No tengo memoria de la primera vez que vi jugar a Maradona. Tenía cuatro años para el mundial de México 1986. Pero recuerdo el Mundial de Italia 1990, y el liderazgo deslumbrante de un jugador distinto a todos. Tobillo lesionado y todo, condujo a su equipo a la final, que perdieron con un penal de dudosa reputación. No vi su paso por Argentinos Juniors (1976-1981) ni su primera estadía en Boca Juniors (1981-1982). Tampoco lo vi jugar en Barcelona (1982-1984). No tengo recuerdos de su paso por el Napoli (1984-1992), pero sí cuando llegó al Sevilla (1992-1993) y su paso por Newell’s (1993-1994). Vino el mundial de Estados Unidos 1994, y vimos en cadena mundial como al Diego le “cortaban las piernas” por un dopping de efedrina. Luego vino su etapa final en Boca Juniors (1995-1997) y su despedida en una Bombonera repleta en 2001. En ese tiempo la única posibilidad de ver fútbol extranjero en la televisión era en los compactos de los noticieros, o en los del Zoom Deportivo y Futgol. O cuando jugaba contra un equipo chileno o donde jugara un connacional. Pero era infaltable la ida a la biblioteca del colegio para leer “Don Balón” o “Triunfo”, y así saber del fútbol mundial. Si bien es cierto, fui espectador directo de la segunda etapa de Maradona, bastó aquella para fomentar mi gusto por el 10 y capitán de todos sus equipos. He leído todo lo que me he encontrado sobre él y he visto cuánto documental y vídeos de compilación de jugadas y goles, los mejores que hizo entre sus 312 por clubes y 68 por la selección albiceleste. Más recientemente, he tenido la posibilidad de ver partidos completos de México 86 y del Napoli, en los que se vio al mejor Maradona. Todo eso me ha llevado a pensar que Diego Armando Maradona, el Pelusa, el Barrilete Cósmico, el Pibe de Oro, o simplemente el Diego, fue el mejor jugador en la historia del fútbol mundial. Uf! Qué difícil es hablar en pasado de Maradona.
Maradona no es mi ídolo. No es objeto de mi adoración (de hecho, no ocupo la palabra adoración en referencia a seres humanos). Él era nada más y nada menos que un hombre, de carne y hueso, con luces y sombras, y no soy ciego frente a ellas. Un hombre de acciones que en ciertos momentos fueron o bordearon lo patético, en una vida llena de excesos en los que nadie le dijo que no. Un hombre con declaraciones que no hacían sentido con la realidad. Maradona fue un drogadicto que luchó desde su estadía en Italia con la cocaína, una droga que más que favorecer su físico y sus cualidades deportivas, nos privó a todos quienes gozamos del fútbol del Maradona que no alcanzamos a ver. Maradona era un hombre que se nos expuso con todas sus miserias. Ahora bien, respecto de sus problemas con las drogas, en la población en la que crecí, me enseñaron y también lo aprendí, que uno no se ríe de “curados” ni “volados” (ebrios y drogadictos). Los males sociales, aunque sean causados por la desidia personal no son motivo de burla. Pueden producir pena o rabia, pero no burla. No justifico a Maradona, pero trato de hacer el ejercicio de comprender su historia, que es la de un muchachito que nació en una villa pobre y que después puede tener todos los tipos de consumo que desee, entre los cuales un Ferrari negro es una buena metáfora. Pero quizá lo más terrible, en el más amplio sentido de la palabra, fue portar la mochila de ser Diego Maradona, el de la gloria y el del barro del fracaso. “Yo erré cinco penales seguidos y seguí siendo Diego Maradona”, dijo para defender a un vilipendiado Lionel Messi en el último mundial. En la sociedad de la transparencia, en la que todos nuestros pensamientos son expuestos en el mundo virtual y real, a veces sacamos lo peor a relucir. He ahí otro mal social: la imprudencia e indolencia caminando de la mano, sumada a la inconsciencia de la propia susceptibilidad que nos hace erigirnos en jueces rigurosos pero autocomplacientes.
