Cristianismo y política. Declaración de convicciones bíblicas.

“En la mesa no se habla de religión, política y fútbol”, es uno de los lugares comunes más instalados en nuestra sociedad, y sobre todo en los contextos familiares, bajo la lógica de que es “el tabú el que permite la convivencia”. En otras palabras, el silencio de temas es lo que podría hacer preservar nuestra unidad. Desde marzo de 2016 nosotros tenemos un programa radial titulado “Religión, Política y Fútbol”, porque creemos que bajo una cosmovisión cristiana, asentada en la Escritura como única y suficiente regla de fe y de conducta, podemos hablar de todos los temas. Además, lo hacemos porque creemos que nuestra unidad no se sustenta en el tabú ni en el ser una “comunidad homogénea”, sino que en algo que sobrepasa cualquier lógica humana, a saber, el sacrificio de Jesucristo en la cruz, mediante el cual, el Dios vivo y verdadero, puede “reconciliar consigo todas las cosas” (Colosenses 1:20).

Acercarnos a la política trae consigo, en muchas ocasiones, dilemas que se deben afrontar desde la fe en Jesucristo. No estamos exentos de discusiones, pero si somos hermanos, nada de eso tiene el poder de constituirse en barrera para el encuentro de quienes se saben lavados por la sangre de Cristo. Y si el tema político se constituye en barrera para el encuentro con tu hermano, es porque eso se ha transformado en un ídolo que no te deja mirar a la cruz que derribó toda barrera de separación en el encuentro con Dios y el prójimo (Gálatas 3:26-29). Nuestra hermandad se basa en Cristo, no en un voto.

Y es aquí donde compartimos lo dicho por Juan Stam respecto de Apocalipsis, pero que a mi gusto, puede aplicarse a toda lectura de la Biblia: resulta tan ignominioso y contraproducente para el texto sagrado politizar aquello que no tiene esa finalidad, como despolitizar los textos que explícitamente hablan desde el tema. Las teologías políticas, europeas o latinoamericanas, que sólo propenden al activismo social, limitan la Misión de Dios dejando de enfatizar en la proclamación del evangelio, tal y como el evangelicalismo norteamericano con un discurso aparentemente apolítico (como si tal cosa existiera), derivó en un ensimismamiento que se complace en la experiencia religiosa sin poner atención en el prójimo, y por ende, en la misión. Es falsa dicotomía disociar la proclamación del evangelio de la práctica de la justicia (Santiago 2:14-17).

Es por esto que para colaborar desde el servicio de la Palabra a su entendimiento de la política desde un perfil cosmovisional y bíblico, es que me permito compartir con usted los siguientes principios bíblicos, junto con algunas aplicaciones prácticas:

Dios es soberano por sobre todo, pues como dice el salmista: “del Señor es la tierra y su plenitud” (Salmo 24:1). El señorío de Jesucristo es de carácter universal, y nada escapa de su dominio (Colosenses 1:15-20). Esa es la base de lo que Pablo señaló respecto de la autoridad del magistrado civil cuando dijo que “Toda autoridad ha sido puesta por Dios” (Romanos 13:1). Vale la pena recordar que quien gobernaba en ese momento el Imperio Romano era nada más y nada menos que Nerón.

Si nosotros seguimos la lectura de Romanos 13:1-7, podríamos vislumbrar que la soberanía de Dios que también se manifiesta en la historia al colocar autoridades, no excluye jamás la responsabilidad humana. La autoridad debe ejercer su labor en justicia, protegiendo al inocente y sancionando el delito. Y los demás ciudadanos tenemos el deber de obedecer activamente, pues nuestra obediencia total es a Dios, siendo las demás relativas y derivadas de esa sumisión al Señor. Nosotros tenemos la posibilidad de practicar la “desobediencia civil”, o de manera más reformada, obedecer radicalmente a Dios,  cuando se busca explícitamente mandatar aquello que la Biblia niega (Hechos 4:19,20). A su vez, el texto paulino habla de una deuda de honor e impuestos según corresponda. Esto nos libra de la “estadofobia” y de la “estadolatría”, toda vez que el estado debe ser mirado en su justa medida: como un instrumento que trabaja para el bienestar de la sociedad, salvaguardando derechos y regulando la actividad de los sujetos conforme al cuerpo legal.

