Pentecostalismo chileno y plantación de iglesias. Notas reflexivas.

Luis Pino Moyano

Artículo publicado en Estudios Evangélicos.

Sin lugar a dudas, uno de los temas que reclama atención en el protestantismo latinoamericano es la plantación de iglesias, como modelo misional. Gran parte de lo que se está leyendo sobre el tema proviene de otros países, fundamentalmente de Estados Unidos, lo que no es por definición negativo, pero cuando esto busca instalarse como “calco y copia” mediante un fórceps en nuestras iglesias, es como si aceptáramos el falaz presupuesto de que “si la teoría no se condice con la realidad, es la realidad la que está equivocada”. Hemos caminado mucho tiempo con esa lógica sin mirar el enorme potencial que tenemos en nuestra región, y particularmente desde Chile, país desde donde hablo, si tomáramos en cuenta la experiencia del pentecostalismo chileno. Y sí, no podemos abstraernos de la necesidad hablar del pentecostalismo chileno como un fenómeno particular, que si bien es cierto surge contemporáneamente con la oleada pentecostal de inicios del siglo XX, junto a Estados Unidos, India, Venezuela y Noruega, el que emergiera del metodismo de perfil misiológico combativo-proselitista, sumado a su amplia base popular y a las condiciones históricas propias del país, constituyeron un modelo propio, divergente del “pentecostalismo clásico”[1]. Es decir, partir de los hechos conocidos como “Avivamiento Pentecostal”, desde 1909, se articula una nueva experiencia de fe.

 No es la finalidad de esta breve comunicación sentar una mirada histórica al pentecostalismo chileno, habiendo a estas alturas importante (no suficiente) producción sobre él[2], sino más bien generar unas notas reflexivas, que no temen al uso extemporáneo del concepto “plantación de iglesias”. Esto, porque aunque acudo a herramientas historiográficas para el análisis, estoy haciendo una lectura desde el presente y sobre todo desde la misión, con la finalidad de reconocer elementos basales de las tareas eclesiales del pentecostalismo chileno que nos permitan mirar dicha experiencia, con ojo crítico, pero también con la finalidad de aprender. Sí, lo digo con todas sus letras: de aprender. No por nada, el pentecostalismo chileno protagonizó una fuerte extensión del mensaje evangélico, impactando con él a un sector importante de la población, sobre todo en relación a las otras expresiones denominacionales del protestantismo, lo que ha llamado la atención a quienes estudian globalmente la historia del cristianismo en América Latina, como también los fenómenos misioneros[3]. A la luz de las lecturas de los trabajos realizados desde las ciencias sociales, como de algunas de sus publicaciones propias (los órganos oficiales denominacionales), la escucha por años de testimonios de hermanos y hermanas pentecostales, como mi propia vivencia de veinte años en iglesias pentecostales[4], considero que los siguientes elementos son claves en la conformación de una identidad y praxis misiológica en el pentecostalismo chileno:

  1. El profundo asentamiento del pentecostalismo chileno en el mundo popular.

 Uno de los elementos importantes dentro del mundo pentecostal en Chile, fue su desarrollo y crecimiento en los sectores populares de la población. Y, de hecho, el pregón pentecostal, basado en las ideas perfeccionistas del metodismo y del movimiento de santidad, tiene un interesante paralelo contemporáneo, en los inicios de este movimiento, con los discursos respecto a la llamada Cuestión Social, que daban cuenta de las condiciones paupérrimas de dicho sector social en las postrimerías del siglo XIX y principios del siglo XX. Los conventillos y la vida hacinada (pequeñas casas-dormitorio, pareadas, con un patio central donde se llevaba a cabo la vida social y sin alcantarillado), las amplias horas laborales sin descanso dominical, las altas tasas de desocupación, la escasa higiene y el problema del alcoholismo, eran atacados con un discurso que buscaba propiciar la redención o regeneración del pueblo y la construcción de una moral ad hoc para el sujeto renovado. Si uno lee los discursos de Recabarren, fundador del Partido Obrero Socialista y los compara con la predicación de los primeros pentecostales, en lo relacionado a la ética y a la lucha contra la intemperancia, se encontrará con amplias similitudes[5]. Lo que hacía diferente al pentecostalismo, y por ello, una alternativa para el mundo popular, es que se trataba de una “regeneración hacia adentro”, que propiciaba una separación del mundo, constituyendo a la iglesia y la casa en un microespacio de fe y novedad de vida.

 El sujeto pentecostal configuró una nueva y férrea ética del trabajo, siendo sumamente responsables. Es el que paga las deudas y que no genera desórdenes, no roba, no bebe ni fuma, sumándose a ello una estética que les caracteriza: la corbata en los hombres y el pelo largo en las mujeres, sumado a una vestimenta formal (era lo propio en la época para las ocasiones importantes, particularmente aquello que era expresión de fe, usándose la expresión “andar vestido de domingo”). En otras palabras, el pentecostal era un sujeto que se notaba. Era el vecino en que se podía confiar y, sobre todo, el que “ungía”[6] a los hijos cuando estos enfermaban, especialmente, cuando no había solución médica. La predicación con palabra y testimonio hizo que muchas personas accedieran a la fe evangélica.

 Parker y Orellana señalan a este respecto: “La grandeza del pentecostalismo es que fue un fenómeno religioso que no tuvo mentores e iniciadores como Calvino, Lutero o Wesley para que recibieran sus nombres; no nació en seminarios, aulas magnas o escritorios; nació en la calle. El pentecostalismo ha significado la ‘latinoamericanización’, ‘indigenización’, ‘tercermundización’ y/o ‘sureñización’ del protestantismo”[7]. La fe evangélica se encarnó, con el pentecostalismo en el mundo popular. Esto es sumamente importante, porque lo que debiésemos aprender del pentecostalismo no es sólo el alcance que tuvo del mundo popular, sino su ejercicio de contextualización encarnacional.

