Hace varias semanas atrás fuimos con mi esposa Mónica al cine a ver El Bosque de Karadima, película chilena del director Matías Lira y que contó con las actuaciones de Luis Gnecco como Fernado Karadima, Pedro Campos y Benjamín Vicuña como Thomas Leyton, Ingrid Isensee como Amparo (la esposa de Thomas), Francisco Melo como el padre Aguirre (promotor de justicia del Arzobispado), entre otros. Se trata de una excelente película, que cumple sus objetivos a cabalidad: a) reconstruir, a partir de los testimonios de las víctimas y sumado al notorio trabajo archivístico, en la persona de Thomas Leyton a quienes sufrieron el actuar del sacerdote Fernando Karadima y el largo proceso del horror a la toma de conciencia del daño realizado; y b) mostrar cómo actúa un abusador, potenciado por un círculo de poder concreto, real y experienciable y, a la vez, por un círculo de violencia subjetivo en la mente del abusado que sublima las potencialidades, inteligencia, belleza, sapiencia de quien ejerce el abuso. Todo el horror expresado magistralmente en la película, me llevó a preguntarme sobre su utillaje posterior: ¿por qué quienes trabajamos en iglesias deberíamos ver esta película? Planteo las siguientes razones:
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El Bosque de Karadima nos hace reflexionar sobre el abuso de poder.
Fernando Karadima, un viejo calmo, de habla parsimoniosa, era un líder que despertaba vocaciones sacerdotales en jóvenes, que estaba rodeado por muchos hijos de la élite chilena católico-romana, pero que no posee el carisma efervescente del clásico estilo del líder de pastorales juveniles. Su liderazgo procedía del ejercicio dominante de la cooptación, aquél que hace que la gente se adhiera e identifique “voluntariamente” con el sujeto que ejerce el poder. Usando la cara metáfora portaliana, el líder ocupa más el bizcocho que el palo, por ejemplo cuando le puede manejar el auto al cura, o la beca que le permite estudiar en la universidad, o “el premio mayor”: el viaje a Roma. Es el guía espiritual que dice ser un “amigo fiel” que tiene el “don” de conocer la verdad que es “tu verdad”. Es el líder que trata de “mijito”, que no siempre se ve pero que siempre está, que otorga regalos y premios, “refuerzos positivos” según el decir emperifollado de los sicólogos. Es el líder que desde su posición de poder está colocado en una suerte de “panóptico psíquico-espiritual”, al punto que afirma que “desde el momento que entraste yo te conozco”, agregando un “no te juzgo” y luego de la declaración de soledad de Thomas Leyton, puede afirmar “no… nunca más vas a estar solo”. El cura que absuelve de pecados es el amigo que no deja de ser poderoso. El cura que llama a confesar los secretos y a controlar los impulsos del cuerpo, pero que aprovecha los momentos de vulnerabilidad emocional para recibir gratificación sexual. No es menor, que las tres escenas de contenido sexual-abusivo ocurren en momentos de vulnerabilidad emocional de Leyton, es decir, Karadima se presenta como el “salvador” que llena todos los vacíos emocionales, que mientras el muchacho se siente afligido, como si todo estuviera ocurriendo, él está como si nada. Karadima es el líder que otorga una mirada displicente del pecado que tiene que ver con él. Nada lo mancha. Es el “santito”. El santito que enamora de manera culposa, que perdona mediante el toque sexual, que ejerce toda su falsa empatía. Que cela a Thomas y luego a su novia, Amparo, compitiendo en la confianza, al nivel que le señala que ha venido a “robarnos a nuestro Thommy”. Acto seguido se ofrece como su director espiritual y dice la frase que sintetiza el abuso de poder: “yo decido”. Tanto decide, que él es quien borra la vocación sacerdotal de Thomas, pidiéndole que se case con Amparo. En la homilía del bautismo del hijo de Thomas y Amparo, Karadima atormenta la conciencia del muchacho que como “hombre corriente” no pudo obedecer el llamado de la vocación. Eso lo legitima como guía espiritual de su familia, como padrino de sus hijos y como el que decide inclusive las vacaciones, los arreglos de la casa, las fiestas, constituyéndolos en meros títeres del santito.
