“Queridos hermanos, les ruego como a extranjeros y peregrinos en este mundo…”[1], así comienza una de las exhortaciones del apóstol Pedro en su primera carta.
He querido hacer referencia a esta condición de extranjeros y peregrinos para hablar, muy brevemente, sobre el nacionalismo desde una perspectiva cristiana. Lamentablemente, en América Latina, quienes provenimos de contextos evangélicos nos adentramos en la lectura de la Biblia con traducciones que nos hablaban de “naciones”. Quizá el texto más reconocido en nuestra mente sea el de la gran comisión que nos invita a hacer discípulos de todas las naciones.
Digo lamentablemente, porque tanto la nación como el nacionalismo son inventos que tienen un origen histórico relativamente nuevo, ya que, datan del siglo XVIII y XIX, de la mano de los procesos de revoluciones burguesas como de los procesos emancipadores en América (léase como continente y no como Estados Unidos)[2]. De hecho, el Nuevo Testamento, en todas aquellas palabras que se traducen como nación, originalmente ocupa el vocablo “éthnos”, cuya mejor traducción podría ser “pueblo” o “multitud”, lo que no necesariamente tiene que ver con lo que reporta el concepto nación, que da más cuenta de un factor más subjetivo, como el de la identidad.
¿Qué es lo lamentable?, se preguntará alguien, pensando que se trata de una minucia. Y la verdad, es que es algo mucho más relevante de lo que parece. Porque si el nacionalismo nos ayudara a encontrarnos con otros hijos e hijas de esta tierra, con la lengua materna, con la solidaridad, con la comunidad de sentimientos, con el amor a la tierra de nuestros padres, bienvenido sea. Pero, lamentablemente, el nacionalismo ha derivado en el olvido de las diferencias y la violencia que la genera (no creo estar exagerando cuando digo que todos los Estados Nacionales tienen su inicio en un hito violento), en la naturalización del relato fundador de las élites que la han construido y, peor aún, en el rechazo de nuestros hermanos de otras nacionalidades.
Por ende, no debiéramos olvidar la catolicidad de la iglesia, que hace alusión tanto a la universalidad como a la totalidad del mensaje. El cristianismo no es ni siquiera internacional, no cabe en esa categoría. El cristianismo es supranacional por definición. Haríamos bien en recordar las palabras del Apóstol Pablo, cuando señaló: “Ya no tiene importancia el ser griego o judío, el estar circuncidado o no estarlo, el ser extranjero, inculto, esclavo o libre, sino que Cristo es todo y está en todos”[3].
Está bien, somos «extranjeros» radicados en esta tierra, con la que nos identificamos, a la que amamos; pero también somos «peregrinos», que estamos de paso, que caminamos de la mano del Señor hacia la ciudad prometida, al hogar del cual salieron nuestros primeros padres, al lugar en el que el Reino de Dios será plenamente consumado.
La nación siempre tiene que ver con la identidad. Y nuestra identidad hoy tiene que estar en Cristo. Todo lo demás, es secundario y, a veces, hasta innecesario. Si el nacionalismo te hace apartar tu mirada de Dios y de tu prójimo, haciendo que ocupe un lugar preponderante en tu corazón, se convierte en un acto pecaminoso e idolátrico. Un ídolo, por cierto, con pies de barro.
Que la bandera que llevas en tu pecho no sea obstáculo para amar y aprender de tu hermano o hermana que, providentemente -presuposición teológica que hacemos mal en olvidar-, nació en otro lugar de la tierra.
Luis Pino Moyano.
[1] 1ª Pedro 2:11a, Nueva Versión Internacional. El subrayado es mío.
[2] Véase para la profundización los siguientes textos: Benedict Anderson. Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2006; Eric Hobsbawm. Naciones y nacionalismos desde 1780. Barcelona, Editorial Crítica, 1998; Partah Chatterjeee. “Comunidad imaginada: ¿por quién?”. En Historia Caribe. Vol. II, Nº 7, Universidad del Atlántico, Colombia, 2002, disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=93720704 (revisada en enero de 2015).
[3] Colosenses 3:11, Dios habla hoy.