 Y si bien es cierto, el pentecostalismo pone su mirada en la venida del Señor y está marcado por un dualismo fe/mundo, éste sí respondió a las necesidades del aquí y el ahora. Con todo el respeto que merece una obra precursora como la de Lalive d’Epinay (publicada en 1968), las iglesias pentecostales fueron mucho más que “el refugio de las masas”, caracterizada por la apoliticidad y la escasa participación social. Respeto crítico que vislumbra el “lugar de producción” del autor, donde el concepto “masa” es clave de lectura, pues sobre todo para la generación sesentista la acción política estaba ligada de manera intrínseca a la militancia partidaria. El partido, como eje de la acción colectiva, era entendido como la vanguardia del quehacer político en la sociedad, y quienes siguen pasivamente a candidatos y programas, son masa, que como tal son volubles a los dictámenes de otros. A partir de eso, claramente los pentecostales son masa. ¿Pero qué ocurre si leemos a los pentecostales, convertidos a la fe de Jesús, que sin salir de sus lugares de habitación ni cambiando su condición de clase, como parte del mundo popular, pujaron por predicar el evangelio, llenar Chile con sus iglesias construidas a veces con materiales precarios, ayudaron a tantos otros a salir de la delincuencia, el alcoholismo y, más recientemente, de la drogadicción sin recibir un solo peso del Estado para ello. ¿Puede llamarse a eso “huelga social”? ¿Puede ser esa acción autónoma, responsable y proyectiva, la acción de una “masa”? Alberto Hurtado, en su libro ¿Es Chile un país católico?, problematiza la acción evangelizadora del romanismo chileno comparándolo con los esfuerzos misionales del protestantismo, relevando en numerosos momentos a los pentecostales a quienes trata, por decir lo menos, con distancia como “fervientes”. El sacerdote jesuita dijo: “Una de las causas del éxito de esta campaña en Chile es la falta de cultivo religioso de nuestra masa popular. Son ovejas sin pastor, pero con un fondo profundamente cristiano. Y esos hombres que poco a poco han ido alejándose de la Iglesia, al ver que los protestantes vienen a ellos con el Evangelio en la mano, hablándoles de Cristo, con desinterés, con insistencia, buscándolos en sus hogares, faltos de cultura para ver la diferencia profunda que separa esta predicación de la católica, abrazan muchos el protestantismo, no por alejarse de la Iglesia, sino porque creen acercarse a Cristo”[8]. Y desde este lado de la vereda, puedo decir firmemente, no sólo creyeron acercarse… sino que Cristo se acercó. Además, la hipótesis de que estos grupos “fervientes” desaparecerían, todavía no tiene correlato empírico con la realidad.

  1. El pentecostalismo chileno como fenómeno urbano.

Si bien es cierto, en un recorrido por Chile, probablemente encontremos iglesias pentecostales hasta en los lugares más alejados de la urbe, el pentecostalismo chileno creció al ritmo que las ciudades crecían. Los procesos migratorios campo-ciudad que marcaron la primera mitad del siglo XX, no fueron ajenos de la misión pentecostal. Influidos por la lógica metodista, las iglesias pentecostales crecieron mediante el establecimiento de iglesias centrales, algunas de ellas en los centros urbanos, o muy próximas a él, y el esparcimiento de locales de avanzada en la mayor cantidad de poblaciones y villas. El pastor Hoover, en su relato memorial “Historia del Avivamiento Pentecostal en Chile” publicada entre 1926-1930, en secciones de las Revistas Chile Pentecostal y Fuego de Pentecostés, señala, a 20 años del inicio de la obra pentecostal que “Las tres congregaciones en que comenzó su existencia se han multiplicado hasta que en la actualidad son más de ciento veinte, bajo el cuidado de veinte pastores ordenados y diez sin ordenación, con otros obreros laicos”. Las iglesias centrales eran dirigidas por pastores (presbíteros, diáconos y probando) y los locales de avanzada, o clases, eran presididas por un guía, que era un hermano laico, recurrentemente quien también era (o llegaba a serlo) oficial de una iglesia local. Estos locales de avanzada estaban conformados por miembros de una iglesia central que vivían en la población o villa en la que se levantaba dicho espacio. Era un lugar de encuentro y fortalecimiento de la vida espiritual, donde el protagonismo lo tenían los laicos. Probablemente, uno de los factores que más incidiera en el crecimiento de estos locales fuese que no eran una “invasión foránea”, sino un esfuerzo misionero de gente que vivía en el lugar, experimentando las mismas realidades, lo que incluye no sólo alegrías, sino también sufrimientos. Era una misión que no necesitaba empatizar, pues simplemente vivía codo a codo circunstancias similares. El crecimiento era tal, que de manera paralela al establecimiento de “poblaciones callampa”[9], crecían las “iglesias callampa”, que de la noche a la mañana se levantaban y llenaban el espacio urbano. Un fenómeno similar ocurrió, desde la década de los sesenta en las “tomas de terreno”, ocupaciones ilegales que en algunos casos, de manera posterior, eran formalizadas por el Estado en su lógica benefactora y solidaria[10]. Lo mismo ocurría con las poblaciones levantadas por los esfuerzos gubernamentales con viviendas sociales. No es exagerado decir que, en tanto la ciudad crece, las iglesias pentecostales crecían con ella.

