autodefine como “la verdad”. De ahí que sea necesario observar la recomendación de Martínez: “Este hecho hace necesario que el intérprete del Nuevo Testamento esté en condiciones de conocer no sólo el significado original o corriente del léxico griego, sino también los nuevos matices adquiridos por muchas palabras como herencia del pensamiento hebreo y por imperativo de los nuevos conceptos surgidos con el cristianismo”[13].
Luis Pino Moyano.
[1] Véase Justo González. Historia del pensamiento cristiano. Barcelona, Editorial CLIE, 2010, pp. 29 y ss.
[2] José Martínez. Hermenéutica bíblica. Barcelona, Editorial CLIE, 1984, p. 127.
[3] Gresham Machen. Griego del Nuevo Testamento para principiantes. Miami, Editorial Vida, 2003, p. 12.
[4] Everett Harrison. Introducción al Nuevo Testamento. Grand Rapids, Libros Desafío, 2007, p. 50.
[5] Larry Walker. “Los idiomas bíblicos”. Philip Comfort y Rafael Serrano. El origen de la Biblia. Illinois, Tyndale House Publishers, 2008, p. 238.
[6] Martínez. Op. Cit., p. 127.
[7] Machen. Op. Cit., p. 15.
[8] Walker. Op. Cit., p. 244.
[9] Martínez. Op. Cit., p. 127.
[10] Harrison. Op. Cit., p. 51.
[11] Machen. Op. Cit., p. 13.
[12] Véase Machen. Op. Cit., pp. 15, 16.
[13] Martínez. Op. Cit., p. 128.