Iglesias que arden y la relación entre poder y libertad.

“La única iglesia que ilumina es la que arde”, es uno de los tantos emblemas de malestar y rabia contra la iglesia y contra Dios (o imágenes que le representen), expresados por los anarquistas españoles de la primera mitad del siglo XX y que han sido tomados por culturas políticas de cuño similar en tiempos más recientes. No es un dato menor precisar el origen del emblema, toda vez que el anarquismo español fue el más laicista y anticlerical de dicha expresión política. Sin embargo, ha tenido entre sus filas otras corrientes y a pensadores como León Tolstoi y Jacques Ellul que se han reconocido como cristianos y anarquistas. En cambio, el anarquismo español, fue muy influido por el cientificismo positivista, y dicha forma de entenderlo fue recibida con mayor facilidad en América Latina, tanto por razones idiomáticas como por redes organizativas o sociales. Y es dicha influencia la que puede constatarse en las escenas iconoclastas del estallido, revuelta o reventón social desde octubre del año pasado a la fecha.

Comencemos con la siguiente premisa: las acciones iconoclastas, de quema de templos y bandalización de los mismos, es del todo repudiable y lamentable, y ello, no por el lugar ni por los objetos, sino porque lo único que muestran estos actos, es a personas que enarbolan las banderas de la libertad, pero que sólo refieren a una emancipación que es ensimismada e individualizada, construyendo un conservadurismo y moralidad, contradictoriamente semantizados como progresistas. Por ende, no solo son dañados muros, techumbres y los adminículos que hay dentro de los templos, sino también, los afectos de personas que construyen sus propias redes sociales al alero de una comunidad eclesial. Bajo la misma lógica, esa religión secularizada, también debería arder.

Junto con eso, se debe señalar que el fenómeno de la iconoclasia amerita ser reflexionado, más allá de la constatación de los hechos como acontecimientos repudiables, problematizando las causales, los medios y los fines que se buscan con ellos.

En primer lugar, quienes somos cristianos debiésemos interrogarnos sobre la razón por la cual templos de nuestra religión son bandalizados, porque mucha gente no hace la diferencia entre católicos o evangélicos, y mucho menos la hace de romanos, ortodoxos, luteranos, presbiterianos, metodistas, bautistas, pentecostales y un largo etcétera. Si se estudia la historia de las revueltas populares, regularmente, los edificios que sufrían la destrucción por parte de sujetos ligados a dichas manifestaciones, es porque identifican a dicho lugar con el poder. Y no con cualquier poder, sino con uno de carácter opresivo. Y por más que expliquemos que en la Iglesia de la Gratitud Nacional se llevó a cabo el Te Deum Ecuménico de 1973, con la junta militar de gobierno allí pero sin alabanza a ella, y que el lugar fue propuesto por el Cardenal Raúl Silva Henríquez debido a que dicho templo es de los salesianos y él pertenecía a dicha orden religiosa; o que la Vicaría de la Solidaridad tuvo su emplazamiento en salas aledañas a la catedral de Santiago; o como protestante que el templo  presbiteriano apedreado el año pasado en la ciudad de Valparaíso fue fundado bajo el pastorado de David Trumbull, quien propició una lucha por las libertades públicas en el país y en el plano educativo formó escuelas populares; o que iglesias pentecostales quemadas en la zona de la Araucanía tienen una amplia participación de mapuches en ellas, quienes son tratados de manera digna y más aún, muchos de ellos, lideran dichas comunidades; a pesar de todo eso, algo genera una identificación con el poder, tanto así, que no son pocas las personas que cuestionan que se defienda un templo en vez de hombres y mujeres que sufren a diario los rigores de la vida. ¿Qué hace que un sector de la sociedad nos considere enemigos? ¿Tiene algo que ver la inmoralidad del abuso de poder, expresado en maltratos económicos, eclesiales y de índole sexual? ¿Tiene que ver en esto el enriquecimiento ilícito, amparado en “bancos celestiales” presididos por el dios del consumo al que no se le ofrenda, sino que se le pacta en lógica de oferta y demanda? ¿Está presente en esta asociación la indolencia de muchos creyentes frente a la injusticia social, lo que se traduce en prácticas que van desde una actitud carente de misericordia frente a la pobreza y desamparo de nuestros prójimos, el desalojo de una ética cristiana fuera de la esfera eclesial y, en el peor de los casos, reproducir las acciones pecaminosas de otros bajo la excusa barata de un “todos lo hacen”? ¿Acaso no fue esto último lo que llevó a Alberto Hurtado, en el pasado motejado como “cura rojo” y hoy considerado santo por la Iglesia Católica, a escribir “¿Es Chile un país católico?” en 1941? Nuestra falta de realismo debiese llevarnos a reflexionar en cómo creer, pensar y vivir en el Chile actual. Y esto no es un llamado a transar en los principios fundamentales de nuestra fe, sino por el contrario, es un llamado a vivirlos.

En segundo lugar, quienes pugnamos por cambios en nuestra sociedad, y que hoy dentro del horizonte de expectativas tenemos una nueva Constitución, hacemos bien en cuestionarnos también esta actuación. ¿A quién daña y a quién beneficia la quema o bandalización de templos? ¿Beneficia la causa de quienes buscan un Chile distinto, alejado de los bastiones que instaló la dictadura militar? A esta altura del partido, ¿sorprende aún que los medios de comunicación centren su mirada en este tipo de “liturgias” de manifestación iconoclasta en lugar de la gran cantidad de personas que se manifiestan pacíficamente? Tanto aquellos que salen “a dejar la patá” [sic], como quienes reivindicamos el derecho a la legítima manifestación y protesta, debiésemos entender de una vez por todas que los discursos y los actos tienen efectos performativos, y siempre la espectacularidad roba la atención de lo que no es inédito. La quema y bandalización de lugares de culto, que es una muestra de intolerancia propia de movimientos totalitarios o de movimientos religiosos integristas como ISIS, afecta a un grupo específico de la población: las personas fieles a la fe cristiana, entre las cuales hay un amplio sector de seres humanos que se esfuerzan cotidianamente desde las calles o sus puestos de trabajo, por un mañana mejor. Y sí, hay curas pedófilos y pastores que se enriquecen, abusando de la fe y el poder que las instituciones religiosas les han conferido, pero dichos sujetos no son las comunidades eclesiales ni mucho menos son el cristianismo. No son las personas que trabajan día a día por vivir su fe de manera coherente, y cuyos lugares de culto tienen profunda significación. ¿Acaso no entienden que este tipo de actos en vez de sumar, resta; y que, en lugar de cuidar el proceso constituyente, lo afecta?

Este ejercicio analítico, que llama a profundizar la discusión y a no quedarse en el hecho noticioso, en ningún caso comprende-para-legitimar. Es todo lo contrario. Profundiza la crítica y el repudio de la acción autoritaria y de la crítica sin sentido de quienes bien podrían ser definidos como “continentes sin contenido”. Pues, si la libertad de creer es dañada, ¿dónde quedan las otras libertades públicas?

Luis Pino Moyano.

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