Por largo tiempo, intelectuales de uno y otro lado, nos han hecho ver al cristianismo caminando de la mano con el capitalismo, y por defecto, con las posiciones de derecha. Lo han hecho quienes citan la conocida, pero poco estudiada en su contexto de enunciación, sentencia de Karl Marx “la religión es el opio del pueblo”, o por quienes escasamente leyeron a Max Weber -y junto a él a Juan Calvino, hay que decirlo-, para proclamar voz en cuello que la emergencia del protestantismo es causa directa de la construcción del sistema capitalista. Ahora bien, por lo menos, hay aquí un esfuerzo intelectual por reflexionar y problematizar el pasado-presente, aunque se caiga en la caricaturización. Pero hay otro hermanamiento, proveniente de actores e intelectuales cristianos que no han dudado en emplear todos sus esfuerzos para, en lenguaje futbolístico, “meternos un gol de media cancha”. Son los que igualan pensamiento político de derecha a cosmovisión cristiana; los mismos que priorizan temas (mal llamados) valóricos por sobre aquellos que tienen que ver con la justicia social, centralizando sus esfuerzos en discursos moralistas sobre la familia, la sexualidad y la seguridad ciudadana, callando frente a las violencias estructurales de este sistema que exuda opresión y desigualdad; y, por supuesto, son los mismos que han escrito cientos y miles de páginas para denunciar al marxismo y su ateísmo que hace metástasis en la sociedad, según la cara metáfora cancerígena del general Leigh. Es hora de alzar la voz en medio de los muchos desiertos existentes en espacios eclesiales y públicos.
El capitalismo, quizá la fuerza histórica más revolucionaria que haya sacudido la historia de la humanidad, modificó las formas de organizar el trabajo en pos de una mayor productividad, cambió la manera de entender el tiempo ocupándolo como instrumento de medición y disciplinamiento, coadyuvó a la hegemonía de una clase por sobre otras y de un centro occidental-europeo-y-blanco por sobre una periferia expropiada, expoliada, saqueada en pos de mayor acumulación y una tal “riqueza de las naciones”, que no ha sido otra cosa que el bienestar de los menos. Progreso indefinido para los poderosos de la tierra; progreso “en la medida de lo posible” para unos pocos. Y, por sobre todo, la mayor de las continuidades: la explotación de los seres humanos por otros seres humanos, que ha traído como secuelas la reducción de hombres y mujeres a simple guarismo y fuerza de trabajo, la funcionalización reproductora de los úteros, la educación para el trabajo para la generación de mano de obra barata (de la cual los overoles beige de los estudiantes de los colegios Nocedal son un símbolo potente) y, la institucionalización de la normalidad que teme a la diferencia. Y así llegamos a Chile, el país donde nunca se introdujo capitalismo de verdad, industrializador, productor (salvo la breve intentona estatal del período 1938-1973), en pos del mero extractivismo que aseguraba ganancias a una élite pechoña, empecinada con su lógica hacendal. Lógica estéril acentuada por los funestos hijos mundiales del capital: la idea del “capital cultural” y el “neoliberalismo”. Así el capitalismo se anquilosa y naturaliza mediante la diferencia que se concretiza desde el momento antes de nacer, “la noble cuna”, el buen desayuno con leche-cereales-y-frutas, las escuelas para élites, padres con posgrado y con dos o más idiomas hablados con naturalidad, bibliotecas con muchos libros, vacaciones al otro lado del mundo y un largo etcétera. Un cabro chico depreciado y periférico no tiene ninguna posibilidad de pararse al lado y hacer lo que este sistema busca mediante SIMCE y PSU: competir de igual a “igual”. Desigualdad perversa que se solidifica con un sistema neoliberal impuesto por la dictadura cívico-militar, cuando era un producto inédito empíricamente hablando, que nos ha privatizado hasta los sueños, haciéndonos consumidores incluso de aquello que antaño era público. ¿Qué posibilidades de ascenso social existen hoy con este sistema en el que, al igual que ayer, la billetera es lo que pesa? “Es peligroso ser pobre, amigo”, resuena el canto hasta hoy.