Todo esto muestra cómo actúa un abusador. Y sería sumamente fácil ir por aquello que está en la superficie, lo más concreto del abuso, aquello que tiene que ver con la sexualidad y la genitalidad, tratando de explicar que la pulsión sexual que conduce a la perversión es producto del celibato eclesiástico. Pero el problema no está allí. Podría no existir toque sexual y el comportamiento de Karadima seguiría siendo abusivo. El problema está en el corazón de aquél que aparta su mirada de Dios y del prójimo para centrarse en él mismo, y en esa condición da rienda suelta a los actos que dañan. El profeta Jeremías diría: “No hay nada tan engañoso como el corazón. No tiene remedio. ¿Quién puede comprenderlo?” (Jeremías 17:9). Jesús dijo: “Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, la inmoralidad sexual, los robos, los falsos testimonios y las calumnias. Éstas son las cosas que contaminan a la persona […]” (Mateo 15:19,20). El corazón como símbolo del asiento de todas las emociones y pensamientos del ser humano, produce entonces el ejercicio abusivo del poder. Poder que daña y mata no sólo a las víctimas, sino también al victimario, alienándolo, cauterizando su conciencia. El apóstol Pedro grita a la conciencia de los pastores diciéndoles: “No sean tiranos con los que están a su cuidado, sino sean ejemplos para el rebaño” (1ª Pedro 5:3). De hecho, el problema no está en el poder, el problema está en cómo se ejerce. Cuando el poder se vuelve sentido y razón de ser no hay medición de los costos, no hay cuantificación ni problematización del daño.
Debo señalar, que entre todo el horror e impacto que produce la visualización de esta película, en mi mente, a la salida del cine, sentí alegría de ser protestante, por creer en el sacerdocio universal de los creyentes lo que conlleva a que no necesito mediadores humanos para mi servicio a Cristo y a su iglesia. Y, por otro lado, sentí alegría de ser presbiteriano, de pertenecer a una comunidad donde no hay liderazgo jerárquico ni centralizado en un solo hombre, sino un liderazgo colegiado, colaborativo, que tiene claro el sentido pastoral y servicial a la comunidad que le ha delegado esa función discerniendo sus dones y trabajo. Ahora bien, si “los demonios creen y tiemblan” (Santiago 2:19), Karadima no deja de tener razón cuando señala que la búsqueda del demonio se debe hacer “dentro de nosotros mismos”. Muchas veces, nuestro peor enemigo somos nosotros mismos. Nosotros, en varios momentos de la vida, nos constituimos como el ídolo sanguinario que mata y se sacia de todos los sacrificios que complacen nuestros deseos. Los protestantes y presbiterianos no estamos exentos del ejercicio abusivo del poder, porque hay muchos contextos eclesiales donde existe un “catolicismo larvado”, una “pastorlatría” dañina que mata el sentido de cuerpo, poniendo a un igual como un más igual que otro, siguiendo la verba orwelliana, no entendiendo que la única diferencia es el rol y no la dignidad. Por ello, los dos motivos que me causaron alegría son “vanidad de vanidades” si no se basan y sustentan en la roca que es Cristo. No en “el yo” ni en la iglesia ni en el pensamiento cristiano… en Cristo.
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El Bosque de Karadima nos hace reflexionar respecto a comunidades eclesiásticas que se transforman en sectas.
La película El Bosque de Karadima no es una crítica a las iglesias, ni siquiera a la Iglesia Católica Romana. Es una crítica, a veces implícita y otras veces explícita, a la jerarquía católica como también al carácter sectario de la comunidad de El Bosque. Si bien es cierto, dentro del estudio de las religiones se ha ido reemplazando el concepto de secta por el de “nuevos movimientos religiosos”, a mi gusto es sumamente importante conservar el concepto, sobre todo desde el perfil sociológico a modo de adjetivo: lo sectario. El Bosque, era una comunidad sectaria porque había una profunda identificación con el líder, cuya palabra era la verdad, que por carácter intrínseco era incuestionable y profundamente valorada, dictando no sólo la doctrina sino la vida. Además, el comportamiento sectario conduce a la construcción de estructuras cerradas, con códigos propios, que necesitan de un rito de iniciación y del cual es muy difícil de salir. Y lo otro, es algo que señalamos en el punto anterior, el aprovechamiento de la vulnerabilidad del otro. Juan Guillermo Prado señala que “lo que hace a nuestro juicio atrayente estas sectas al converso, es la existencia de comunidades cálidas y fraternales. Una tragedia de nuestro tiempo es la soledad. Posteriormente, cuando se encuentra inmerso en el espíritu del movimiento, acepta sus doctrinas”[1].