Aquí los pentecostales lograron leer, a mi juicio, muy acertadamente la idiosincrasia chilena. Pues, si bien es cierto, muchas iglesias y locales de avanzada comenzaron a funcionar dentro de casas, muy rápidamente eso derivaba en la construcción de templos, algunos dentro de dichas casas[11] o en lugares comprados, literalmente, “con el sudor de la frente” de hermanos y hermanas, quienes con diezmos, ofrendas y una serie de actividades de financiamiento, y más adelante, mediante créditos hipotecarios, adquirían propiedades y trabajaban en la construcción de templos[12]. Pongo acento en esto, pues la sociedad chilena, en términos muy globales, tiene una pulsión por el orden, por lo estructurado. María Rosaria Stabili habla del “‘pequeño Portales’ que vive dentro de cada chileno”[13]. Los pentecostales entendían que para dar seriedad a la obra y con ello alcanzar al chileno, había que quitar toda huella de improvisación. Para ellos, reunirse en un templo, no sólo facilitaba las actividades cúlticas, sino daba muestras elocuentes de que lo que se estaba haciendo no era sólo obra del fervor, sino que resultado de una racionalidad organizativa. Ahora bien, importaba poco la pequeñez del recinto, o si los materiales de construcción eran ligeros, lo importante era levantar una “casa de oración y una puerta del cielo”. Estos recintos de reunión eran en su mayoría construidos mediante trabajo voluntario, por hermanos de la comunidad, lo que, en algunos casos, implicaba hacer trabajos nocturnos, de manera posterior a la jornada laboral formal. Muchos de esos templos, con el espacio del tiempo debían ser ampliados, o derechamente reedificados para recibir a mayor cantidad de personas.

  1. El pentecostalismo chileno, la relevancia y la educación.

 No se podría entender el éxito del pentecostalismo chileno sin entender que fue relevante por varios años. De hecho, su crisis de hoy dice relación con que, a diferencia de antaño, no está sabiendo leer los signos de los tiempos. Es decir, el traspaso de pentecostales de tercera y demás generaciones a otras denominaciones, entre ellas, de las llamadas “iglesias históricas”, no sólo dice relación con el crecimiento de capital cultural de sus fieles ni sólo con la ausencia de confesionalidad, sino en la carencia de una lectura clara y pertinente del momento actual. Lo que hoy día es tradición inamovible, ayer era una “puesta al día”, el llamado a una sociedad que podía identificarse con la experiencia pentecostal.

El pentecostalismo chileno, a pesar de la escasa formación teológica de sus cuadros pastorales, fomentaba la lectura bíblica. Dentro de la estética pentecostal no hay miembro de iglesia sin su Biblia a mano. Recuerdo con claridad al hermano Marco Dinamarca, ayudante de guía del local de avanzada de la Iglesia Evangélica Pentecostal en la Población Angelmó de San Bernardo, que me envió de vuelta a mi casa “del punto de predicación”, a mis ocho años de edad, porque debía ir a buscar mi Biblia, puesto que “un soldado nunca anda sin su espada”. Incluso, aquél hermano que es analfabeto la porta en su mano, lo que es también una señal al mundo en derredor del cambio de vida. ¡Cuántos de nuestros hermanos aprendieron a leer, inclusive, milagrosamente sólo con la Biblia como libro de texto! La predicación bíblica era sencilla de entender, sin grandes aspavientos. No sólo era vernácula porque hablaba en el idioma del país, sino porque era clara y entendible. Y eso de que fuera hablada en el idioma español era clave, ante la Iglesia Católica que a la sazón hacía sus misas en latín. Hasta el día de hoy puede oírse a los viejos pentecostales, y a otros por imitación de ellos, decir en sus predicaciones al aire libre, cuando se invita a la iglesia decir que “estos medios de gracia son en castellano y al alcance de todo entendimiento”. La versión de la Biblia leída era la Reina Valera 1909 y posteriormente la de 1960, que con toda la crítica que puede recibir de un sector de eruditos, en cuanto a traducción, sólo desde el perfil de “artefacto literario”, es una joya de la literatura española. Su uso y la memorización, fomentada desde la temprana infancia, sin duda enriquecía el vocabulario de los hermanos pentecostales. Ahí, la clase de la Escuela Dominical, con el texto (versículo) que había que memorizar, cumplía, y cumple, un rol fundamental. En una ocasión, un hermano interno en el Centro de Detención Preventiva de Puente Alto, me comentaba que unos periodistas los habían ido a entrevistar, y luego de hablar con ellos, les pedían hablar en jerga carcelaria, en coa, a lo que él respondió, “-cuando Cristo me redimió, también redimió mi lenguaje”.

Un papel similar cumplen los himnos y coritos pentecostales, los que se cantan una y otra vez, que no sólo terminan siendo vehículo de expresión de la espiritualidad, sino que además, son facilitadores y aplicadores de la doctrina pentecostal. Algunos de ellos proceden de la época de los Wesley, de otras expresiones evangélicas, y otros tantos que fueron creados desde la época del avivamiento. En el caso de la Iglesia Metodista Pentecostal, el uso del banjo, instrumento que originariamente se ocupaba en los prostíbulos del campo o de los arrabales urbanos, se transformó en un objeto evangélico por antonomasia, tal y como ocurrió con el pandero. Dicha denominación eclesial adoptó la influencia de las tunas estudiantiles, las tonadas. ¡Cuántas personas llegaron a los recintos de la IMP con la intención de aprender música (tocar guitarra, sobre todo), porque era el único lugar al que podían acceder, y luego permanecieron allí! Es necesario reconocer el aporte realizado por el musicólogo Cristian Guerra al estudio del canto pentecostal, al que no sólo derivo, sino que recomiendo por su rigurosidad metodológica e histórica[14]. Por otro lado, la otra denominación fundacional del pentecostalismo chileno, la Iglesia Evangélica Pentecostal, que canta a capela y sólo en ocasiones acompañada por un armonio u órgano, se caracterizaba por la formación de coros polifónicos. Estos conjuntos, no tenían como finalidad originaria la profesionalización de la música de la iglesia, o el mero espectáculo vocal, sino enseñar a cantar a la congregación. Ese perfil proviene de la influencia de Hoover. Y aquí, nuevamente el aspecto educador, que hace que gente del mundo popular acceda a conocimientos que en la época eran propios de la élite. En la Iglesia Pentecostal Naciente de Puente Alto, en la década de los sesenta, el iniciador del coro polifónico fue el hermano Jorge Madrid, que desempeñaba el oficio de la jardinería en plazas municipales, y que de manera autodidacta aprendió música, llegando a cantar en las cuatro voces, y enseñando a hermanos y hermanas a hacerlo. Testimonios como ese, se repiten una y otra vez en las iglesias pentecostales.

