Dejando de lado la profesionalización del púlpito.

Hace unos días le vengo dando vueltas a esta idea, con la intención de publicar este post en mi blog. Y quisiera comenzar señalando aquello de lo cual no se tratará esta reflexión. Fundamentalmente, no voy a renegar acá de la homilética. Hace casi doce años, en un aula del Instituto Bíblico Nacional, aprendí de esta “ciencia y arte”, como le llamaban los libros clásicos, y desde ese día no he dejado de elaborar-y-exponer mis sermones homiléticamente. De hecho, dicho aprendizaje ha sido tan significativo que ha trascendido a su uso en el púlpito, empapando mis escritos, reflexiones y clases. Tampoco voy a hacer una apología de la improvisación. Nada más peligroso para un púlpito que un predicador que improvisa, que no ha leído varias veces y con detención su texto, que no ha hecho el trabajo de interpretar y pensar en cómo aterrizar, al hoy y a la realidad de la iglesia a la que anuncia el mensaje los principios permanentes de la Escritura. Es tan importante la buena elaboración sermonaria que nos puede reportar, con el paso del tiempo, un “semillero homilético”, con mensajes que pueden volver a ser expuestos en otras comunidades u ocasiones, siendo “resucitados”, es decir, re-estudiados e, inclusive, reelaborados. Todo trabajo humano es susceptible de ser mejorado.

 Un predicador debe ser un amante de la Biblia, conocedor de ella y, a su vez, desarrollar un “ojo homilético” de tal manera que de todo le pueda servir como recurso para su reflexión: lo que lea en libros, revistas, periódicos, de lo que vea en televisión, caminando por las calles, asistiendo a la iglesia o a los grupos de hogar, lo que escuche en la radio o en alguna canción. Quien predica la Palabra debe mirar la realidad en la que vive desde ese lugar. Como he dicho, no entenderé esto como profesionalización, sino como parte del trabajo bien hecho, entendiendo que la tarea de predicar, tanto en contenido y forma, debe glorificar a Dios.

 Ahora bien, todo lo que he señalado puede pasar a formar parte de la profesionalización del púlpito. Es decir, cuando la forma pasa a ser más importante que el contenido, la exposición de la Escritura pasa a segundo plano, olvidando que homilética, en su sentido etimológico nos invita a “decir lo mismo” que el texto señala. Es la Palabra lo realmente importante, más que nuestra exhortación, ilustraciones y aplicaciones. Entonces, el criterio principal a la hora de evaluar una predicación y su significado, pasa por la pregunta: ¿habló el predicador de la Biblia, del texto que leyó, mostrándonos a Cristo y la gracia que ayuda a la vida? Pero, ¿qué es lo que ocurre hoy? Los criterios del mercado también han permeado a nuestras iglesias, llevándonos a dar importancia a lo siguiente:

1. Evaluamos la predicación por el tiempo de duración, la que ojalá no exceda a los 25 minutos. Siempre me he preguntado si dicho tiempo hace alusión a las capacidades cognitivas y la potencialidad del aprendizaje, o lisa y llanamente a que esperamos que el culto dure lo menos posible, porque en “la vida real” tenemos muchas cosas más importantes que realizar. Si la Biblia es realmente importante para ti y para mi, ¿por qué habría de aburrirnos escuchar un mensaje de 45 minutos, 1 hora, 1 hora y media? ¿Acaso no hemos leído más tiempo que ese? ¿O visto una película, programa de televisión o teleserie que dura lo mismo o más? Nuestros hermanos puritanos asistían a la escucha de sermones que a veces duraban tres horas (¡tres horas!). Y, por favor, no quiero ser tergiversado, no estoy diciendo que el buen sermón debe ser largo. En mi caminar cristiano he tenido la honra de predicar en la cárcel, en el culto de nuestros hermanos presidiarios. Allí el culto tiene una hora límite, la cual es anunciada por un gendarme con golpes de bastón en la reja y con un llamado en alta voz, por lo cual, en lo posible, el culto debe terminar antes de esa despedida poco amable. Por ende, quienes predicábamos debíamos hacerlo de manera breve, pero no menos contundente. La duración por sí sola no habla de la calidad del mensaje: es su contenido lo que importa. Y si creen que estoy exagerando, en la Palabra, texto inspirado por Dios, se nos cuenta la historia de Esdras y otros sacerdotes leyendo al pueblo la ley, con todos ellos de pie, desde el alba hasta el mediodía, y lo único que hicieron fue leer con claridad y poner el sentido al texto, es decir, interpretarlo brevemente. Todo eso por alrededor de seis horas. La actitud de los oyentes fue de receptores atentos, que lloraron, se humillaron ante Dios, adoraron, celebraron, pidieron perdón (Nehemías 8 y 9, preferentemente léase en Reina Valera 1960). Seis días nos dio el Señor para hacer toda la obra de nuestras manos, el séptimo es para Él, y debiéramos sentir un deleite al escuchar su voz, más allá de cuánto se extienda la exposición de su Palabra.

