¿Necesitan las iglesias de hoy “apóstoles” que den cobertura espiritual a otros ministros y que impartan y/o activen dones? ¿Se necesita a “profetas” que traigan novedosos e inéditos mensajes? ¿Se necesita a algún coach motivacional que empodere nuestro ego decaído? La respuesta es un rotundo NO. No necesitamos a estas personas porque son una prótesis en el cuerpo de Cristo. Son un artificio, humo que se desvanece, vanidad en el sentido del Eclesiastés, porque lo único que hacen es acercarnos a ellos, a un “yo” engrandecido. Sus grandilocuentes títulos lo único que muestran es que las labores de pastor y de predicador le quedan chicos a sus egos gigantescos. Como los fariseos de la época de Jesús, con el aplauso, la palmadita en el hombro y las loas de sus fans, ya tienen su recompensa.
Una cosa que aprendí, en mis primeros años de predicador, es que cuando indico con mi dedo a la congregación, tres dedos me indican a mí. La fama es linda, produce un fresco sabor al paladar, infla nuestros pechos en toda su capacidad, pero por sobre todas las cosas: nos presenta una falsa y vana realidad. El que nunca haya predicado en un estadio o en una mega iglesia, no me libera del riesgo tentador del ego engrandecido. Así que si pensaste que por ser famoso en tu iglesia local (¡por muy pequeña que sea!) o en tu denominación estabas libre del síndrome fariseo, te equivocaste. No estamos libres de ello. Sólo el Espíritu Santo nos puede dar la fuerza para vivir la fe de rodillas, con humildad, entendiendo que nuestro servicio es para la gloria de Dios y la alegría de su iglesia.
Felizmente, en el mensaje viejo-pero-vital de la Escritura nos encontramos con un sujeto histórico que con su vida nos da una serie de herramientas para ser predicadores de verdad: Juan el Bautista (de aquí en adelante sólo diré Juan). Juan no sólo fue una voz que clamó en el desierto, sino que según Jesús “no ha surgido aún alguien mayor que Juan el Bautista” (Mateo 11:11). No es arbitrario, entonces, decir que Juan es uno de los más grandes predicadores de la historia. Y fue uno de los más grandes, a lo menos, por las siguientes tres razones:
1. Su performance iba acompañada de una ética: Cuando se piensa en Juan es difícil no ver su traje de pelo de camello y pensar en su particular alimentación a base de langostas y miel (Marcos 1:6). Si disociamos su estilo, nos haría pensar en un proto-hippie, o, cuanto menos, en un miembro de una comunidad ascética. Pero Juan es mucho más que eso. Él no elige al azar vivir en el desierto y vestirse con ese tipo de ropa. Él retoma una forma de vida: la de los profetas veterotestamentarios, para los que regularmente la vida en el desierto es tanto una alternativa frente al rechazo y la oposición, como también una opción contracultural. Su estética, entonces, va acompañada de una ética de carácter espiritual e histórico. Juan es un sujeto disciplinado que vive la frugalidad y la piedad a un 100% (léase lo que Herodes opinaba de Juan en Marcos 6:20). Y, a su vez, se entiende como un profeta que no es superior a sus hermanos de oficio en el pasado. Por ende, lo primero que debemos aprender como predicadores es que lo que exteriorizamos tiene una profunda relación con nuestro interior. Eso hace que una vida disciplinada espiritualmente debe ser una constante: la intimidad de la oración, la práctica de la honradez y de una vida conforme a los principios bíblicos no son optativos. Por otro lado, lo que Juan nos permite aprender, es que cuando predicamos no estamos descubriendo la pólvora. Ser parte de iglesias reformadas que están siempre reformándose no tiene que ver con hacer tabla rasa del pasado. Hacemos muy bien en reconocer lo que hermanos nuestros, en el pasado y en el presente, han dicho sobre las Escrituras, la teología, la interpretación de las Escrituras, porque cuando lo hacemos notamos que no estamos en una isla, que somos parte de una comunidad, que podemos estar en el desierto pero no necesariamente solitarios. Regularmente, aquellos que se anuncian como novedad y preparan a sus oyentes para escuchar aquello que nunca antes han oído, lo único que hacen, es anunciarse a ellos y alejarse de las Escrituras.
2. Su mensaje anunciaba el reino de Dios: El contenido de su mensaje era el anuncio de que el Reino de Dios se había acercado (Mateo 3:2). Con dicho mensaje, la buena noticia volvía al hogar, puesto que la redención esperada, alimentada por la expectativa profética acerca del Mesías, se comenzaba a cumplir. Por ello Juan puede con dicho mensaje llamar al arrepentimiento a todos sus oyentes: a los fariseos (Mateo 3:7-12; Lucas 3:10,11), a los publicanos (Lucas 3:12,13), a los soldados (Lucas 3:14), e inclusive al rey Herodes (Lucas 3:19; Marcos 6:17,18). Y una cuestión clave que Juan como predicador tenía bastante claro era que un buen mensaje se constataba, no en la opinión que se tenía acerca de él, sino en el cambio de vida producido en los oyentes. La prueba concreta es que la gente acudía a Juan para que los bautizara. Juan, acudiendo a la historia, toma la costumbre israelita de los lavamientos rituales, la resemantiza dándole el cariz del arrepentimiento y la gira al extremo de que ya no son sólo los extranjeros prosélitos los que la realizan, sino también los miembros del pueblo judío. Su llamado no hacía acepción de personas, puesto que el mensaje del reino de Dios es relevante para todo tipo de gentes y no sólo para quienes nos caen en gracia. El mensaje del Reino debe ser presentado con claridad, fuerza y amor, entendiendo que su contenido no puede ser transado. El mensaje del Reino no es una palmadita en el hombro, ya que porta la fuerza transformadora de la Palabra de Dios que es como una espada que atraviesa todo el ser (Hebreos 4:12). Por lo tanto un predicador debe estar feliz si tiene un auditorio receptivo al mensaje que porta y enuncia, como cuando su auditorio le es adverso. Juan lo supo, al extremo que dio su vida por el mensaje que anunció. A veces, el predicar nos puede costar la cabeza y más. ¡Cuán diferente es esto al sentido del éxito que los predicadores aparentemente famosos tienen!
