De abuso en comunidades eclesiales, machismo que mata, bullying que agobia…

El tema sacude nuestro noticieros y redes sociales y, desde luego, amerita más que nuestras reflexiones. Estos días, en mi tarea de profesor, he procurado conversar el tema en la sala de clases, intentando trabar un nexo entre las denuncias de abuso sexual, espiritual y de conciencia al interior de la Iglesia Católica chilena que, huelga decirlo, ha tenido una notable respuesta, hasta el momento, de parte de Francisco; y la violencia machista denunciada por mujeres y hombres en las universidades, violencia que abarca múltiples expresiones lamentables, desde femicidio, pasando por el abuso y el acoso sexual, hasta la falta de paridad en las remuneraciones y acceso al trabajo asalariado. Todo esto, cuando el día de ayer nos encontramos con la triste noticia del suicidio de Katherine Winter, estudiante secundaria, que llevaba soportando por largo tiempo el horror del bullying.

 Terribles y horrorosas experiencias se cuentan por miles, cada una con la particularidad de lo vivido por cada persona, narradas desde la subjetividad, y con los distintivos de la esfera en la que se produjo. Pero estoy convencido, que aquí el gran elemento común tiene que ver con el poder. No el poder per se, sino que el ejercicio abusivo del mismo. Esa horrorosa idea que hace entender a personas, según la cara metáfora de George Orwell en “Rebelión en la Granja”, que son “animales más iguales que otros”. Lo que podemos ver, de manera transversal, en cada uno de estos casos es la condición de asimetría, la desigualdad más férrea, que se expresa en perjuicio del que aparece inferior, minusvalorado o más débil. No es sólo la sotana o un uniforme, basta una cotona de color distinto, o una credencial con un cargo diferente, o simplemente una ensoñación, para que un sujeto se sienta de más valor, olvidándose que está frente a un ser humano igual en dignidad, del que se debe presuponer la respetabilidad. He ahí la banalidad del mal de la cual hablaba Hannah Arendt, en el sentido de sujetos que actúan disociando su razón de la voluntad, no reflexionando, constreñidos y/o legitimados por un sistema que les fortalece en la acción que mata la vida de los otros, literal y simbólicamente hablando, sin ningún mínimo ético que permita pensar en los fines que se conseguirán con determinados medios.

 Enfermar o deshumanizar a los victimarios reduce cualquier posibilidad de acción. Evidentemente, hay personas que requieren tratamiento y terapia, pero hay otros, la mayoría de los otros, que simplemente aprovechándose de la asimetría de su posición abusan voluntariamente. Arendt, y más adelante Stanley Milgram con su discutido experimento, pusieron delante de nosotros en bandeja que nadie (ni él, tú ni yo) estamos exentos de abusar. Timothy Keller, señala: “llamar a los nazis ‘menos que humanos’ o ‘diferentes a nosotros’ es, en realidad, el mismo razonamiento que llevó a los nazis a cometer aquellas atrocidades inimaginables. Ellos también pensaban que ciertas clases de personas eran menos que humanos y que estaban por debajo que ellos. ¿Realmente queremos negar nuestra humanidad en común? ¿Queremos llegar a las mismas conclusiones que llegaron ellos? Gran parte de los nazis y de los millones de personas que fueron guiados por ellos no eran monstruos con colmillos. Hannah Arendt, viendo a Eichmann durante el juicio, reportó para el New Yorker que por ningún motivo era un psicópata, que no mostró odio ni enojo. Al contrario, dijo que era un hombre ordinario que quería vivir su vida. Ella llamó a esto como ‘la tribialidad de la maldad’. La maldad acecha en el corazón de todos los seres humanos ordinarios”[1].

