Es peligroso ser mapuche, amigo; es peligroso ser haitiano/a, amigo…

Luis Pino Moyano.

21 de diciembre de 1907, ciento once años antes de que me dispusiera a escribir estas letras, hombres, mujeres y niños que reclamaban mejores condiciones de vida y trabajo, fueron asesinados a sangre y fuego por el ejército chileno, en Iquique, mientras se encontraban refugiados en la Escuela Santa María. Sí, el mismo ejército “siempre vencedor y jamás vencido” como se nos repite en todas las “impecables” paradas militares, obviamente, obnubilando este acontecimiento y otros a lo largo de nuestros años de vida republicana, marcados por guerras civiles, golpes de estado y masacres obreras. 

“Es peligroso ser pobre, amigo”, rezaba la cantata escrita y musicalizada por Luis Advis, e interpretada por los Quilapayún. Ese verso sintetiza algo demasiado políticamente incorrecto para nuestros oídos barnizados de “país bacán”: la sociedad chilena tiene enquistado un clasismo, que no sólo nace del acceso al capital, o por la “noble cuna” en la que se nació, sino también, y por herencia colonial, por el color de la piel. Chile es fértil en su estratificación social y pigmentocrática. El pobre es bueno, cuando es “el roto chileno” vaciado de sentido, que lucha por el estado-nación. El mapuche es bueno, cuando se llama Caupolicán, Lautaro y Galvarino y lucha contra el imperio español, pero no cuando se llama Quilapán y lucha contra el estado chileno y su ocupación militar y genocida disfrazada eufemísticamente de “pacificación”. El extranjero es bueno, cuando representa los grandes valores de la sociedad occidental, y se engarza en el proyecto civilizador eurocéntrico del país, ayudándonos a ser “los ingleses de Latinoamérica”, mientras que la otredad india y negra es segregada, marginalizada e, inclusive, marcada por la construcción de lo delictual. 

“Es peligroso ser mapuche, amigo; es peligroso ser haitiano/a, amigo…”, es una paráfrasis de lo cantado por los hoy viejos de ponchos negros, que tiene la finalidad de poner sobre la palestra la configuración patriotera de enemigos internos y externos, de lo cual lo mapuche y lo haitiano son claro símbolo. Chile ha tenido múltiples enemigos externos: Perú y Bolivia, con quienes nos enfrascamos en dos conflictos bélicos durante el s. XIX, y Argentina con quienes sólo nos alcanzamos a mostrar los dientes. Pero también, en ciertos momentos, Estados Unidos, el imperio, enemigo no sólo de marxistas y socialdemócratas, sino también por distintas corrientes terceristas. En los setenta y ochenta, el enemigo era el “comunismo internacional”, particularmente cubanos y soviéticos, quienes asociados conspiraban contra el régimen mesiánico-militar que había venido a refundar el país. La moneda de $5 y $10, con la imagen de la libertad personificada, con sus cadenas rotas, era un vívido símbolo de la derrota de ese enemigo, con el que nunca se enfrentaron más que en el discurso. Pero también del triunfo sobre el enemigo interno, configuración identitaria que también nos persigue en la “larga duración”: “pipiolos”, liberales rojos, mapuches, rotos que eran “palomeados” (asesinados o heridos a sablazos), anarco-sindicalistas y comunistas (figurados como “cáncer” y como “humanoides venidos de Marte”, según miembros de la Junta Militar a la que hoy algunos parlamentarios sin ninguna gota de pudor homenajean), miristas (“ratones” que se matan entre sí, según la prensa mercurial), extremistas, violentistas, encapuchados y anarquistas (sobre todo los de la casa okupa “Baco y Zanetti”, según nos informó el exministro Hinzpeter). Y ante esos enemigos, con los que el estado mediante los institutos armados sí se ha enfrentado más allá de la retórica (y vencido en la mayoría de las ocasiones), no ha dejado de dilapidar recursos y esfuerzos. 

“Es peligroso ser mapuche, amigo; es peligroso ser haitiano/a, amigo…”, es lo que hemos visto estos últimos meses. Camilo Catrillanca, asesinado alevosamente por efectivos policiales, primero fue acusado de un robo, del que arrancó en un tractor (cosa que sólo un citadino puede imaginar), que tenía antecedentes penales anteriores, y que habría sido parte de un enfrentamiento con los carabineros del “Comando Jungla”, todo eso para producir el efecto comunicacional de un sujeto que muere en su ley. Se señaló, también, que la muerte de este comunero, exdirigente estudiantil en las movilizaciones del 2011, estaba siendo ocupada para desfavorecer al gobierno de Sebastián Piñera bajo la pútrida lógica del empate, olvidando que la mayoría de quienes rechazamos estos hechos, también nos manifestamos en contra de la muerte de otros seres humanos (¡HUMANOS!) en nuestra democracia en la medida de lo posible: Alex Lemún, Matías Catrileo, Johnny Cariqueo, Jaime Mendoza Collío, a los que podría agregarse a Daniel Menco, Claudia López (estudiante de danza de mi alma mater) y Manuel Gutiérrez,  todos jóvenes que murieron en democracia, con gobiernos de distinta bandería. Muertes que generaron protesta, reflexión, investigación periodística, expresiones artísticas, pero que la simplonería argumental olvida intencionalmente o por ignorancia supina. 