Pero insisto, la relevancia del pentecostalismo radicaba en que traía una palabra esperanzadora para el momento actual de las personas, para la situación de vida de ellas. El pentecostal era un portador de la buena noticia, que contagiaba a otros el amor de Jesucristo. Nuevamente, me permito citar a Alberto Hurtado quien da cuenta de una serie de testimonios: “Otra costumbre de los canutos es hacer oración con cualquier persona que llega a la casa. Antes de las comidas y después dan gracias, con frecuencia postrados en tierra. / La afiliación de la gente de nuestro pueblo al protestantismo, en la mayoría de los casos, suele ser duradera. La mujer de un marino, muy devota de la Santísima Virgen, recogió por lástima en su casa a una pobre mujer. Esta pobre hizo evangélica a su señora y ésta a su marido, por el gusto al Evangelio. Un hombre de mala vida catequizado por los evangélicos, que vive ahora honradamente en una choza cubierta con latas, hace 22 años que se pasó al Evangelio; aprendió a leer con suma dificultad para estar en mejores condiciones de conocer la Palabra de Dios”[15]. El evangelio tiene el poder de cambiar la vida, toda la vida y todas las vidas. Eso un pentecostal chileno lo sabe bien. Y no sólo ellos, sino también, quienes les rodeaban. Nicomedes Guzmán, en su novela La sangre y la esperanza, refiere a un grupo de pentecostales diciendo: “La fe era en sus corazones como una seda nacida de los más tersos capullos o podía ser también como un puño firme desafiando la maldad. -¡Canutos, canutos malditos! – rumoreaba alguien a sus espaldas. -¡Canutos farsantes! / Pero ellos no oían. La lógica de una lucha en que tenían puesto todo su corazón y toda su conciencia los hacía enteros. Cumplían con una función en la vida: luchaban y en su lucha inútil [sic], eran felices”[16]. Un preclaro testimonio del voluntarismo vitalizador del pentecostal chileno, del que hablaremos en el último punto.

  1. Los pentecostales fundaron iglesias nacionales.

 El pentecostalismo chileno se caracteriza por su carácter autóctono. Desde un comienzo se le dio ese cariz, más allá de la influencia del metodismo y de que uno de sus principales líderes, Willis Hoover, fuese estadounidense. Y más allá, de que cruzara las fronteras a otros países de la región e, inclusive, a otros continentes. En cada iglesia pentecostal del mundo, donde se alcen las manos y se den “tres glorias a Dios”, a modo de salva militar de honor, es porque la influencia chilena llegó hasta allí. Este carácter nacional tiene como hitos a la primera comunidad en transformarse en cuerpo autónomo, la 1ª Iglesia Metodista de Santiago, ubicada en calle Jotabeche (que hoy es sede de una de los tres grupos que se llaman Iglesia Metodista Pentecostal); y al primer pastor pentecostal chileno, Víctor Pávez, que presidió la 2ª Iglesia, ubicada en la calle Sargento Aldea (que hoy es una de las sedes de la Iglesia Evangélica Pentecostal). Antes de llamarse Iglesia Metodista Pentecostal, nombre acuñado en la invitación a Hoover para ser superintendente, estas comunidades ocuparon desde 1909 el nombre de Iglesia Metodista Nacional. Esto no sólo era un gesto, sino el marco de un camino que se seguiría de ahí en adelante. No sólo los pastores y guías de clase en su mayoría serían chilenos, sino también los fondos que la solventarían. Fue a partir de la contribución de las familias pentecostales que esta obra avanzó y se autogestionó, sin necesidad de recurrir a los aportes foráneos. De hecho, luego de la muerte de Hoover en 1936, hubo intentos de parte de las Asambleas de Dios de ligar a su conjunto de iglesias a la Iglesia Evangélica Pentecostal, lo cual no prosperó. Se dice que “quien pone la plata, pone la música”, y las iglesias pentecostales chilenas no generaron situaciones que potencialmente las encaminaran a la cooptación. Esto no quiere decir que los aportes foráneos a obras nacionales no sean bienvenidos cuando tienen como mira la extensión del Reino de Dios. Lo que no es bienvenido es el ánimo de dominar y controlar planes y programas, para que las cosas se hagan según modelos implantados por fórceps en nuestras diversas realidades.

Ligado a esto, dentro de las iglesias pentecostales chilenas se dio un fenómeno sumamente interesante. Éstas, con la incapacidad histórica de no poder reformarse sin dividirse, no vieron sus recursos disminuidos aún en circunstancias adversas como la salida de parte importante de contribuyentes, más otras situaciones críticas (discusiones, difamaciones, historias con mitos fundacionales, etcétera). La politóloga Evguenia Fediakova señala en una de sus investigaciones: “Por el contraste con el protestantismo histórico, que al obtener la autonomía administrativa y financiera de las iglesias titulares extranjeras entró en un período de declinación y disminuyó el número de fieles, la independencia y las divisiones no solamente no debilitaron el movimiento pentecostal, sino que fueron factores para su mayor crecimiento y propagación explosiva en todo el país. Sin tener ningún tipo de apoyo de la iglesia extranjera, las iglesias pentecostales demostraron una gran capacidad para la gestión autónoma, utilizando sus propios recursos (diezmos, ofrendas y otros tipos de donaciones) para el mantenimiento y desarrollo de la iglesia y formación de cuadros pastorales”[17]. Contra todo pronóstico, las iglesias formadas mediante procesos de división, también crecían y mantenían su condición de autogestión. El principio por aprender acá no es la división, sino más bien, el hecho de que en la misión el dinero no es lo más importante ni, mucho menos, lo que constituye las tareas de la iglesia. Los pentecostales chilenos han sabido ser iglesia no sólo en “la tierra que fluye leche y miel”, también lo han sido “en el desierto”. La fe en que el Espíritu Santo está en misión, yendo delante de la iglesia, es una verdad que no debe ser monopolio de un grupo eclesial, sino de todo el pueblo de Dios. Eso no fue inventado por los pentecostales, fue asumido por ellos, pero se desprende de la Escritura y en otros momentos de la historia de la iglesia ha sido declarado y vivido por distintos creyentes y comunidades que estuvieron, y están, en misión.