Chile se nos desmorona, se nos cae a pedazos, una y otra vez, y cada vez más. Mientras unos se llenan los bolsillos, la pasan bien y sonríen burlonamente, a otros se les explota con sueldos paupérrimos, con políticas antisindicales, con ausencia de contratos, con salud-educación-vivienda pública miserable, con AFPs que no paran de ganar asegurando una vejez pobre y llena de incertidumbres a gente que se ha deslomado toda la vida por el pan para la casa. Mientras unos ven cómo se consolida la marca país en el mercado internacional, otros son reprimidos, golpeados, encarcelados y hasta asesinados por el sólo hecho de soñar “un Chile bien diferente”, al decir de una vieja canción. Y así, meten miedo con el cierre de colegios, siguen privatizando aquello que la dictadura no alcanzó a privatizar, siguen talando bosques y secando ríos como si en algún momento volvieran a aparecer por generación espontánea, en su lógica de “recursos naturales integrados a la industria” [sic]. ¿Estado débil? Dejen que sonría antes de denunciar la mentirosa realidad que se nos vende: que el Estado no sea actor protagónico en la economía nacional no quiere decir que sea débil. Por el contrario, el Estado actual, cuyo fundamento y amarre institucional fue creado por una dictadura y administrado por “demócratas”, es bastante fuerte, fuerte defendiendo a los poderosos de siempre, constituyendo al “derecho a la propiedad privada” como el principal de los derechos civiles. ¿Qué es lo que ha hecho el caso PENTA, la arista SQM y el préstamo express al hijo de la Presidenta? Mostrarnos dos cosas: a) que el Estado es inflexible con quienes lo defraudan (dolo tributario); y b) que las élites de este país siguen operando como “fronda aristocrática”, es decir, en lo público manifiestan sus divergencias partidistas, pero en lo privado, en las camarillas secretas del poder, los nudos de sus redes traspasan dichas fronteras imaginarias, y se basan en la lealtad familiar y amical, como también, en los favores que se pagan con favores. Nada nuevo debajo del sol. Doscientos años de vida republicana con la misma élite tomando las decisiones. Ese es Chile: democracia eunuca, sociedad clasista y pigmentocrática, economía que beneficia a minorías y mata día a día a las mayorías.
Entonces, veo y choco diariamente “con esta realidad tan charcha”, y me siento y leo mi Biblia y veo que ella no avala, defiende ni justifica nada de esto, y que por el contrario lo llama pecado. Pecado, con todas sus letras. Porque si creo en lo que ella dice, debiera tener presente que el ser humano, hombre y mujer, ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, lo que presupone la dignidad de su existencia. Vería que la ley mosaica buscaba asegurar relaciones armónicas entre los seres humanos, condenando entre otras prácticas la codicia, la falta de solidaridad hacia los pobres, el descuido de la tierra, la injusticia y la falta de equidad entre daño y pena. Misma ley que propiciaba la celebración de años sabáticos y de jubileos, que tenían por finalidad hacer descansar la tierra y proclamar, entre otras cosas, el indulto de muchos condenados. En dicha lectura se podría constatar que los salmos y los profetas nos hablan de un Dios justo, que mira con bondad a quien sufre los rigores impuestos por líderes políticos y religiosos, representados como pastores que sacan la lana de las ovejas gordas para luego engullirlas, dejando a débiles, heridas y perniquebradas a un lado. ¡Cómo quieren que no vea a Jesús de Nazaret diciendo que no se puede servir a Dios y a las riquezas! O a su hermano, Santiago, quien en su carta habla de los ricos opresores y de lo que pasará con sus recursos mal habidos producto del óxido y la polilla. La Biblia siempre habla de la misericordia entre seres humanos como actos de justicia. Por eso vemos siempre escenas de justicia vindicativa (social y religiosa) y redistributiva (económica) en sus páginas. Entonces, miro a quienes avalan todos estos actos en nombre de Cristo y su mensaje, e inclusive los promueven como parte del “ejercicio meritocrático del esfuerzo humano” y no puedo quedarme callado ante la justificación de aquello que la Biblia condena. Y más aún, cuando esas mismas personas son las que usan las iglesias y a sus hermanos como objetos de consumo afirmando en palabra o hecho la teología de la prosperidad, verdadero mensaje de la oferta y la demanda, o cuando esas mismas personas, con una inconsistencia gigante, nos llaman a callar frente al ejercicio opresor de los poderosos porque es “la voluntad de Dios”, pero luego son ellos los que callan y nos invitan a no juzgar a quienes caen en sus emprendimientos corruptos. Es súper fácil para ellos apuntar con todos los dedos de una mano a quienes les parecen progres y libertinos, y que no se condicen con “nuestros discursos”, y no apuntar con un solo dedo a quienes les parecen conservadores y “gente bien”. Y cuando se hace eso, se termina adorando a otro dios, no al Dios de la Biblia, dejando a la fuente de agua viva para cavar cisternas rotas. Un dios, como el que señaló el sacerdote Ronaldo Muñoz en el documental En nombre de Dios, de Patricio Guzmán, que es un “dios de la seguridad, de la autoridad, es un dios concebido como una especie de ‘Súper Pinochet’ del universo. En ese dios yo no creo”.
Evidentemente, como cristiano, entiendo que no basta con pura indignación. Es mi tarea a) orar, y hacerlo diciendo-anhelando que “venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”; b) llamar al arrepentimiento a quien ha dañado a su prójimo y a toda la creación de Dios, y si eso significa motivarle a dejar de ejercer el poder como lo ha estado haciendo, hablar y actuar sin transar nada, entendiendo que verdad-amor y política-ética son indisociables; c) no confundir cosmovisión cristiana con ideologías de turno que lo único que hacen es entenebrecer la lectura simple y relevante del evangelio; d) vivir respetando a los otros que no viven mi fe, sobre todo a quienes sin ser cristianos, en sus vidas cotidianas, hacen muchas tareas que yo debiera estar haciendo; y e) colaborar con la propagación del Reino de Dios, que según las palabras de la Escritura se expresa en real y experienciable justicia, paz y alegría.
Hoy como ayer, ora et labora…
Luis Pino Moyano.
Un comentario sobre “Cristianismo y los funestos hijos del capital.”