¿Dónde se nota el comportamiento sectario de la comunidad de El Bosque? En muchos momentos. En la película queda sumamente clara la invitación a “unirse a la Parroquia de El Bosque”, un lugar del que “no te vas a ir nunca”, palabra amable y certera, que puede traer paz como un lugar mágico, pero dialécticamente secreto, oscuro y atemorizante. Hay una incorporación incondicional, militante, vital. Además, la identificación con el líder es tan amplia, que los otros curas de El Bosque hablaban y actuaban como Karadima. Hay una escena muy potente, el juicio disciplinador a Thomas cuando había comenzado su relación sentimental con Amparo. Aquello que debía ser una “corrección fraterna” parecía un tribunal inquisidor, oscuro, con Karadima iluminado, sentado, rodeado por los otros curas a su espalda, con palabras que “cobran sentimientos”, que hablan de traición, de mentira, de falta de lealtad y que conllevan a que Thomas Leyton prefiera romper su relación con Amparo en vez de salir de “su casa”, de su “familia”, porque como dirá Karadima a Amparo “es negro aunque usted lo vea blanco”. Cuando Thomas comienza a ser consciente respecto al abuso, y habla con el promotor de justicia, el padre Aguirre, los curas del séquito de Karadima también actúan. El cura Andrés Artiaga (representado por Marcial Tagle), habla con Amparo y le señala que todo esto es producto de la crisis matrimonial profunda que está viviendo con su esposo, acusando a Thomas de calumnia y de confusión, de daño a gente inocente, y siguiendo los pasos de su maestro con falsa empatía les invita a acercarse al Señor. Por otro lado, el componente socioeconómico del grupo es también relevante. La Parroquia de El Bosque es presentada como un negocio lucrativo, con casas e inmobiliarias ligadas a familiares de la curia. La madre de Karadima (representada por Gloria Münchmeyer) que vivía dentro de las casas de la comunidad, señala que su hijo no es un “simple cura”, porque “gracias a él no hay curas comunistas” y que además, su capacidad de reconocer y despertar vocaciones, encomendada incluso por Alberto Hurtado en su lecho de muerte, ha construido “una mina de curitas buenos”. Es tanto el poder de Karadima y de las redes sociales que le sostienen y levantan, que la investigación de los abusos es detenida por el Arzobispo ante la declaración del “santito”: “si me derrumbo, se derrumba la iglesia chilena”.
Quienes trabajamos en iglesias debemos luchar porque nuestras comunidades no se conviertan en secta. Que si bien es necesaria la construcción de hermandad, de amistad, de confianzas para el trabajo misional, en tanto se transforman en motores de la misma, una iglesia no puede estar ensimismada, encerrada en su propia realidad, sino que tiene que “ser para los de afuera” como señalaría Bonhoeffer. Y por otro lado, los líderes tienen que mostrarse siempre como iguales-con-diferente-rol, como ovejas del buen pastor que es Cristo, como parte de una comunidad de santos-pecadores y que en más de una oportunidad van a defraudar por sus miserias a los miembros de ella. Esto va a llevar a un claro concepto del liderazgo cristiano. Un líder no es un superior, sino que es uno que modela con su ejemplo el seguimiento de Cristo, en la búsqueda de la sabiduría bíblica y a la vez en la búsqueda del perdón y el disfrute de la gracia soberana. Los pastores de la comunidad buscan comunicar lo que la Biblia dice, no aquello que sale de sus mentes como verdad infalible, por lo que nunca van a invitar a los miembros de la comunidad a dejar de hacer uso de su razón, porque los creyentes no sólo cantan y oran con el espíritu sino también con el entendimiento (1ª Corintios 14:15). Las comunidades cristianas no son mistéricas, por el contrario, son (o debiesen ser) comunidades inclusivas que se deleitan en la fraternidad con el diferente que también ha sido amado por Cristo.
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El Bosque de Karadima nos invita a poner atención a la voz de las víctimas para trabajar por ellas teniendo una idea clara de la disciplina eclesiástica y de la justicia civil.