  1. Los pentecostales y su alto sentido del deber y la misión.

 Si hay algo que puede definir con mucha precisión a un pentecostal chileno es el concepto “militante”. Es decir, se trata de un sujeto que vive toda su realidad desde la idea de ser un “hijo del Rey”, un “soldado de Jesucristo”, lo que dota a su práctica de un voluntarismo vitalizador, lo que tiene muchas implicancias. Para el pentecostal, heredero del metodismo y, sobre todo de Wesley, “el mundo es su parroquia”. Todos los lugares son campo de misión y todas las personas son susceptibles de ser evangelizados. Y como todo creyente se ve a sí mismo como un misionero, constantemente comunica su fe y su testimonio de cambio de vida a otros que no son creyentes, ya sea familiares o desconocidos que encuentra en un trámite, en el hospital o en un microbús. Pasar de un adherente de la iglesia a alguien que comunica su fe marca un antes y un después en la praxis religiosa. Es evidente, que el premilenarismo dispensacionalista tan característico en estas comunidades dota de un sentido de urgencia a dicha predicación. Predicar no sólo implica comunicar el mensaje del Reino sino “sacar personas del infierno”. El pentecostal se siente un deudor de aquellos que van sin salvación, parafraseando uno de sus cantos.

Una de las características más importantes de la evangelización pentecostal es su método del “punto de predicación”. Es decir, el encuentro de hermanos en un horario de la tarde en una determinada intersección de calles, aledañas al local de avanzada o de la iglesia central, en la que se comunica a viva voz el evangelio. La predicación siempre es antecedida por un himno ad hoc (“Ven a él, pecador”, tal vez sea el más conocido de ellos), el que es cantado a capela o con instrumentos dependiendo de la denominación. La predicación es sencilla, se comunica la noticia de que Cristo murió y resucitó, teniendo poder para salvar. En la mayoría de las ocasiones va acompañada de un testimonio de conversión o sanidad, además de palabras respecto al fin del mundo, buscando que el oyente tome conciencia de la urgencia de su decisión de fe (nótese el cariz arminiano o wesleyano). Este método dio resultados fructíferos por largo tiempo, teniendo poca efectividad al día de hoy. No es lo mismo el Chile de puertas abiertas, con juegos de niños y conversaciones de adultos en la calle, al Chile postdictatorial del amurallamiento y enrejamiento que es expresión de un cambio en el modo de vivir. La predicación a la calle era un método que decía relación con una realidad que hoy no se ve de manera profusa. Allí hay que decir una palabra para las nuevas generaciones de pentecostales: una de las grandes virtudes del pentecostalismo chileno fue la de saberse movimiento, es decir, cada método y forma, sin alterar el contenido central, debían responder al momento presente; por ende, cuando dichas prácticas de vuelven tradición inmodificable, eso anquilosa a las iglesias. El pentecostalismo impactó al Chile del siglo XX, porque era un movimiento del siglo XX. Si no se hace ese cruce dialógico, el decrecimiento será un desagradable resultado para el pentecostalismo de hoy.

Ahora bien, dicha tarea evangelística no daría resultado alguno, sin el voluntarismo de sus miembros, de lo cual hay muchas pruebas. Dos ejemplos de ello: a) La predicación en las cárceles, al punto que un símbolo de la conversión de los reclusos sea el “ponerse la corbata”, ha sido fruto del esfuerzo pentecostal, lo que ha derivado en la rehabilitación de miles de sujetos que la sociedad veía como desadaptados e, inclusive, como escoria, pero que el pentecostal vio como alguien con “una preciosa alma que salvar”. b) Otro de los elementos, quizá uno de los más coloridos, es la existencia de Cuerpos de Ciclistas. Cuando el movimiento pentecostal emerge, la mayoría de sus miembros carecía de medios de transporte motorizado, por lo cual, la bicicleta era un medio de acercamiento. Organizar a los hermanos con ese medio, los que usan uniforme (como todos los militantes de partidos y agrupaciones políticas de inicios del siglo XX), dotando de una mística de unidad al grupo, fue sustancial de la tarea misional. Estos grupos eran denominados “el brazo largo de la iglesia”, pues podían llegar a lugares que los demás hermanos, caminando, no podían alcanzar. “Y vamos por los campos, también por la ciudad, / por rutas pedregosas con que dificultad, / en los brazos de Cristo, confiando en su poder”[18], es parte del himno del grupo, que estaba grabado a fuego en su identidad misional. El esfuerzo y el cansancio no son nada al lado de la alegría de participar de la misión, cosa que puedo testimoniar desde mi propia experiencia. El miembro de la iglesia, aunque no tenga un cargo de responsabilidad en su comunidad, se esfuerza por igual en la extensión del Reino. Cómo no recordar al hermano Castillo que a sus noventa años lloraba en la puerta de su casa porque ya no podía salir a predicar a la calle, pues ya no tenía las fuerzas suficientes; o al hermano Panchito que cuatro días antes de su fallecimiento, caminaba hacia la Escuela Dominical deteniéndose cada diez metros, porque desfallecía de cansancio y al que, al encontrarlo en el camino, llevé del brazo; o la hermana Carmelita Olmedo que, en sus últimos días, caminaba afirmándose de las rejas y de los postes de luz, para llegar a la casa del Señor; o el hermano Villa, que participó en cuánta construcción de templos pudo en su trayectoria y un día se lamentaba de no haber hecho nada por la obra del Señor. Santos-pecadores que, con una multitud de errores, sembraron la preciosa semilla con lágrimas, para que ellos, junto a otros, con regocijo recogieran el fruto de ella (cf. Salmo 126:5,6).

