“Los muchos bereanos que creyeron (Hch 17:12) sin lugar a duda testificaron del gozo de ese resultado del estudio de la Biblia; en lo que ellos se enfrascaron, sin embargo, no fue en el gozo como tal, sino en la manera en que Dios salva, y su gozo provino de hallar lo que buscaban, a pesar de que debe haber afectado sus ideas previas, y haber provocado un sentido de pecado, vergüenza y desesperanza que no habían conocido antes. Así que para nosotros, lo que nos trae gozo es encontrar el camino de Dios, la gracia de Dios y la comunión de Dios a través de la Biblia, aun cuando vez tras vez lo que la Biblia dice – esto es, lo que Dios en la Biblia nos dice – nos tire por el suelo”[1].
Estaba leyendo hace unos días atrás “La voz del Dios santo” de J. I. Packer, y no pude evitar detener mi lectura. Es que éste teólogo anglicano ha sabido unir profunda y sólidamente la erudición con la devoción. Su teología proclama y canta. Y sí, también golpea. Detuve mi lectura al encontrarme con estas líneas que hablan del gozo que produce la lectura bíblica. Mucho se habla de la alegría de leer la Escritura, la ipsisima verba Dei, pero poco se profundiza en dicho gozo. Y eso tiene directa relación con nuestra manera de entender a Dios, lo que conlleva formas de adoración, que muchas veces nada tienen que ver con el Dios de la Biblia. Y ahí aparecen en cada extremo, el Tatita Dios, ese dios de rostro amable y de conducta bonachona; como el Dios Patrón de Fundo, que persigue con rebenque en mano a quien no cumple. Displicencia y miedo, es lo que caracteriza a unos y a otros, respectivamente, a la hora de reflexionar y adorar. En todo, ausencia de gozo. De gozo verdadero y perdurable.
¿Cuál es el gozo que produce la lectura de la Biblia? A partir de lo que enuncia Packer, ilustrándolo con la práctica constante de los hermanos y hermanas de la iglesia de Berea, cuya nobleza estaba caracterizada por la solícita recepción de la Palabra, como por el acto de corroborar que lo dicho concordara con todo el consejo de Dios (¡creyentes y no crédulos!), diremos dos cosas respecto al gozo.
En primer lugar, es el gozo de la gracia. Nosotros, muertos en nuestros delitos y pecados, sin ningún tipo de esperanza, alejados del hogar, no teníamos otra certeza que la muerte. Pero Dios decidió en la eternidad proveer salvación a quienes había amado, y envió a su único Hijo, Cristo, en quien habita toda la plenitud de la deidad, para vivir la vida que nosotros deberíamos haber vivido, cumpliendo perfectamente toda la ley, y muriendo la muerte que nosotros deberíamos haber experimentado, sufriendo aquello que gritó que es más que una cita del Salmo 22: “Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Acto de amor y de entrega que hace posible que la gracia no sea algo injusto, sino lleno del carácter santo de Dios. Dios, a quienes gozamos su misericordia, nos viste con la justicia de su Hijo, dándonos vida abundante y el alto honor de adorar a quien nos creó. Lo que parecía haber muerto en el jardín del Edén, es restaurado en la cruz. Por eso, hoy caminamos con seguridad hacia el hogar, en el cual veremos claramente el poder de quien puede hacer nuevas todas las cosas. ¡Cuánto gozo produce esto!
Pero hay otro gozo. La Biblia, a diferencia de los libros de autoayuda, no exalta nuestras capacidades ni nuestra autoestima. La Biblia no busca nuestro empoderamiento por sobre los demás. Por el contrario. Nos hace postrarnos, con todo nuestro ser, frente a quien nos amó eternamente. Eso es lo que hace la gracia de Dios: encontrarnos con más que un favor inmerecido, con uno desmerecido. La voz del Dios santo nos tira por el suelo y nos hace entender nuestra condición de pecadores. Y cuando somos justificados, experimentando la reconciliación con Dios, nos vuelve a tirar por el suelo, haciéndonos entender que nunca es por nuestra fuerza ni por nuestra capacidad de saber, sino por puro amor de Dios. Y, cuando caminamos hacia el ministerio pastoral, nos hace entender que cada miembro de la iglesia es una oveja del redil en que el pastor de los pastores es Dios mismo, lo que vuelve a tirarnos por el suelo, barriendo con toda aspiración de poder. Al igual que cuando predicamos, y hacemos pasar a Cristo desapercibido, frente a nuestra sapiencia y arte florido de la palabra, allí la Palabra del Dios santo nos vuelve a tirar por el suelo, trastocando toda motivación por el aplauso pasajero, y recordándonos que sólo Dios debe ser glorificado. Dios nos vuelve a tirar por el suelo, cuando con claridad vemos que su soberanía en nuestras vidas no es real, cuando decimos “hágase tu voluntad” y en los hechos hacemos cualquier otra cosa. No lo cantamos, no lo predicamos, no lo oramos, porque como señalara Spurgeon, hasta los arminianos parecen calvinistas cuando oran. Pero ahí están nuestras agendas y planes, impertérritos, sólidos como roca, pero que cuando Dios con su Palabra nos tira por el suelo, hace parecer argamasa, simple cal, arena y agua. Dios nos tira por el suelo, hace que entendamos nuestro pecado, nos toma de la mano y nos lleva camino a la misión. Y eso es siempre. Todas las veces en que la oscuridad de nuestra mente empaña el futuro que Dios nos trazó.
No puedo evitar terminar estas palabras llorando. Pensando en todas las veces en las que “cavé para mí cisternas rotas que no retienen agua”, dejando de lado “a la fuente de agua viva”. Y recuerdo, con gozo, uno de los tantos días en que Dios con su Palabra me tiró por el suelo y me hizo entender con claridad la durabilidad de mis sueños de barro, frente a su misión. Tan fuerte fue el porrazo en el suelo, que hoy no quiero ser recordado más que como un predicador de la gracia de aquél que vive y permanece para siempre. Y gozo día a día el ir tomado de su mano, por pura gracia. Maravillosa gracia.
El don inefable de Dios no sólo nos hace caminar por nuevas alturas, sino que muchas veces nos tira por el suelo. Y gloria a Dios por eso.
Luis Pino Moyano.
[1] James I. Packer. La voz del Dios santo. Miami, Editorial Vida, 2007, pp. 15, 16.