“Es peligroso ser mapuche, amigo; es peligroso ser haitiano/a, amigo…”, es lo que hemos visto estos últimos meses. Haitianos/as sacados en masa del país, en un acto dizque voluntario, bajo la lógica del “no te echo, pero te empujo”, toda vez que experimentaron la discriminación, el abuso en el trabajo y en el arriendo de habitaciones para el descanso cotidiano. Seres humanos (¡HUMANOS!) que ven la posibilidad de volver a su tierra, y así regresar a la dignidad, aunque sea con carencia de bienes, en un retorno que les hace firmar el cierre de la puerta de regreso por nueve años. ¡Nueve años! ¿Por qué? ¿Por qué son muchos? ¿Muchos en relación a qué o quién? Muchos en relación a su color de piel, que muchos haitianos migrantes en este país que “quiere al amigo cuando es forastero” descubrieron era el negro. 

Y aquí, podrán saltar algunos lectores y decir, como diría la clase política en el bloque del poder, que “hay que cuidar nuestras fronteras”, y “la soberanía”, y “la casa ordenada”, y “bla, bla, bla”, no entendiendo nada, o maquiavélicamente por un fin proyectado, según el caso. Esa idea del aeropuerto abierto al que cualquiera entra, se te cae sólo con un viaje comparando los ingresos a otros países y a Chile, lleno de protocolos, declaraciones juradas y revisiones habidas y por haber. ¿Por qué? Porque nuestra ley de extranjería está basada en la política de seguridad nacional instalada por la dictadura, precisamente para impedir el ingreso de “retornados”, cubanos, soviéticos y todos sus secuaces que buscarían demoler un régimen. ¿Cómo puede entenderse la idea de una casa desordenada cuando la ley que regula su ingreso emergió de un gobierno en el que los derechos estaban conculcados? Sólo a partir de la lógica del enemigo externo. Es por esa lógica, que puede decirse que el “Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular” atenta contra los intereses del país, mintiéndole a la población, porque basta sólo una lectura del documento para decir que: a) este pacto no habla de la migración como un derecho (aunque está basado en un enfoque de derechos); y b) que no niega la soberanía de un país para establecer su propia legalidad migratoria, según consta en el punto 15, letra c. Chile, el vecino con síndrome de “Doña Florinda y Quico”, que se cree más que la chusma, pero teniendo similares condiciones de existencia que los demás. Porque estamos claros: es necesaria una nueva legalidad que regule la migración, en un país democrático y teniendo como base el justo y necesario equilibrio entre el derecho internacional y el interés nacional, que no se contradicen necesariamente como plantean algunos discursos trasnochados (pero que están volviendo a amanecer).

Después de todo lo dicho, no puedo cerrar mi texto. No puedo, por tener el estómago apretado, con un nudo nauseabundo, por las mentiras de la alegría, de la gente que gana, del crecimiento con igualdad y de los tiempos mejores. Por eso, recurro a uno de mis recursos más habituales a la hora de escribir: colocar una cita. Pero esta vez, no será a modo de corolario o golpe final. El texto seguirá inconcluso, inmerso en la pregunta levantada por el médico cirujano y poeta haitiano Jean Jacques Pierre-Paul a propósito de su conciudadana Joane Florvil, acusada de abandonar a su hija en una OPD y que luego de ser apresada se dijo que habría atentado contra su vida golpeándose la cabeza contra una pared, lo que le habría llevado a la muerte. Nuestro hermano Jean Jacques (digo hermano, por ser él un cristiano evangélico), tenía muy clara la verdad antes que fuese sentenciada por un tribunal: Joane no había abandonado a su hija ni atentó contra su vida, sino que fue víctima de nuestro complejo de superioridad que nos hace tener un tipo de clasismo que no sólo se basa en lo social o en la plata, sino también el color de piel. Él dijo con toda la fuerza de su verba latente:

“¿Cómo es posible vivir en medio de tanta oscuridad?

Como es posible vivir en una ciudad sin poesía 

Sin espejos, sin abrazos, sin Joane Florvil?

Soy uno de los cobardes 

Que no querían entenderte defenderte 

Lo único que se me ocurre ahora es llorar 

y escribir este poema para decirte

Que siento mucha vergüenza 

De ser parte de la humanidad que te mató

En una ciudad llena de cobardes pretenciosos 

Teníamos la oportunidad de amarte

Teníamos la oportunidad de hacer 

Con tu mirada un bello nido de pájaros”. 

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