No busco en Maradona un modelo de vida. Él tampoco quería serlo. En su despedida del 2001 señaló: “Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha”. Mi admiración por Maradona es futbolera al hueso. En la cancha, Diego fue un futbolista de una genialidad incomparable, el mejor de sus exponentes. El 10 clásico, ese que desde el mediocampo comenzaba su lucha por avanzar, con velocidad o firmeza, con gambetas o centros al pie de sus compañeros. Las rabonas y los tiros libres, que como una caricia dirigían el balón a donde quisiera. Con la pelota al pie era difícil que alguien lograra arrebatársela sin faltas. La imaginación y el sentido de espectáculo que alegra y emociona, siempre estuvieron presentes en su juego. Maradona era un artista, un rockero del fútbol. El capitán de su equipo, un líder por antonomasia, ese que empoderaba a sus compañeros porque Maradona, que se sabía bueno con el balón y tenía claro la responsabilidad de aquello, nunca perdió de vista que el juego era de 11. En la odiosa comparación que se hace hasta el día de hoy con Pelé, a mi juicio lo que hace a Maradona el mejor futbolista de la historia es que a diferencia del astro brasileño, Pelé fue el mejor porque siempre jugó con los mejores en el Santos y en Brasil, sobre todo en su más madura expresión en la selección campeona del mundo de 1970. Todos jugaban para Pelé, ese era el guión. En cambio Maradona fue el mejor en equipos que no eran los mejores, pero que llegaban a brillar y a triunfar aguerridamente, porque el capitán hacía brillar a sus compañeros. El capitán que les conseguía zapatos de fútbol a sus compañeros. El ejemplo máximo de aquellos se dio en el Napoli, un equipo de poca monta, del Sur de Italia lo que le hacía cargar un peso de discriminación social, pero el Diego lo hizo ser un equipo valeroso, que ganaba, gustaba, goleaba y que llegó a campeonar incluso fuera de sus fronteras. Pero además, Maradona se fundió con la ciudad, y por eso, el amor más pasional de quienes son sus hinchas está den la ciudad donde es “Santa Maradona”. Y para qué decir la Argentina del 86, un equipo que no tenía chapa de favorito, que viajó con severas críticas de su país, pero que le ganó a cuánto rival se le puso por delante, inclusive a Inglaterra, con la mano en uno de los goles, pero luego, con una genialidad, una maravilla inolvidable, en la que Maradona cual “barrilete cósmico”, avanzó ante los defensores ingleses que hicieron todo lo que estaba a su alcance pero sin poder frenar a quien se sabía campeón del mundo. Por eso, quienes más odiaban a Maradona no están dentro de las canchas. De sus compañeros se les escucha hablar de él con respeto y admiración, por su performance en la cancha como en su lucha por los derechos laborales de los futbolistas. Era un rebelde del fútbol, dentro y fuera de la cancha. Alguien que puede ser acusado de muchas cosas, menos de buscar la comodidad propia y ensimismada. Quienes odiaban a Maradona eran espectadores fanatizados del fútbol, pero sobre todo los dirigentes de los cuales Diego no fue un lacayo, y por eso, la mafia FIFA lo malhirió. Esos sujetos son los olvidados de la historia del fútbol, pero pasarán muchos años, y seguiremos hablando de Maradona, de su fútbol, del fuego vital que ponía en la cancha, de la nostalgia ante lo que fue y de aquello que no pudo ser ni hacer, como del brillo de sus ojos cuando hablaba de fútbol y sus colegas de oficio, particularmente de aquellos que admiraba, como Bochini de Independiente, el equipo de sus amores, y Rivelino, el gran ocho de la verde-amarela.
Maradona murió hoy a los sesenta años de edad. Su corazón dejó de latir. El silencio de la perplejidad nos golpeó también a los que gustamos del fútbol, y que crecimos viendo y disfrutando a Maradona. La tristeza amarga que ningún tango logrará poner en escena. Diego, el mejor del fútbol mundial, siempre será recordado. Hoy, con nostalgia y pena, escuchamos y cantamos en la mente la canción de Calamaro a sabiendas de la verdad que hay en ella: “siempre te vamos a querer / por las alegrías que le das al pueblo / y por tu arte también”.
El fútbol ha perdido a uno de sus mejores hijos. Pero, la memoria no.
Luis Pino Moyano.