En casa del publicano.

Publicado originalmente Metanoia.

Una de las cosas que más me ha llamado la atención en este último tiempo, respecto de la reaparición en la escena pública de cristianos evangélicos en Chile, con la intención de plantear ideas, algunas de ellas, en cierto sentido, transversales, tiene relación con la falta de atención en la forma en la que nos relacionamos con quienes no son creyentes cristianos como nosotros. En ese andar reflexivo, y ayudado por los jóvenes de la 7ª Iglesia Presbiteriana de Santiago que me invitaron a conversar sobre este asunto a partir de esta pregunta, a quienes agradezco su gran deferencia y, por supuesto, libero de responsabilidad de lo dicho acá, es que me he propuesto plantear algunas ideas. En primer lugar, quiero ir a la historia relatada en el evangelio de Lucas que nos presenta la relación que Jesús llega a tener con Zaqueo. El evangelio dice:

“Jesús entró en Jericó, y comenzó a cruzar la ciudad. Mientras caminaba, un hombre rico llamado Zaqueo, que era jefe de los cobradores de impuestos, trataba de ver quién era Jesús, pero por causa de la multitud no podía hacerlo, pues era de baja estatura. Pero rápidamente se adelantó y, para verlo, se trepó a un árbol, pues Jesús iba a pasar por allí. Cuando Jesús llegó a ese lugar, levantó la vista y le dijo: ‘Zaqueo, apúrate y baja de allí, porque hoy tengo que pasar la noche en tu casa’. Zaqueo bajó de prisa, y con mucho gusto recibió a Jesús. Todos, al ver esto, murmuraban, pues decían que Jesús había entrado en la casa de un pecador. Pero Zaqueo se puso de pie y le dijo al Señor: ‘Señor, voy a dar ahora mismo la mitad de mis bienes a los pobres. Y si en algo he defraudado a alguien, le devolveré cuatro veces más lo defraudado’. Jesús le dijo: ‘Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues este hombre también es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido’” (Lucas 19:1-10, RVC).

La historia nos muestra a un sujeto llamado Zaqueo, cuyo nombre muy bonito (significaba “puro”, “justo”, o inclusive, “Dios se acordó”), no le representaba socialmente. Zaqueo era jefe de los cobradores de impuestos. Éstos tenían una muy mala reputación social, pues eran símbolo de la explotación imperial que recaía sobre sus coterráneos, por medio del cobro de impuestos que enriquecían las arcas romanas, lo que les constituía en enemigos de Israel. No sólo eso marcaba su reputación, sino el hecho sabido: muchos de los publicanos eran ladrones, cobrando más del impuesto asignado, lo que les permitía obtener un oneroso rédito. Rápidamente estos hombres ascendían socialmente, obtenían lujos que otros no podían alcanzar en su vida, pero un dejo de vacío les terminaba consumiendo. Los cobradores de impuestos vivían a las afueras de la ciudad, alejados de las personas. Nadie quería estar cerca de ellos, ni mucho menos, entrar en sus casas. Ningún padre de familia respetable y celoso de la ley del Señor habría permitido que una hija suya se hubiese casado con un cobrador de impuestos, por ende, la única relación posible (no legítima) con el sexo opuesto se efectuaba con prostitutas. Teniéndolo (aparentemente) todo, eran parias de la sociedad. Esta situación estaba exacerbada en Zaqueo, pues era jefe de los cobradores de impuestos de Jericó. O sea, en su ciudad, Zaqueo era el símbolo por excelencia de la corrupción, opresión e inmoralidad.

El jefe de los publicanos, en la cima de su profesión, pero con una necesidad que nada ni nadie podía llenar, por alguna circunstancia que no aparece en el texto conoce a Jesús. Lo que sí aparece con claridad, es que anhelaba profundamente conocerle. La regeneración operada en su corazón por el Espíritu Santo (¡calvinismo a la vena!), le hace no tener en cuenta su dignidad ni lo que dirían acerca de él. Sin miedo al ridículo, se sube a un árbol para ver a Jesús.