Otra muestra del alto sentido del deber del pentecostal chileno es la comprensión que tiene del llamado pastoral. Cuando un pentecostal es vocacionado para dicha labor, entiende que su tarea como obrero del evangelio es urgente, por lo que obedece dicho llamado. Y aquí importa poco la distancia y los recursos. Es sabido que muchos pastores pentecostales en los albores del movimiento, y al inicio de su tarea ministerial, aplicaron el ideal barthiano de andar con la Biblia y el diario debajo del brazo; ahora bien, el diario lo ocupaban para taparse en las noches donde el sueño los encontrara, y no para informarse del acontecer cotidiano. Conocí pastores, en estos tiempos, que dejaron sus labores, algunas de ellas bastante productivas, para ir al trabajo pastoral, teniendo escasez de alimentos y de un techo que los cubriera, porque lo importante era extender el Reino de Dios. El primer pastor evangélico que tuve en mi infancia, era un ministro que a lo largo de su carrera ha presidido una veintena de iglesias, por breve tiempo, pues su labor central ha sido trabajar en comunidades dañadas por procesos de división o ante la disciplina de su anterior pastor. Cuando la iglesia estaba sana, emprendía hacia un nuevo destino donde comenzaba una nueva labor. He ahí el ejemplo de la radicalidad de la obediencia que lleva al desarraigo, frente a amigos y bienes temporales. ¿Cuántos pastores fueron en los inicios de su ministerio zapateros, panaderos, albañiles, gasfíteres, maestros chasquilla[19], etcétera, para llevar el pan a su casa? Ahora, entiéndase bien, no estoy idealizando la falta de sostén económico de los nuevos pastores, porque dicha desafección podría conllevar situaciones que nadie quisiera para una familia, y debiese considerarse un error misional. Lo que me importa relevar es el sentido del deber, la obediencia a las autoridades de la iglesia, la comprensión de la necesidad del evangelio y frente a dicha mirada, los recursos económicos no son lo más importante. El evangelio es lo que importa. Y, por otro lado, si los recursos económicos faltaron, no fue por el egoísmo del Obispo o Superintendente, o del Cuerpo de Presbíteros, sino porque, en la mayoría de los casos, no existían. Entonces, ¿dejaremos de predicar porque la situación es adversa? ¿Dejaremos de obedecer al llamado a la misión porque no tenemos financiamiento? ¿Somos cristianos citadinos o entendemos que nuestro peregrinaje se da en el desierto? ¿Cuánto nos demoramos en la tarea de extender el Reino de Dios porque no hay dinero? La fidelidad pentecostal confronta nuestra comodidad. Y es que el llamado no se desobedece, porque Dios es quien lo ejecuta, y es él, quien con fidelidad y abundante misericordia, provee lo necesario. Y cada pentecostal sabe que lo que hace es por obra del poder del Espíritu Santo, quien capacita con dones al servicio de la iglesia, quien llena de su plenitud, quien santifica, quien garantiza la victoria en la misión más allá de las estadísticas y la mercadotecnia aterrizada en iglecrecimiento. Por eso, es que cuando hablan, al final de cada oportunidad tras un púlpito, ya sea para predicar o testimoniar, digan tradicionalmente: “Para Dios toda la honra y la gloria, y para mí su misericordia”.

Juan A. Mackay decía a mediados de la década de los sesenta del siglo pasado: “Los pentecostales tenían algo que ofrecer, algo que hizo vibrar a gente aletargada por la monotonía y desesperanza de su existencia. Millones respondieron al evangelio. Su vida fue transformada, se les amplió el horizonte; la vida cobró un significado dinámico. La realidad de Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo –que previamente no habían sido sino términos sentimentales ligados al ritual y al folclore- cobraron un nuevo significado, llegaron a ser medios por los cuales se comunicaba la luz, fortaleza y esperanza al espíritu humano. La gente se transformó en personas, con un propósito para vivir”[20]. La cita de Mackay, con la que cierro estas palabras, reclama dos herencias: la herencia de mi pasado pentecostal y la de mi presente presbiteriano. Actuaría deshonrando a Dios si no leyera mi historia desde la clave de la providencia, siendo un malagradecido de todo lo que aprendí y vi de fieles hombres y mujeres que sirvieron, y sirven, hasta el fin a su Rey y Señor. Mucho se ha escrito sobre los errores y los abusos del pentecostalismo, cuestión justa y necesaria. Pero también, es justo y necesario, relevar la pasión por Jesucristo en la plantación de iglesias, por parte de estos hermanos, siervos de Dios. Fueron los pentecostales quienes llenaron Chile con la locura de la predicación y, frente a eso, no sólo debemos guardar silencio reflexivo, sino también aprender para ponernos manos a la obra, sobre todo, respecto a los cinco puntos enunciados. Así como dice uno de los himnos que tantas veces resonó por las calles de este país: “¡Trabajad, trabajad! somos siervos de Dios; / seguiremos la senda que el Maestro trazó. / Renovando las fuerzas con bienes que da. / El deber que nos toca cumplido será”[21].


[1] Para conocer el pentecostalismo clásico desde su perfil doctrinal, véase Myer Pearlman. Teología Bíblica y Sistemática. Miami, Editorial Vida, 1992. Particularmente su capítulo 10, sobre el Espíritu Santo, teniendo allí, de primera mano, uno de los textos que más ha influenciado a la formación de una pneumatología pentecostal (pp. 203-250). Si bien es cierto, la experiencia carismática del pentecostalismo chileno difiere de lo señalado por Pearlman (por ejemplo, en el bautismo del Espíritu y su “señal única” de hablar en otras lenguas), a partir del ingreso del misionero Pablo Hoff y la creación del Instituto Bíblico Pentecostal en 1979, este libro se transformó en uno de los más importantes manuales de formación de ministros pentecostales en el país. Desde un perfil doctrinal e histórico, véase: Frederick Dale Bruner. Teología do Espírito Santo. A esperiência pentecostal e o testemunho do Novo Testamento. Sâo Paulo, Editora Cultura Cristâ, 2012; y Kittim Silva. La experiencia pentecostal. El despertar que sacudió a la iglesia. Miami, Editorial Carisma, 1996.