La última razón por la que creo que quienes trabajan en iglesias deben ver esta película, tiene que ver con la escucha de los que sufren. Manuel José Ossandón, hoy senador de la república, y en el momento en que se destapa en la escena pública el caso Karadima era alcalde de Puente Alto, señaló que: “me parece raro que personas tan adultas como las que están acusando y que más encima trabajaron junto a mí en algunas actividades de la Iglesia ahora aparezcan en esto, justo cuando parte de la iglesia tiene que defenderse o limpiar su imagen por casos comprobados de pedofilia”. Hablando de Karadima, el ex alcalde dijo: “ha sido formador de miles de feligreses que hoy profesan los valores cristianos de manera sobresaliente y no tengo dudas, o al menos quiero pensarlo así, que acá habrán investigaciones y juicios justos, que no estarán ligados a un lavado de imagen que deben asumir los verdaderos culpables”[2]. Más adelante, si bien se desdijo de su apoyo impertérrito a Karadima, declarando que se sentía defraudado, planteó que: “yo no creo que haya pedofilia y abuso. Yo creo que puede haber homosexualidad que es distinto, que no está correcta y que es mucho más grave si es un sacerdote, porque es el espejo que tenemos, porque es consagrado a Dios”[3]. Todas estas declaraciones fueron realizadas en alusión a la acusación presentada por el médico James Hamilton (cuyo testimonio es la base principal del personaje de Thomas Leyton, no la única, por cierto), Juan Carlos Cruz, José Andrés Murillo y Fernando Batlle respecto al abuso sexual y sicológico ejercido sobre ellos por parte del sacerdote diocesano Fernando Karadima, cuando ellos eran miembros de Acción Católica[4]. Ossandón pasó de las teorías conspirativas a la gradualidad de pecados (pedofilia versus homosexualidad). Pero más allá de eso, lo que quiero sacar a colación acá, ligando las fuentes periodísticas con el material fílmico, es un elemento tensionante del hilo dramático de la película: ¿hay abuso sexual o relaciones homosexuales? Esto, porque todas las relaciones de contenido sexual que aparecen en la película, y basadas en el testimonio de las víctimas de Karadima, fueron efectuadas cuando Thomas Leyton era mayor de edad. De hecho, fue viendo la última escena de relación sexual en la que vino a mi mente las palabras del ex alcalde hoy senador. ¿Qué hacer, qué decir frente a esto?
Sin lugar a dudas la tensión surge por la incomprensión de la violencia que deriva en el ejercicio abusivo del poder. Como he dicho, ese ejercicio, Karadima lo realizaba por medio de la cooptación en una comunidad de perfil sectario, por ende, todo el abuso no aparece como tal, por el contrario, aparece como el ejercicio legítimo de autoridad de un santo en vida, el que es sublimado, visto como alguien más puro, más grande, más bello, más poderoso, más inteligente, más jovial de lo que realmente es. Es el círculo de violencia que legitima los usos del poder y el toque sexual asociado a él. Cuando se está en un círculo de violencia ella aparece como natural, como la realidad, como un estado de cosas que es perfecto simplemente porque es. Tardíamente, siendo adulto, cuando Thomas va adquiriendo conciencia del dolor, lo primero que siente es indefensión. “¿A quién le voy a contar?”, “¿quién me va a creer?”, son sus palabras. En la primera conversación que Thomas tiene con el padre Aguirre, el promotor de justicia, se muestra a la defensiva, de hecho le cuestiona al sacerdote que piense de su enamoramiento por el cura, sin que Aguirre realizara una pregunta o alusión a eso. En todo momento se ve a alguien que no es libre, que no actúa voluntariamente. De hecho, lo que gatilla el quiebre y la decisión de dar el paso judicial, se ve en la escena en la que el hijo de Thomas se pierde dentro de las dependencias de la Parroquia de El Bosque. Es la soledad de su hijo y el miedo de lo que le podría pasar, lo que le hace reaccionar, lo que le hace ver su condición de víctima, lo que le hace salir del trauma poniéndole por fin palabras a su dolor. Las palabras que dirige Thomas Leyton a Amparo son elocuentes: “toda nuestra vida juntos estaba contaminada por él. Nada es real”.