 Quizá lo más grave sea que enfermar o deshumanizar nos impide reeducar. Nos impide entender que todos los seres humanos debemos ser educados con la conciencia de derechos que por su sola formulación son deberes. Nos impide entender a los hombres que no somos más viriles por pisotear la dignidad de las mujeres, inferiorizándolas o, derechamente, maltratándolas. Nos impide entender que las personas que están bajo nuestra responsabilidad o autoridad, según sea el caso, son tan personas como uno, no máquinas ni ganado… ¡personas! Sujetos de derecho, libres e iguales, más allá de lo que piensan, creen, o de sus lugares de origen, su clase social o su género. Nos impide entender, a quienes somos creyentes, que el otro es tan “imagen de Dios” como yo, y que por lo tanto, se trata de un hermano o hermana del que tengo el deber de edificar con mi palabra y acción[2]. ¡Necesitamos con urgencia ser reeducados! Reeducados para no violentar a los otros. Reeducados para eliminar de nuestro vocabulario conceptos en femenino para ofender o tratar peyorativamente a los demás. Reeducados para ocupar nuestras redes sociales con inteligencia, y ponderando el daño que podemos causar con facilidad y publicidad a los demás. Reeducados para no genitalizar todas nuestras relaciones humanas con el sexo opuesto o el propio. Reeducados para que el poder sea entendido desde la responsabilidad y no desde la asimetría. Reeducados para empatizar con las víctimas de abuso y no cuestionar su testimonio de buenas a primeras, olvidando que la víctima encerrada en el círculo de la violencia puede llegar a ver al victimario más bello, poderoso, inteligente que él o ella.

 Hay una escena potente en la película Spotlight cuando los periodistas logran percibir, en medio de la vorágine de su investigación que no era uno ni eran trece sacerdotes los abusadores, sino más de noventa. Uno de ellos cuestiona esta información ante la ausencia de denuncia. A lo que uno de ellos responde: “como buenos alemanes”. Esto, que podría ser ofensivo, no tiene la idea de tratar discriminatoriamente a los alemanes, sino recordar, que muchos de ellos fueron obsecuentes ante el discurso y la acción del nazismo. Tanto como los argentinos que  celebraban el triunfo en el Mundial de 1978 a pasos de la ESMA, o los chilenos que cantaban “Libre” con Bigote Arrocet, cuando lo que menos había en el país era libertad, y como tantos otros casos en los que el silencio y la falta de empatía ha marcado la tónica. No se tiene que haber sido violentado para solidarizar. Basta ver al otro como un ser humano. No hay educación para la paz, sin educación para la justicia. Eso que fue relevado por Paulo Freire, tiene su asidero bíblico en las palabras del profeta Isaías cuando dice que: “La justicia producirá paz, tranquilidad y confianza para siempre” (32:17).

 Que el horror nos movilice a procurar cambios. Que el Dios de la vida nos ayude para ello.

Luis Pino Moyano.

 


[1] Timothy Keller. Encuentros con Jesús. Colombia, Poiema Publicaciones, 2016, pp. 68, 69.

[2] Esto lo trabajé con mayor detención en el post ¿Por qué quienes trabajamos en iglesias debemos ver El bosque de Karadima”?

Un comentario sobre “De abuso en comunidades eclesiales, machismo que mata, bullying que agobia…

  1. Pucha, que grande es mi Señor!
    Hace un tiempo me inquieta definir una posición como cristiana, frente a estos hechos que convulsionan la opinión pública.
    Todo tipo de comentarios de cristianos, conservadores, progresistas y no cristianos, me tenían sin una respuesta por miedo de ser irresponsable e ignorante, faltando a la verdad de la palabra de Dios.
    Aquí expresas con lucidez el diagnóstico de lo que somos, y de cómo el fundamento cristiano se debiera anteponer frente al sufrimiento de los otros.
    Porque el abuso se comete cuando te sientes con poder sobre otros, amparados por la impunidad que legitimamos callando, en la comodidad del lugar que ocupamos.
    Impulsada a discutir con hermanos y amigos, te saludo.

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