2. Evaluamos lo verbosos y eruditos que resultan nuestros predicadores. Y sí, ya lo hemos dicho, un predicador debe ser un conocedor del texto que anuncia y de la realidad en la que vive. Pero no es lo más importante. Dar estatuto de fundamental a la erudición y al uso académico del lenguaje fue lo que llevó a que un número importante de púlpitos se convirtieran en cátedras universitarias. Todo esto, por la lógica moderna de oposiciones binarias, que disoció cerebro de corazón, o dicho de otra forma, razón de emociones. Entonces, hubo sermones que versaban sobre las “Presuposiciones respecto al Logos en el Kerygma con consecuencias en la epistemología y la ontología divina y antropológica”, cosas que sonaban muy bonitas, pero que pocos lograban entender y mucho menos vivir. Ese tipo de sermones ha sido parodiado de manera muy inteligente por Matt Groening con su personaje del Reverendo Alegría, flamante pastor de la 1ª Iglesia Presbiluterana de Springfield, con sus sermones largos, tediosos y somnolientos (de hecho, hay un capítulo de Los Simpson que muestra los sueños “bíblicos” de los personajes de la familia, en medio del sermón del referido pastor). En el púlpito debe haber buen uso del lenguaje, puesto que también cumple una función pedagógica, pero lo central es el anuncio claro y vivaz del mensaje de Cristo que habla impactando la razón y la emoción, a la totalidad del ser. Hoy, lamentablemente, este tipo de evaluación ha ido asociada a una lógica de religión de consumo bastante perversa. Se argumenta que el capital cultural de nuestras iglesias ha crecido bastante, teniendo a muchos profesionales sentados en las bancas de nuestras iglesias, por lo cual los predicadores deben ser versados y bla bla bla. Argumentos de ese tipo me hacen recordar a Jonathan Edwards y quizá uno de los mejores sermones que haya existido en la historia del protestantismo: “Pecadores en manos de un Dios airado”. ¿Por qué este recuerdo? Porque quienes han leído a Edwards se habrán dado cuenta de sus complejos argumentos, con conexiones amplias (por no decir dispersas). Pero además de ello, Edwards tenía problemas de visión, teniendo que usar lentes gruesos y, además, ese sermón fue leído de principio a fin, con muchos tropiezos entre medio. ¿Qué explica, entonces, que a la mitad del mensaje la gente cayera de rodillas confesando sus pecados sintiéndose en las “manos de un Dios airado”? Sin lugar a dudas que el Espíritu Santo actuando en la predicación de este pastor fiel a la Escritura, en una iglesia con personas dispuestas a escuchar lo que Dios diría en esa ocasión. Tristemente los evaluadores consumidores de religión habrían reprobado a Edwards y botado al tacho de la basura el “Pecadores en manos de un Dios airado”. Por ello, si hay algo que predicadores y oyentes no debiéramos olvidar, es que Jesús llamó a sus discípulos ovejas y no jirafas[1], por lo cual el alimento de la Palabra debe ser presentado a ras de piso, al alcance de todos quienes escuchan. La predicación debe ser entendible para todos. No basta que sea dicha en el idioma de los oyentes, debe ser clara tanto como es fiel a la Palabra. Ahí, el lenguaje erudito y evangélico es más un obstáculo que una bendición. Pensemos en Dios, condescendiendo con nosotros, poniéndose a nuestra altura para revelar su conocimiento con nuestras palabras en la Biblia, de tal manera que le podamos entender. Por favor dejemos de lado no sólo la profesionalización del púlpito, sino también a los oyentes consumidores de religión. Tu hambre y sed, como la mía, no es de buenos sermones… nuestra hambre y sed es de Dios, de su verdad, de su Palabra que es como pan al que come y como semilla al que siembra (Isaías 55:10,11).