[2] Para asentar un panorama lo más completo posible de la experiencia histórica del pentecostalismo chileno véase: Angélica Barrios. “Canuto: un pasado presente a través del concepto. Antecedentes históricos del pentecostalismo en la vida de Juan Canut de Bon Gil”. En: Daniel Chiquete (coordinador). Voces del Pentecostalismo Latinoamericano II. Historia, teología, identidad. Concepción, Red Latinoamericana de Estudios Pentecostales, 2009, pp. 27-44; Matthew Bothner. “El soplo del Espíritu: Perspectivas sobre el movimiento pentecostal en Chile”. En: Estudios Públicos, Nº 55, invierno de 1994, pp. 261-296; Claudio Colombo. Aproximaciones al origen y naturaleza del pentecostalismo en Chile. En: http://www.prolades.com/cra/regions/sam/chi/Colombo_pentecostalismo.pdf (Consulta: julio de 2014). Manuel Díaz. Las sorpresas del movimiento pentecostal chileno. En: http://sites.netlook.cl/sendas/wp-content/uploads/sites/8/2012/12/las_sorpresas_del_avivamiento_pentecostal-_manuel-diaz.pdf (Consulta: julio de 2014); Cristian Guerra. La música en el movimiento Pentecostal de Chile (1909-1936): El aporte de Willis Collins Hoover y de Genaro Ríos Campos. En: http://sites.netlook.cl/sendas/wp-content/uploads/sites/8/2012/12/investigacion_musica_pentecostal.pdf (Consulta: julio de 2014); Cristian Guerra. “Tiempo, relato y canto en la comunidad pentecostal”. En: Revista Cultura y Religión. Vol. III, Nº 2, 2009, pp. 127-144; Christian Lalive d’Epinay. El refugio de las masas. Estudio sociológico del protestantismo en Chile. Santiago, Centro Evangélico de Estudios Pentecostales e Instituto de Estudios Avanzados, 2009, pp. 39-109; Willis Hoover. Historia del avivamiento pentecostal en Chile. Concepción, Centro Evangélico de Estudios Pentecostales, 2008; Martin Lindhardt. “El fin se acerca. Historia y escatología en el pentecostalismo ‘tradicional’ chileno”. En: Revista Cultura y Religión. Vol. VIII, Nº 1, enero-junio de 2014, pp. 242-261; Martin Lindhardt. “Poder, género y cambio cultural en el pentecostalismo chileno”. En: Revista Cultura y Religión. Vol. III, Nº 2, 2009, pp. 94-112; Miguel A. Mansilla. “De la disidencia a la sumisión. La rebeldía como principio pentecostal y los rudimentos de la pentecosfobia en Chile”. En: Cuadernos Judaicos. Nº 27, diciembre de 2010; Miguel A. Mansilla. La cruz y la esperanza. La cultura del pentecostalismo chileno en la primera mitad del siglo XX. Santiago, Editorial de la Universidad Bolivariana, 2009, pp. 11-28; Miguel A. Mansilla. “Morir… dormir… vivir… ¿Cuál es la diferencia? Las actitudes de la muerte en el pentecostalismo chileno (1909-1936). En: Revista Cultura y Religión. Vol. II., Nº 3, 2008, pp. 114-127; Miguel A. Mansilla. “Pentecostalismo y Ciencias Sociales. Reflexión en torno a las investigaciones del pentecostalismo chileno”. En: Revista Cultura y Religión. Vol. III, Nº 2, 2009, pp. 21-42; Nelson Marín. “La representación social del Diablo en el Pentecostalismo: Un estudio de caso en Santiago de Chile”. En: Revista Cultura y Religión. Vol. IV, Nº 2, octubre de 2010, pp. 225-240; Rodrigo Moulian. “Somatosemiosis e identidad carismática pentecostal”. En: Revista Cultura y Religión. Vol. III, Nº 2, 2009, pp. 188-198; Luis Orellana. El fuego y la nieve. Historia del Movimiento Pentecostal en Chile, 1909-1932. Tomo 1. Concepción. Centro Evangélico de Estudios Pentecostales, 2006, pp. 45-79, 103-155; David Oviedo. “Modernidad y tradición en el pentecostalismo latinoamericano. Alcances socio-políticos en el Chile actual”. En: Historia Actual Online. Nº 11, Otoño 2006, pp. 21-31; Manuel Ossa. “Trabajo y religión en el pentecostalismo”. Mella, Orlando y Frías, Patricio (Editores). Religiosidad popular, trabajo y comunidades de base. Santiago, Primus Ediciones, 1991, pp. 45-72; José Peña. Análisis teológico sobre el Avivamiento Pentecostal en Chile. En: http://www.corporacionsendas.cl/descargas/01-Avivamiento%20Pentecostal,%20analisis%20teol%F3gico%20(Jos%E9%20Pe%F1a).pdf (Consulta: julio de 2014); e Ignacio Vergara. El protestantismo en Chile. Santiago, Editorial del Pacífico, 1965. Capítulo tercero “La tercera Reforma”, pp. 109-128.