3. Su vida y predicación era cristocéntrica: Como muchos de los “apóstoles” y “profetas” Juan podría haber presentado un mensaje autocentrado diciendo: “-Estimados oyentes: Los antiguos profetas de nuestro pueblo anunciaron que yo sería un heraldo del Mesías, y que mi ministerio sería, nada más y nada menos, como el del profeta Elías. Y una evidencia a todas luces de mi espectacular ministerio es que mi nacimiento fue milagroso”. De hecho todo lo señalado en ese discurso imaginario tendría basamento escritural (Isaías 40:3-5 y Malaquías 3:1; Malaquías 4:5 y Mateo 11:7-15; y, Lucas 1:5-25,39-45,57-66). Pero no escuchamos decir nada de eso en las palabras de Juan. De hecho, él tenía sumamente claras las diferencias de roles y posiciones. Si leemos Marcos 1:7,8 notaremos que conoce la limitación del acto bautismal para arrepentimiento que él realiza, frente al bautismo con el Espíritu Santo, en tanto símbolo de la entrada y obra del Espíritu en la vida de todos los hijos de Dios desde el momento en que creyeron (véase 1ª Corintios 12:13). Y no sólo eso, su automirada es la de aquél que no se siente digno de desatar la correa de las sandalias del Mesías. El símbolo es potente, por lo que debe ser puesto en contexto. Juan se siente menos que el esclavo que a la entrada de la casa recibía a su amo o a quienes le visitan, agachándose para desatar la correa de sus sandalias, ofreciendo luego el servicio de lavar sus pies de tal manera de quitar el polvo impregnado en el camino. Juan se siente menor a un esclavo al lado del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Eso permite entender a Juan cuando más adelante les señala a sus discípulos que él no es el Mesías, que simplemente es el amigo que siente gozo del novio, por lo que es necesario que él mengüe para que Jesús y su ministerio crezcan (Juan 3:27-30). Es más, supo que lo que tenía que hacer, cuando estaba en prisión y las dudas apremiaban su corazón, era acudir al Maestro quien supo reconfortarle con sus palabras (Mateo 11:2-6). De hecho, es después de la respuesta a las dudas de Juan que Jesús anuncia que no ha habido un hombre más grande que Juan el Bautista. Y es que la grandeza de Juan radicaba en la pequeñez de su corazón, en su pobreza de espíritu. Me permito volver al contenido de su predicación, cuando proclamó: “Después de mí viene uno más poderoso que yo” (Marcos 1:7). Nuestra tarea como predicadores es anunciar una verdad que está grabada a fuego en nuestros corazones: Cristo. Él es muchísimo más poderoso que nosotros, a él y sólo a él debemos anunciar. No manchemos nuestros púlpitos con predicación vanidosa y autocentrada, pensando que nuestro éxito es que la gente hable de nosotros y que seamos conocidos en la farándula eclesiástica. Nuestro éxito radica en que la gente, luego de nuestros mensajes, salga de la iglesia a su casa, lugar de trabajo o de estudio, simplemente hablando de Cristo. Nuestra vida y predicación debe ser cristocéntrica.
Nuestra labor es clara y está a la vista. No hacer caso de las modas y famas pasajeras y sin sentido y acudir al ejemplo de Juan el Bautista, que como uno de los grandes predicadores de la historia tenía una performance acompañada de una ética, un mensaje centrado en el Reino de Dios y una vida y predicación cristocéntrica. Es un tremendo desafío, que para quienes ocupamos el púlpito no es optativo, porque entendemos con sentido de responsabilidad el peso de nuestra labor. Como sujetos indignos de desatar la correa de la sandalia de Jesús, podemos sentir profundo gozo al saber que Cristo murió por nosotros y por medio de la acción y fuerza del Espíritu Santo somos capacitados a vivir la vida que debemos vivir. Sólo eso nos permitirá entender lo que dijo Jesús, luego de referir a Juan como el más grande de la historia hasta ese momento: “el último en el reino de los cielos es mayor que él” (Mateo 11:11). Ni fama ni falsa modestia, sí humildad y seguimiento radical.
Luis Pino Moyano.
gracias por el excelente artìculo. Si me permiten, a modo de aporte, veo dos características en Juan el Bautista que lo presentan como modelo de liderazgo cristiano: a) Estaba consciente de que no tenia un mensaje propio y b) Era un discípulo que no buscaba reconocimientos personales.
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Muchas gracias por la lectura y el aporte al diálogo. Un abrazo!
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Muy linda reflexión, nos enseña que el púlpito no es para enseñorearse.
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