Debemos preocuparnos de manera activa de nuestro prójimo, poniendo especial énfasis por los desamparados de la humanidad, que en lenguaje bíblico aparecen como “pobres, huérfanos, viudas, extranjeros” (Salmo 146:7-9) y como los “pequeñitos” de Dios (Mateo 25:34-40). No debemos olvidar que principalmente el pecado de Sodoma fue el ensimismamiento que derivó en “soberbia, gula, apatía, e indiferencia hacia el pobre y el indigente” (Ezequiel 16:49). La base de la práctica de la justicia para nosotros los cristianos está en la acción de Dios que no sólo es trascendente, absolutamente otro, sino que también es Señor que reina con sus manos sosteniendo providentemente la historia. Por eso los actos de misericordia en la Biblia son siempre actos de justicia, y dicha justicia es adoración espiritual genuina (Isaías 58:6-10).

De hecho, la Biblia une aquello que las posiciones dualistas separan: la justicia social y la moral sexual. Veamos lo dicho por el profeta Amós: “Así dice el Señor: Los delitos de Israel han llegado a su colmo; por tanto, no revocaré su castigo: Venden al justo por monedas, y al necesitado, por un par de sandalias. Pisotean la cabeza de los desvalidos como si fuera el polvo de la tierra, y pervierten el camino de los pobres. Padre e hijo se acuestan con la misma mujer, profanando así mi santo nombre” (2:6,7). No pasas a ser un marxista cuando trabajas por un mayor ejercicio de la justicia en la sociedad, como tampoco pasas a ser un derechista por defender la moral respecto de la sexualidad. Es allí donde cabe hacerse una pregunta: “-¿mi reacción de molestia contra mi hermano surge genuinamente del evangelio, o del ídolo o interés albergado en mi corazón, tapado por un manto de aparente cristianismo?”. Quiero decirte algo: nadie puede servir a dos señores. Siempre terminamos doblegándonos a uno por sobre el otro (Mateo 6:24), y eso es una ofensa a Dios de la que debemos arrepentirnos.

Desprendido de lo anterior, debemos decir que no existe en Chile un candidato que represente de manera integral los principios del Reino de Dios, por ende, no existe el candidato del pueblo de Dios. Previo a la elección, debes juzgar y ponderar los principios y programas de los candidatos, y decidir personalmente y a conciencia qué cosas privilegiarás a la hora de tu elección, de tal manera que cuando vayas a la urna secreta no te dejes llevar, simplemente, por un rostro que produce simpatía o por una performance elocuente, que sólo es fruto de un efecto publicitario. El día de las elecciones asiste a votar, no te restes de dicho proceso, sé responsable de lo que ocurre en tu país y ciudad. Y si estás descontento con el sistema político, anda y manifiesta ese descontento en tu votación, cosa de que en la estadística tu voto nulo o blanco quede contabilizado y no pase como simple apatía poco recordada.

La decisión electoral que tomes no sólo debe ser consciente de los principios del candidato de mi preferencia, sino también, de que lo que vemos como bueno y positivo en él es, al decir de Dooyeweerd, simplemente un “momento de verdad”. La consistencia sólo es posible cuando se abraza una cosmovisión cristiana sustentada en la Palabra de Dios, pero para que eso ocurra, primero debemos ser abrazados por el Padre. No busquemos frutos en árboles que no los producen.