Uno tendería a pensar, a la luz del relato, que el protagonista central de esta historia es Zaqueo, cosa que surge de una mirada rápida. Y no es así. Él no es el protagonista central, porque ese papel recae en Jesús, como en todo el evangelio (y como debiese ser en todos nuestros planes y programas). Es Jesús quien busca a Zaqueo, se acerca y le habla. Es Jesús, en una prerrogativa que los reyes tenían, quien no siendo solicitado actúa invitándose a la casa de quien sólo puede ser un súbdito. Y aquí hay otra muestra de la regeneración: el texto señala que Zaqueo bajó de prisa del árbol y con gusto desplegó los preparativos para recibir a Jesús en su hogar. ¡La gracia es irresistible! Jesús, el protagonista de esta historia, actúa escandalosamente. Es probable, que los papás y las mamás judíos hayan tenido algún dicho similar al “dime con quién andas y te diré quién eres”, que escuchamos repetidamente en nuestros hogares. A Jesús eso poco le importa. Él tiene muestras de compasión y acercamiento con pobres, mujeres, samaritanos, leprosos, endemoniados y, por supuesto, con publicanos. Los toca, conversa con ellos, hasta comparte la mesa y, desde luego, sana las heridas del corazón, transformándoles como sólo él sabe hacerlo. Jesús hace lo que ningún judío respetable y preocupado por su alta reputación habría hecho: entra en la casa de Zaqueo a comer con él. Hay un acto de compasión por el pecador que muestra el amor que, al decir de Pablo, supera con creces nuestro entendimiento.

Aquí ocurre algo muy interesante: sin que Jesús dijera una sola palabra respecto de la baja condición moral de Zaqueo, sin exhortarle a cambiar, éste, por la obra del Espíritu, traducida en frutos de arrepentimiento, se compromete a restaurar el daño causado por él a sus conciudadanos, devolviéndoles, tal y como expresaba la ley del Señor (Éxodo 22:1), cuatro veces lo que había tomado de ellos injustamente. Pero Zaqueo, en “el primer amor” de la conversión, se compromete más allá de lo que la ley establecía, cuando señala que dará la mitad de sus bienes a los pobres. La misericordia de Zaqueo, que refleja que su corazón de piedra fue transformado en uno de carne, se palpa en su mirada respecto de las riquezas y cómo éstas pueden ser utilizadas principalmente en beneficio de los demás, porque “Dar algo al pobre es dárselo al Señor; el Señor sabe pagar el bien que se hace” (Proverbios 19:17, RVC). Luego de esto, Jesús alza su voz por primera vez en aquella casa para señalar que este publicano despreciado había sido salvado (¡sola gracia!, protestantismo a la vena), siendo reposicionado en la familia del pacto como un hijo de Abrahán. Jesús releva, también, algo sobre su identidad: el es quien viene a buscar y salvar a los perdidos. Y eso es tan radical en la vida y misión de Jesus, que él estaba en Jericó de paso, camino hacia Jerusalén, para experimentar el doloroso sufrimiento en la cruz por nuestra redención.

Si creemos y confesamos que la Biblia contiene todo lo necesario para nuestra salvación, y no hay nada que falte en ella, debiésemos tener presente que las palabras dichas por Jesús refieran a la salvación de los perdidos y no sean un mensaje centrado en la moralidad individual. Por lo mismo, quisiera invitarte a hacerte la siguiente imagen mental: ¿a quién, por ningún motivo, le predicarías el evangelio de Jesucristo? ¿La tienes ya en tu cabeza? Cumpliendo éste paso, es necesario que te preguntes si de verdad crees en la salvación por pura gracia. ¿De verdad estás dispuesto a dejar tus prejuicios dominantes y la comodidad de no acercarte a personas diferentes a ti por amor a Cristo y su misión?

¿Cómo miramos a los no creyentes? Nosotros tendemos a mirar a las personas, creyentes o no, sobre todo en los primeros acercamientos, a partir de la diferencia. Y si bien es cierto, es un punto focal legítimo, porque tendemos a aprender de manera significativa por comparaciones, no es la única forma que tenemos de mirar. De hecho, los creyentes tenemos un filtro para mirar a los demás llamado evangelio. El evangelio nos hace ver en los otros a “ovejas sin pastor”, carentes de cuidado, necesitadas de alimento genuino (¡la Palabra de Dios!) y como potenciales receptores de nuestro amor. Pero nuestra tendencia, pecaminosa por lo demás, consiste en ver a los demás como candidatos al infierno o, derechamente, como enemigos. La gracia se diluye en nuestras concepciones mentales cuando vemos a las personas de esa manera. Y aquí es necesario decir lo siguiente: si el cristianismo no bota las barreras étnicas, nacionales, culturales, políticas, entre hombres y mujeres, y de clases sociales, es porque en algo nos estamos adaptando a la individuación del sistema imperante. Podemos llamar de manera bíblica y consistente, que cualquier cosa que se transforme en una barrera a la proclamación del evangelio es un ídolo monstruoso, pues “cuando se sirve a Cristo, ya no hay más rotos ni realeza”, al decir hip-hopero de Elemento en su “Presuntos enemigos”.