3. Evaluamos la relevancia de la predicación. Y sí, el púlpito debe ser relevante. Debe hablar para el aquí y el ahora de los oyentes, de la iglesia y de la sociedad en la que viven todos quienes asisten a la iglesia, sean miembros o no de ella. Pero, ¿dónde nace la relevancia del púlpito? ¿En el uso de las palabras que ocupan las distintas culturas que habitan la ciudad, barrio, pueblo, localidad, país? ¿En usar tecnología que visualmente sea minimalista, sencilla, agradable a la vista, algo así como Google Beta o un producto Apple? ¿En asumir opciones preferenciales o des-preferenciales por algún grupo social, político y económico, bajo la lógica amigo-enemigo? ¿Formando comunidades donde todos somos amigos y hablamos cosas lindas y súper cariñosas? ¿En gritar toda nuestra moralidad y limpieza de vida contra todos los inmorales y apóstatas que no viven como yo-nosotros? ¿Huyendo de los conceptos “religión” e “institución” porque huelen mal? ¡En ninguna de esas opciones encontramos la relevancia del púlpito! ¡Lo único que hace relevante la predicación es la Palabra que nos da testimonio de Cristo! Nada más ni nada menos. Todo esfuerzo propio por buscar otra fuente de relevancia para nuestros púlpitos ofende a Dios, es idolatría pura. “-Pero hermano, ¿cómo vamos a llamar la atención de los no-creyentes?”. Dejemos que responda un protestante de la primera mitad del siglo XX. ¿Alguien podría mencionar algo más relevante en dicha época que resistir a Adolf Hitler? Bueno, Dietrich Bonhoeffer, a quien me permito citar latamente, en ese difícil momento histórico señaló: “pues resulta que el verdaderamente sediento está dispuesto a tomar agua desde cualquier recipiente, aunque resulte algo difícil […] El verdaderamente sediento siempre ha encontrado en la Biblia misma y en una fundada prédica bíblica, aunque haya sido poco contemporánea, el agua viva –y constituye una grave decadencia de la fe el que la pregunta por la actualización del mensaje se vuelva demasiado audible como pregunta metodológica […] Es curioso que aún persista la opinión de que hay que añadir a la exposición del texto algo más, algo presuntamente más concreto. ¿Pero qué podrá haber hoy que sea más concreto que ciertos capítulos del Apocalipsis, de los profetas, del sermón del monte o de la historia del buen samaritano? […] ¿No es acaso eso lo impresionante de nuestra época, que basta tomar cualquier texto y exponerlo de modo claro, agudo y pertinente a la materia, y que con eso ya está ‘actualizado’?”[2]. Un púlpito relevante es aquel que anuncia todo lo que la Biblia enseña. Ese mensaje viejo, repetido, anunciado una y otra vez, pero fresco, vivo, eficaz, poderoso como un martillo que quebranta la piedra tiene un poder transformador inmenso (Jeremías 23:29).

 Un púlpito profesionalizado termina construyendo predicadores ególatras y sabelotodo, que buscan brillar, aunque el alimento que entreguen termine desnutriendo o intoxicando a quienes lo consumen. Ni tú predicador, ni tu sermón, son los que deben brillar. Es Cristo el que debe brillar. Sólo Él. Si la gente que escucha tu sermón sale hablando más de ti que de Cristo es un síntoma de que algo anda mal. Soli Deo Gloria es más que una declaración doctrinal o una expresión culta de día domingo, es un principio de vida de quienes seguimos las pisadas del Maestro de Galilea. Dejemos de lado la profesionalización del púlpito amando la Biblia y glorificando a Cristo, siendo eso fundamento de nuestra pasión y gozo como predicadores de la Palabra.

Quisiera cerrar esta reflexión con las palabras de John Wesley: ¿Qué es lo que estorba la obra? Yo considero que la primera y principal causa somos nosotros. Si fuéramos más santos de corazón y de vida, totalmente consagrados a Dios, ¿no arderíamos todos los predicadores y propagaríamos este fuego con nosotros por todo el país?”[3].

Luis Pino Moyano.


[1] Esta idea es de J. I. Packer y es una de las ideas que sostiene la escritura de su libro Teología Concisa. Miami, Editorial Unilit, 1998. Véase las páginas ix-xi que corresponden a la introducción de ese maravilloso-sencillo libro.

[2] Dietrich Bonhoeffer. Illegale Theologenausbildung: Finkenwalde 1935-1937. Tomado de Manfred Svensson. Resistencia y gracia cara. El pensamiento de Dietrich Bonhoeffer. Barcelona, Editorial CLIE, 2011, pp. 215, 216.

[3] Tomado de Ana Troncoso (compiladora). Lo mejor de Edward M. Bounds. Barcelona, Editorial CLIE, 2001, p. 320.


A modo de complemento de este texto, podría leerse el post «Predicadores como Juan el Bautista».

Y también, podría verse esta reflexión del Pastor John Piper en este vídeo:

2 comentarios sobre “Dejando de lado la profesionalización del púlpito.

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