Por ende, más que cuestionar por qué una víctima no habló a tiempo, lo que debemos hacer es brindar espacios de cercanía, de validación de la persona, de rearticulación de las confianzas en otros seres humanos y, por otro lado, de reafirmación como sujeto que lo lleve a dar el paso de salida del dolor y el inicio del camino a la justicia, la verdad, la paz. Las iglesias deben ser esos espacios, que escuchan la voz de “los pequeñitos de Dios” (cf. Mateo 26:35-40). La iglesia debe ejercer su autoridad para disciplinar a sus miembros[5]. Mateo 18:15-20, registra las palabras de Jesús que otorga caminos para el ejercicio de la disciplina que busca la restauración de la víctima como del victimario, ganando con el perdón a su hermano. Pero si el ofensor se niega a la disciplina, inclusive debe ser expulsado de la comunidad (excomunión), como si fuera un incrédulo o renegado. Es decir, la restauración por amor a quien sufre y por quien daña camina no sólo a través de la senda del perdón, sino también, inclusive si es necesario, por la vía de la separación de la comunidad. Por tanto, sólo es justa y equitativa la sentencia eclesiástica de “una vida de retiro, penitencia y oración” interpuesta a Karadima si hay reconocimiento y dolor por el daño realizado y arrepentimiento en el sentido de un cambio de actitud. Pero si hay tozudez y protección del culpable, la comunidad eclesiástica se mancha y perpetúa el daño, eliminando toda posibilidad de restauración de los sujetos, debilitando la fuerza del perdón. A todas luces, lo que hizo la jerarquía católica chilena fue lo último. No siguió las palabras de Jesús en pos de intereses pequeños y egoístas. No fue luz ni sal.
Por otro lado, como protestante manifiesto la opinión histórica de la separación del Estado de la iglesia, que como reformado veo a partir de la soberanía de las esferas[6]. Es decir, la iglesia disciplina según criterios bíblicos y pastorales y la justicia civil mediante el procedimiento penal. En ambos ejercicios de justicia debe existir la protección del más débil y la presunción de inocencia del acusado. Respecto a esto último, debemos poner una salvaguarda: pueden existir relatos inoculados respecto a supuestas conductas abusivas, nacidas por venganza o por envidias, y que, comprobándose la inocencia del acusado, deben invertirse todos los medios para devolver la credibilidad perdida o dañada al sujeto. Pero en el caso de comprobar la responsabilidad y/o culpabilidad en los hechos, se debe proceder en consecuencia. Y aquí, las esferas que son independientes pueden y deben relacionarse. Si en el ejercicio de la disciplina eclesiástica el hecho denunciado equivale a delito, es responsabilidad de la iglesia denunciar en los tribunales al responsable del mismo. Y, por otro lado, si la justicia civil releva evidencias delictuales de un miembro de la iglesia, aunque dichos actos sean realizados fuera de la comunidad, quienes presiden en ella, deben ejercer la disciplina. Esto no ocurrió en el caso Karadima, probablemente por dos razones: a) la concepción jerárquica del catolicismo romano que separa a sacerdotes de laicos; y b) por una incomprensión de la disciplina eclesiástica. Evidentemente, todo proceso disciplinario es doloroso, pero en el momento presente. “Sin embargo –afirma la Escritura-, después produce una cosecha de justicia y paz para quienes han sido entrenados por ella” (Hebreos 10:11).
Por todo esto, creo que la película El Bosque de Karadima, es una preclara voz para quienes trabajamos en iglesias y que, por ende, debiera ser un insumo para la exhibición y el diálogo en comunidades eclesiales, en universidades, en seminarios teológicos e institutos bíblicos. Obramos mal cuando nos cegamos frente a la realidad. La realidad debe ser leída a la luz de los signos de los tiempos, con la Biblia abierta, para beneficio de nuestras comunidades.
Luis Pino Moyano.
[1] Juan Guillermo Prado. Sectas juveniles en Chile. Santiago, La Nación, 1984, p. 112. Citado por Pablo Hoff. Otros evangelios. Deerfield, Editorial Vida, 1993, p. 17.
[2] “Ossandón defiende a Karadima y fustiga a cardenal Errázuriz”. En El Mostrador, 25 de abril de 2010 (página revisada en junio de 2015).
[3] “Manuel José Ossandón cree que la homosexualidad es más grave que la pedofilia”. En Belelú, 29 de noviembre de 2010 (página revisada en junio de 2015).
[4] Natalia Sánchez. “Caso Karadima: Chile destapa otra historia de abuso sexual de menores por miembros de la iglesia”. En el blog: Letra por letra (página revisada en junio de 2015).
[5] Sobre la disciplina eclesiástica, véase: Jonathan Muñoz. “Sobre analgésicos y cirugías”. En el blog Para cultivar un jardín, 18 de abril de 2015 (página revisada en junio de 2015).
[6] No se puede no citar acá a: Abraham Kuyper. Soberanía de las esferas. Discurso pronunciado en la Universidad Libre de Amsterdam, el 20 de octubre de 1880. En: Estudios Evangélicos, 26 de junio de 2013 (página revisada en junio de 2015).
Buenísimo! Me gustó caleta!
Felicitaciones por el excelente post, Luis.
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