[3] Por ejemplo, Rodolfo Blank. Teología y misión en América Latina. St. Louis, Concordia Publishing House, 1996, pp. 200-223; H. Fernando Bullón. Historia de la iglesia y responsabilidad social. Buenos Aires, Ediciones Kairós, 2008, pp. 194-203; Pablo Deiros. Historia del cristianismo en América Latina. Buenos Aires, Fraternidad Teológica Latinoamericana, 1992, pp. 751-755, 795-800; Samuel Escobar. Cómo comprender la misión. Buenos Aires, Certeza Unida, 2007. Capítulo 7: “”El Espíritu Santo y la misión cristiana”, pp. 147-166; Ondina González y Justo González. Historia del Cristianismo en América Latina. Buenos Aires, Ediciones Kairós, 2012, pp. 373-386; José Míguez Bonino. Rostros del protestantismo latinoamericano. Buenos Aires, Nueva Creación, 1995. “El rostro pentecostal del protestantismo latinoamericano”, pp. 57-79; y Ruth Tucker, Ruth. Hasta lo último de la tierra. Historia biográfica de la obra misionera. Miami, Editorial Vida, 1994. Capítulo 12, “El surgimiento del pentecostalismo: ‘Una expansión espectacular’”, pp. 369-372, 379-383.

[4] De los 7 a los 12 años asistí a la Iglesia Evangélica Pentecostal en San Bernardo y de los 12 a los 27 años a la Iglesia Pentecostal Naciente, una denominación originada por una división de la IEP en 1966, en Puente Alto. En ella fui miembro en plena comunión y trabajé en los grupos juveniles a nivel local y denominacional.

[5] Véase respecto a la Cuestión Social: Sergio Grez. De la “regeneración del pueblo” a la huelga general: génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890). Santiago, RIL Editores, 2007; y Julio Pinto y Verónica Valdivia. ¿Revolución proletaria o querida chusma? Socialismo y Alessandrismo en la pugna por la politización pampina (1911-1932). Santiago, LOM Ediciones, 2001. Sobre Recabarren, véase: Jaime Massardo. La formación del imaginario político de Luis Emilio Recabarren. Contribución al estudio crítico de las clases subalternas de la sociedad chilena. Santiago, LOM Ediciones, 2008; y Julio Pinto. Luis Emilio Recabarren: una biografía histórica. Santiago, LOM Ediciones, 2013.

[6] No se refiere a “untar con aceite” (aunque no lo excluye en casos extremos), sino a una oración por los enfermos con imposición de manos en la que se declaraba por fe la sanidad.

[7] Cristian Parker y Luis Orellana. “Presentación”. Lalive d’Epinay. El refugio de las masas…, Op. Cit., p. 8.

[8] Alberto Hurtado. Es Chile un país Católico. Santiago, Cámara Chilena de la Construcción, Pontificia Universidad Católica y Dirección de Bibliotecas Archivos y Museos, 2009, pp. 56, 57. Recomiendo leer el capítulo “La campaña protestante en Chile”, pp. 55-67.

[9] Las “Poblaciones Callampa”, eran un conjunto de viviendas en la periferia de la ciudad, levantadas en lo que originalmente eran sitios eriazos y/o desocupados, caracterizada por su desorganización (no hay planificación arquitectónica) y lo liviano de los materiales de construcción, que hacía que rápidamente las viviendas estuvieran formadas (por eso, la alusión a las callampas –hongos-). Tienen su símil con las favelas en Brasil, las villas miseria en Argentina, los cantegril en Uruguay y los pueblos jóvenes en Perú.

[10] Sobre el fenómeno poblacional, véase: Mario Garcés. Tomando su sitio. El movimiento de pobladores de Santiago, 1957-1970. Santiago, LOM Ediciones, 2002. También debe revisarse: Gabriel Salazar. Movimientos Sociales en Chile. Trayectoria histórica y proyección política. Santiago, Uqbar Editores, 2012, pp. 169-226; y Leopoldo Benavides et al. Campamentos y poblaciones de las comunas del Gran Santiago (2ª Edición). Documento de trabajo, Programa FLACSO-Santiago de Chile, Nº 192, Septiembre de 1983.

[11] En algunas ocasiones, no está de más decirlo, esto trajo problemas con los títulos de propiedad, sobre todo cuando familiares reclamaban sus derechos de herencia.

[12] Se ocupa el concepto no en la manera bíblica, sino como es usado de manera común en el mundo pentecostal chileno, y también en otras denominaciones evangélicas latinoamericanas.

[13] María Rosaria Stabili. “Mirando las cosas al revés: Algunas reflexiones a propósito del período parlamentario”. En: Luis Ortega (Editor). La guerra Civil de 1891. 100 años hoy. Santiago, Universidad de Santiago de Chile, 1991, p. 165.

[14] Cristian Guerra. La música en el movimiento Pentecostal de Chile (1909-1936): El aporte de Willis Collins Hoover y de Genaro Ríos Campos. En: http://sites.netlook.cl/sendas/wp-content/uploads/sites/8/2012/12/investigacion_musica_pentecostal.pdf (Consulta: julio de 2014); y Cristian Guerra. “Tiempo, relato y canto en la comunidad pentecostal”. En: Revista Cultura y Religión. Vol. III, Nº 2, 2009, pp. 127-144.

[15] Hurtado. Op. Cit., pp. 58, 59.

[16] Nicomedes Guzmán. La sangre y la esperanza. Lo Hermida, Ediciones Periplos & Peripecias, 2015, p. 48.

[17] Evguenia Fediakova. Evangélicos, política y sociedad en Chile: Dejando “el refugio de las masas” 1990-2010. Concepción y Santiago, Centro Evangélico de Estudios Pentecostales e Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, 2013, pp. 21, 22

[18] Himnario Pentecostal, Nº 180. Sigo la edición hecha por la Iglesia Pentecostal Naciente.

[19] Un maestro chasquilla es un trabajador informal que hace múltiples labores y arreglos, las que aprendió como autodidactas.

[20] Juan A. Mackay. “Latin America and Revolution – II: ‘The New Mood in the Churches’”: En The Christian Century, 24 de noviembre de 1965, p. 1439. Citado por Míguez Bonino. Rostros del protestantismo…, Op. Cit., p. 58.

[21] Himnario Pentecostal, Nº 116.

Deja un comentario