También, desde un tono aplicativo, debo señalar lo siguiente: la política no es mala en sí misma, por lo que no es pecaminoso ni peligroso que un cristiano participe en política, o dialogue respecto de ella. La política como expresión de la actividad ciudadana en el mundo no está exenta del señorío de Cristo, y por ende puede ser un espacio para la glorificación de Dios (véanse los casos de José, Moisés, Josué, los jueces, los reyes, Daniel, Ester, Nehemías, entre otros). Y si bien es cierto, quienes servimos en la iglesia, predicando o enseñando, debiésemos tener claro que no debemos confundir el púlpito con la tribuna, sí tenemos el deber de hablar del tema desde una cosmovisión cristiana, inclusive, preparando a quienes tienen una vocación para servir en esa esfera de la vida. Calvino decía que: “Por tanto, no se debe poner en duda que el poder civil es una vocación no solamente santa y legítima delante de Dios, sino también muy sacrosanta y honrosa entre todas las vocaciones” (Institución de la Religión Cristiana, IV.XX.4).

Lo que ningún cristiano debe hacer, sobre todo si es un pastor, maestro o que ejerza algún tipo de liderazgo, ni mucho menos alguna institución, es promocionar a un candidato determinado, y llamar a votar por él porque representaría los valores y principios del pueblo de Dios. Eso genera una cooptación clerical comprometiendo la conciencia de los demás creyentes. Ningún sujeto o institución puede arrogarse la representatividad de la comunidad o de “la iglesia evangélica”, cosa que no existe. Nosotros no tenemos representantes amplios, no tenemos papas ni tampoco un solo corpus doctrinal entre las iglesias del país. La Biblia, además, no presenta un programa político sólido y cerrado, sino principios con los que se puede construir discursos susceptibles de estar marcados por la diversidad. Es allí, donde se pasa de lo teológico y lo político a lo ético. Debemos responsabilizarnos de lo que decimos, siempre a título personal, nunca a nombre de la comunidad, dispuestos a responder preguntas a dudas honestas, rendir cuentas cuando corresponda, y pedir perdón cuando hemos ofendido a los demás. La verdad siempre camina con el amor (Efesios 5:15), y es inconsistencia teológica disociar aquello que debe caminar unido siempre.

Los creyentes no podemos disociarnos de la vida en la ciudad y el país, sino por el contrario procurar y trabajar por la paz de ella (Jeremías 29:4-7). Los creyentes debemos obedecer las leyes, orar por todas las autoridades más allá de nuestros gustos y preferencias (1ª Timoteo 2:1,2), sufrir si se es perseguido (Hechos 20:22-24), y protestar (¡somos protestantes!) cuando no son fieles a su mandato haciendo preponderar la injusticia (véase el lenguaje ocupado por Isaías en el capítulo 14, los versículos 9 al 23). El cristianismo debe ser activo en la vida en el mundo, colaborando en la extensión del Reino de Dios a todas las esferas de la vida. Timothy Keller en su libro “Justicia generosa” dice: “Hacemos justicia cuando le otorgamos a todos los seres humanos su derecho como creaciones de Dios. Hacer justicia no solo incluye la enmienda de males, sino la generosidad y la preocupación social, especialmente hacia los pobres y vulnerables. Esta clase de vida refleja el carácter de Dios. Consiste en un amplio rango de actividades, desde los tratos honestos y justos con la gente en la vida diaria, pasando por donaciones regulares y radicalmente generosas de tu tiempo y recursos, hasta el activismo que busque terminar con formas particulares de injusticia, violencia y opresión”.

Nuestra esperanza real y verdadera no está en sujetos, partidos o programas políticos de diverso color y significancia. No supeditemos el triunfo de Dios en nuestro país, el mundo y en la historia total, a un resultado electoral que poco puede cambiar, o inclusive, cuando se da un cambio social que conmociona los fundamentos del mundo. Dios es providente y mucho más sabio y poderoso que nosotros. Un día todos los gobiernos de la tierra caerán (Lucas 1:51-53; Apocalipsis 18), y el Reino de Dios permanecerá firme (Lucas 1:30-33). Nuestra esperanza es escatológica y está en Aquél que dijo que tiene “el poder de hacer nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21:5).

Luis Pino Moyano.

 

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