A las 22:20 hrs. del viernes 7 de agosto de 2015, según el comunicado del Hospital Militar, ha muerto Manuel Contreras, conocido por su alias de “El Mamo”, general de Ejército, encargado de la Dirección de Inteligencia Nacional, la DINA, en los primeros años de la dictadura cívico-militar encabezada por quien fuera su profesor, Augusto Pinochet Ugarte. Las reacciones pululan en las casas, las calles y las redes sociales. Felicidad, impotencia, lamento y, por supuesto, en sus cercanos, en los pocos que quedan (o los pocos que creemos que quedan), llanto y dolor. ¿Cómo reaccionar? ¿Qué decir frente a una muerte como esta? En mi mente y corazón salta la Escritura la que quiero hacer prorrumpir en voz alta.
El dolor y el miedo causado por Manuel Contreras y su séquito fue tremendo, tan tremendo que hasta aún dura. Tengo mi televisor encendido y veo como algunas calles de Santiago se van llenando de personas que quieren expresar su rabia, y contradictoriamente, su alegría frente a la muerte de este sujeto. Y es que el general Contreras es de esos sujetos que “sembraron vientos y cosecharán tempestades” (Oseas 8:7). Sobre todo, cuando luego de más de quinientos años de condena por delitos de lesa humanidad, sólo cumplió algunos, en condiciones privilegiadas en relación a otros reos del país. Contreras, el sujeto que se ufanaba de su actuar, que señaló en varias ocasiones y en forma fehaciente que no se arrepentía de lo realizado bajo el amparo de las bayonetas y de los bandos militares que daban un marco de legalidad a su acción. En un ejercicio empático, y sin una pizca de gozo, puedo señalar que está sembrando lo que cosechó, y frente a eso, Dios no puede ser burlado (cf. Gálatas 6:7,8).
Jesús señaló que en los tiempos que vendrían de manera posterior a su estadía en la tierra “habrá tanta maldad que el amor de muchos se enfriará” (Mateo 24:12). Pero los y las creyentes debemos recordar, animados por la fuerza del Espíritu, que la señal de identificación de quienes seguimos a Jesús de Nazaret es el amor a nuestro prójimo (Juan 13:35). Más allá del daño que nos causaran, más allá del daño y el dolor que nos sigan causando. Dios, que no se complace de la muerte del malvado (Ezequiel 18:23) ejecuta su justicia en la historia, derrocando de su trono a los poderosos y exaltando a los humildes (Lucas 1:52), porque a diferencia de nosotros, Dios cuando ama no deja de ser justo. Amor y justicia, en Él y por Él, van unidos hasta el fin. Y Dios nos ayuda a vivir pensando y viviendo así con la fuerza de su Espíritu vivificador.
Por todo esto:
En cada lugar en el que exista un ejercicio tiránico y opresivo del poder, debemos alzar nuestra voz y realizar tareas que conduzcan a eliminar dicho ejercicio, porque el amor verdadero “no se deleita en la maldad sino que se regocija con la verdad” (1ª Corintios 13:6). Cuando se le quitan las posibilidades de ejercer poder al opresor no sólo se muestra amor por los oprimidos, sino que se muestra amor por quien ejecuta el daño, toda vez que se le libra de todo el mal que podría seguir ejerciendo y de todo el daño que se está haciendo a sí mismo con dichos males. No actuar justamente es hacer mal a nuestro prójimo.
El profeta Isaías anunciando la palabra del Dios Todopoderoso dijo: “¡Ay de los que llaman a lo malo bueno y a lo bueno malo, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!” (Isaías 5:20). Si bien es cierto, misteriosamente, Dios actuó también en la historia usando como instrumento suyo a los que han hecho lo malo, ¡porque Dios es soberano siempre!, eso no señala que lo que estos sujetos desarrollaron sea su voluntad declarada en la Palabra. El asesinato, la tortura, la desaparición de personas, el ejercicio represivo debe ser señalado como tal, porque “la verdad nos hace libres” (Juan 8:32), no olvidando que nuestro Señor y Maestro se llamó escandalosamente a sí mismo “la verdad” (Juan 14:6). No justifiquemos lo injustificable ni menos celebremos ni homenajeemos al imperio de la maldad ni a sus ejecutores. No nos hagamos cómplices con el silencio ni con la voz que ensalza la tiranía.
No celebro la muerte de Manuel Contreras. Tampoco lamento que sus días no fueran alargados para que viviera toda su condena. Cuando el evangelio del Dios de la vida me alcanzó y me impactó, no puedo anhelar ejercer la venganza, porque ésta sólo es justa cuando proviene de la indignación del Todopoderoso. Él dará el justo pago (Romanos 12:19). No podemos caer en la misma lógica de los que matan literal y simbólicamente, porque eso, en definitiva nos termina matando. Si Dios nos ha liberado no volvamos a andar en esclavitud (cf. Gálatas 5:1).
Lo que sí lamento es su orgullo frente al mal realizado y la ausencia de verdad que podría haber ayudado tanto al conocimiento de nuestro pasado reciente, sobre todo, en relación al paradero de tantas víctimas que no tienen una tumba, perpetuando el dolor de sus familias. Ese orgullo es ya el infierno. Timothy Keller, siguiendo a C.S. Lewis señala: “Así vemos como serpean cual furiosas lenguas de fuego el orgullo humano, la paranoia, la autocompasión y la creencia de que todo el mundo está en un error por puro cretinismo. La noción de humildad desaparece y con ello todo atisbo de cordura. Ese ensimismamiento mortecino les tiene cautivos en la prisión creada por orgullo que crece desmesuradamente. El deterioro personal va en aumento, derivándose la culpa hacia otros de forma sistemática. El infierno está ya ahí, y a escala mucho mayor”[1]. Recordaba estas palabras luego de escuchar al diputado Tucapel Jiménez, hijo del dirigente sindical del mismo nombre asesinado por la dictadura. Él lamentaba que Contreras no pudiera liberar su corazón del peso del mal realizado, produciendo descanso para él y los demás. Yo no puedo dar por seguro el destino final de Contreras, no puedo ni debo hacerlo. Pero de lo que estoy seguro, es que él ya vivía en un infierno, aunque su enrejamiento en nada se pareciera al de una cárcel común.
Anhelo, de todo corazón, que estos hechos apunten de una vez por todas al amor de nuestros prójimos, sobre todo de quienes han sido desharrapados del mundo. Contribuyamos a la justicia y a la verdad, al descanso y la sanidad, porque dentro del proyecto histórico de Dios está la protección y cuidado de sus pequeñitos (Mateo 25:35-40). Para nosotros el Padrenuestro no sólo es oración sino quehacer. Cuando oramos alzando nuestra voz hacia lo alto, y diciendo: “Venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mateo 6:10), más que un grito desesperado es el clamor de la certeza del porvenir que abre un camino esperanzador. Contribuyamos a la extensión del Reino de Dios que es “justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo” (Romanos 14:17). Ese estado del Reino de Dios es el que posibilita el encuentro armónico de todo lo creado, seres humanos y casa común, al amparo y sostenimiento del Creador, y por ello mismo eso va ligado a su sabia voluntad. El seguimiento de Jesús, de sus palabras y vida, debe ser parte de nuestro camino, de nuestro gozoso camino.
Que así Dios nos ayude…
Luis Pino Moyano.
[1] Timothy Keller. La razón de Dios. Barcelona, Publicaciones Andamio, 2014, pp. 137, 138.
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