Es aquí, entonces, donde la cosmovisión cristiana y la misión de Dios se funden en un solo plano, puesto que el cristianismo no es ascético ni intramuros, sino que se expresa en el mundo de manera concreta y vital como sal y luz. Ninguno de nosotros está llamado a formar ghettos de gente virtuosa en la iglesia y la familia, ni a la construcción de fortalezas de censura que nos impiden ver el fruto de la gracia común que se manifiesta en la ciencia, la técnica, el arte. Tal y como la invitación de Jeremías a los exiliados en Babilonia (Jeremías 29:4-7), somos llamados a apuntar al bienestar de la ciudad mediante el trabajo (mandato cultural), la construcción de familias y posteridad (mandato social) y por la búsqueda del bienestar común. Todo esto, porque de dicha acción depende nuestro propio bienestar. La postura del profeta no es reaccionaria, sino profundamente activa. Shalom no sólo es paz, es justicia social, vida abundante, armonía. Y es más, es sumamente contracultural para los receptores originales, pues lo que el profeta les pide a los exiliados en la ciudad símbolo del pecado y la corrupción, Babilonia, es que colaboren en la propagación del Shalom de Dios en un espacio abiertamente pagano.

Entonces, tenemos desafíos por delante:

  1. A la hora de dialogar con otros, tenemos el deber de reconocer no sólo aquello que atenta contra las verdades eternas de la Palabra de Dios, cosa muy necesaria y justa por lo demás, sino también, reconocer la belleza y verdad que por algunos instantes ciertos no creyentes pueden producir. El problema nunca está en leer, ver o escuchar, sino que siempre está en no pensar y en no abrirse a la posibilidad de dialogar. La correcta contextualización del evangelio en los lugares donde vivimos y trabajamos se da en el reconocimiento de aquello que podemos asumir como propio, transformar por medio del trabajo redentivo y, ciertamente, aquello que debemos rechazar radicalmente como pecaminoso. Pero para eso, lo primero que hay que hacer es conocer y no crear búrbujas que cuando se rompen dejan muchos estragos.
  1. Seamos amigos de las personas. Timothy Keller en su libro “Iglesia centrada” utiliza el concepto de integridad relacional, la que se da en la cotidianidad en el hecho de que nosotros somos iguales que nuestros vecinos y amigos, y a la vez, profundamente diferentes en el plano ético sustentado en la Escritura. Esto requiere de vitalidad y trabajo, porque invita a salir del ensimismamiento individualista de nuestra generación, para pasar a la aventura del conocer y amar a quien es diferente a mí. Ese amor que ha marcado el ejercicio de la hospitalidad cristiana por siglos, no puede ser desdeñado en el presente por nuestra omisión. Una base poderosa para la predicación del evangelio, a lo largo de la historia cristiana, ha sido el amor desplegado por los creyentes. Y no es que la salvación que Dios realiza en las personas dependa de nuestras acciones, sino que éstas son ocupadas por él para propiciar oportunidades para compartir el evangelio e invitar a tu comunidad a quienes son tus amigos. Tú cumple el mandato de predicar dicho mensaje, sin importar cuántas veces lo hagas, aunque no den los resultados que esperas. Y, ¡por favor!, no dejes a tus amigos porque no se convierten. La amistad no es un medio maquiavélico que se desecha cuando alguien no es salvo. Es terrible el dolor de personas que muy posteriormente han experimentado la conversión, y se han visto usadas por amigos que les desecharon, simplemente, por no no lograr lo que ellos esperaban. El amor verdadero de relaciones significativas es un puente para la proclamación del evangelio, no un medio infalible ni tampoco uno desechable. El discipulado se da en el marco del amor y la verdad.

Nunca debiésemos olvidar cuando nos relacionamos con no creyentes, que la única posibilidad de coherencia se alcanza abrazando una sólida cosmovisión cristiana. Pero previamente a eso, uno debe ser abrazado por el Padre. Zaqueo no podía por sí mismo cumplir la ley e ir más allá de ella. Necesitó del abrazo del Padre dado en Jesucristo. ¡Sí!, es sumamente importante decir la verdad que emerge de la Biblia como una lámpara constantemente encendida. Pero eso, nunca es un obstáculo para amar. Pues, si Cristo te miró con amor a ti, depravado totalmente (yo, el primero de esos), ¿por qué no puedes mirar a otros con amor? ¿Por qué te molesta tanto, entonces, que otros no puedan con ellos mismos? ¿Acaso tú puedes contigo mismo, para que en una actitud moralista te atrevas a desechar a quienes no alcanzan tus estándares de vida, inalcanzables para ti también? Necesitamos arrepentirnos y volver al evangelio. Al evangelio anunciado por Jesús en Jericó, en la casa de Zaqueo el jefe de los cobradores de impuestos.

Luis Pino Moyano.

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