Dos preguntas cruciales para la misión.

“Sucedió que a eso del mediodía, cuando me acercaba a Damasco, una intensa luz del cielo relampagueó de repente a mi alrededor. Caí al suelo y oí una voz que me decía: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?’ ‘¿Quién eres, Señor?’, pregunté. ‘Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues’, me contestó él. Los que me acompañaban vieron la luz, pero no percibieron la voz del que me hablaba. ‘¿Qué debo hacer, Señor?’, le pregunté. ‘Levántate —dijo el Señor—, y entra en Damasco. Allí se te dirá todo lo que se ha dispuesto que hagas’” (Hechos 22:6-10, el destacado es nuestro).

Estamos frente al testimonio de un hecho más que inesperado. Un perseguidor de cristianos, celoso fariseo, formado por uno de los maestros más importantes de la época, Gamaliel; un hombre que asolaba los lugares en los que se reunían nuestros primeros hermanos y no dudaba en consentir con la muerte de ellos, que iba a la ciudad de Damasco con esa finalidad, nos cuenta su experiencia de conversión: cuando nadaba contra la corriente del evangelio de la gracia fue alcanzado por Jesucristo quien salió a su camino. El perseguidor de la fe, se transformaría en uno de sus más importantes maestros (sus cartas son prueba de ello) y, sin lugar a dudas, uno de sus más fervorosos misioneros de la historia. La gracia es irresistible, al nivel de que ni el peor enemigo de Dios puede sostenerse ante ella.

Las preguntas que hace Pablo son cruciales para la misión, por ende, debiesen ser hechas hoy, también, por nosotros: “¿Quién eres, Señor?” y “¿qué debo hacer, Señor?”. Pensemos en las preguntas por un instante.

Quisiera comenzar señalando un elemento común de las dos preguntas. Pablo sabe que su destinatario es el Señor. Cuando un judío hablaba del Señor, estaba refiriendo a Dios. Adonai, la expresión hebrea, era el apelativo con el que se sustituía el nombre sagrado de Dios, impronunciable por el temor a Él (YHWH, traducido como Jehová o Yahvé). En el contexto del imperio romano, se trataba, a su vez, de una declaración subversiva, pues Señor era el titulo que se le daba al César, el emperador. De hecho, “Jesucristo es el Señor” es la primera y más importante “confesión de fe” del cristianismo primitivo. Pablo no estaba al tanto de todo lo que tenía que ver con la identidad de Jesús, pero ya sabía que era el Señor, por eso no obsta en llamarlo así.

“¿Quién eres, Señor?”. Realiza esa pregunta, y hazla personal: ¿quién es para ti Jescucristo? ¿Es sólo un “maestro bueno”, el “carpintero de Galilea”, un “incomprendido” de su época, o el Señor sobre todo, y por ende, el dueño de tu vida? Cristo, el Señor, también salió a tu encuentro y te abrazó cuando no valías nada. Cuando decimos que Cristo es nuestro Señor estamos declarando que Él y sólo Él es rey, y que como parte de su reino debemos vivir de acuerdo a su alto llamamiento. Cristo, que es Señor, nos transforma en todo, integralmente.

La transformación realizada por Cristo nos lleva a preguntar también: “¿Qué debo hacer, Señor?”. Pablo recibiría la respuesta de parte de Ananías (vv. 14-15). El Señor le llamaba a ser un “testigo”, un “mártir” en términos literales, alguien que porta un testimonio y puede llegar a la muerte, porque dicho mensaje exige radicalidad en la vida. Nosotros también hemos sido llamados a ser testigos: personas que comunican el mensaje del evangelio a quienes nos rodean, como también, creyentes que expandimos el reino de Dios en cada área de nuestra vida. Todos los lugares en los que nos movemos son “campo de misión”. Lee tu Biblia cada día en oración, y realiza siempre la pregunta “¿Qué debo hacer, Señor”, y Él que es rico en misericordia, responderá a tu plegaria, estableciendo su agenda para ti, y enderezando los caminos por los que debes andar. Su voluntad es perfecta, acógete a ella.

Dos preguntas que día a día debemos hacer, procurando su respuesta. No llevaremos a cabo de manera correcta la misión sin esas certezas.

Luis Pino Moyano.

(Compartida en el boletín de la Iglesia Refugio de Gracia, noviembre de 2016).

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