1. La necesidad de historizar a los primeros cristianos como pobres de la tierra.
Vivimos en tiempos en los cuales el discurso en torno a la pobreza está ajeno de muchos púlpitos cristianos, trastocado por la prosperidad y por la condición aspiracional de las clases medias. Está tan ajeno, que nos parecen extrañas las palabras del apóstol Pablo cuando señala que: “Basta, hermanos, con que se fijen en cómo se ha realizado su propia elección: no abundan entre ustedes los que el mundo considera sabios, poderosos o aristócratas. Al contrario, Dios ha escogido lo que el mundo tiene por necio, para poner en ridículo a los que se creen sabios; ha escogido lo que el mundo tiene por débil, para poner en ridículo a los que se creen fuertes; ha escogido lo sin importancia según el mundo, lo despreciable, lo que nada cuenta, para anular a quienes piensan que son algo” (1ª Corintios 1:26-28) [1].
Pero el olvido o silencio no radica sólo a las condiciones actuales, sino a cierta tendencia historiográfica que centra su mirada en acontecimientos, héroes y martirologios. No es la intención de este artículo. Aquí concordamos con lo planteado por el teólogo Karl Barth cuando dijo que “la historia de la Iglesia participa de manera innegable y continua en la historia profana o historia del mundo, y puesto que es también sin duda una parte de la historia universal constituida por el mensaje bíblico del cual ella surge, habrá que examinar entonces la historia de la iglesia de la misma manera que se estudian las otras historias” [2]. Por ende, se busca rescatar aportaciones historiográficas que rehúyen las concepciones asépticas de la historia y la tendencia de ver la historia de la iglesia como un camino separado de la historia del mundo. Es así, que asumimos lo señalado por el epistemólogo Michel de Certeau, quien al hablar de la escritura de la historia, dice que “toda investigación historiográfica se enlaza con un lugar de producción socioeconómica, política y cultural. Implica un medio de elaboración circunscrito por determinaciones propias” [3]. El lugar de producción desde el cual se produce el habla en torno a los primeros cristianos en tanto pobres de la tierra, específicamente desde su fundación hasta la constantinización de la iglesia, emerge tanto desde la teología reformada como desde una historia que se entiende como una herramienta con función social. Como escribiera uno de los fundadores de la Escuela de los Annales, Marc Bloch, “es innegable que una ciencia siempre nos parecerá incompleta si, tarde o temprano, no nos ayuda a vivir mejor” [4]. En el horizonte de expectativas que busca una vida mejor se hace necesario el rescate sociohistórico de los primeros cristianos, vislumbrar cómo vivieron y sentir con ellos la esperanza. Es evidente que no podemos producir una “restauración” del pasado, porque la historia no se repite, pero si nos permitirá tener en cuenta que en muchas ocasiones ponemos como objetivo primordial de nuestra vida, aquello que para nuestros primeros hermanos no lo fue. Es encontrarse con la simpleza y la frugalidad como ejes de verdadero gozo, en la vida de los perdedores de la historia, con los anónimos, por lo cual al decir de Walter Benjamin hay que “pasarle a la historia el cepillo a contrapelo”, porque “el don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer” [5].
Tampoco es casual que este artículo lleve en su bajada de título la idea de “hacia una historia…”. No se pretende acá la elaboración de un producto acabado, final, sino más bien la realización de un trabajo introductorio, que pretende ensayar una mirada en torno a la primera iglesia, teniendo como base lo estudiado por otros teólogos y cientistas sociales en torno a este fenómeno. El artículo, en ese sentido, dará cuenta de un estado del arte sobre la temática, pero excederá los límites de una discusión bibliográfica. Es lectura y análisis. Es una reflexión del pasado, pero desde y para el presente.
2. Jesús, los apóstoles y los pobres de la tierra.
El apóstol Pablo en su segunda carta a los corintios señaló que Jesús “siendo rico como era, se hizo pobre por ustedes para enriquecerlos con su pobreza” (2ª Corintios 8:9). ¡Cuánta profundidad en las palabras del apóstol a los gentiles! La riqueza integral de la vida de quienes hemos creído, proviene de quién siendo rico se hizo pobre. Suena paradójico. Pero es parte de la maravillosa gracia de quien teniendo toda la alabanza en el cielo se humanó y nació, para ser como nosotros, un exiliado, un peregrino y extranjero sobre la tierra. Aquí es sumamente importante rescatar las palabras de Raymond Bakke, quien planteó: “La historia de Navidad trata de un inmigrante intercontinental llamado Jesús, que nació en un establo prestado, vivió en el África, volvió para ser asesinado como criminal y enterrado en una tumba prestada, pero que resucitó de entre los muertos y ahora es el Salvador triunfal del mundo. Como ven, no contamos la historia de la Navidad de esta manera. La hemos envuelto en oropel de clase media. Hemos difamado la historia. La hemos sacado de su contexto misional” [6]. La encarnación de Cristo no es sólo un hecho teológico, sino también misiológico. Nuestra constante lucha aspiracional nos hace olvidar que el Maestro de Galilea se vistió de pobreza siendo rico. Ese vestirse no fue simplemente un acto estético, sino ético, implicando una vida y muerte marcada por el desprendimiento sacrificial, por el darse a los demás. Fue un ejercicio empático que debiese motivarnos a nosotros también a renunciar a prestigio, fama y poder por estar con-y-en el mundo de quienes son los potenciales receptores del mensaje. La interrogante necesaria es: ¿estamos dispuestos a ese acto de renuncia que mata nuestro ego para que nuestra vida sea Cristo?
Jesús realizó su ministerio entre los pobres de la tierra. Desde una perspectiva global, caminó y enseñó a un pueblo que se encontraba subsumido por uno de los imperios más poderosos de la historia de la humanidad. Desde un punto focal más micro, estuvo con pescadores, artesanos, ganaderos, agricultores. No dejó de estar, para asombro de muchos y espanto de otros, con una mujer samaritana, tocando a un leproso, y comiendo y bebiendo vino con publicanos y prostitutas. Como dice Michael Green: “No se trataba de gente distinguida o bien ilustrada, ni tampoco contaban con protectores influyentes. En su propio país no eran nadie y, de todos modos, su nación no era sino una simple provincia de segunda clase en el extremo oriental del mapa romano” [7]. Cristo estuvo con quienes tenían hambre de pan y sed de agua, y vio en ellos a ovejas que no tenían pastor. Esa compasión releva que su mirada de amor no obedecía a cuestiones de apariencia.
Este fue el mismo camino tomado por los discípulos de Cristo. Los apóstoles siguieron el mismo camino trazado por Jesús. Justo González dice que: “El apóstol Pablo, que parece haber pertenecido a una clase social más elevada, dice sin embargo que la mayoría de los cristianos en Corinto eran gentes ignorantes, carentes de poder y de linaje oscuro. Lo mismo es cierto a través de los primeros siglos de la vida de la iglesia. Aunque sabemos de algunos cristianos de alta clase social, tales como Domitila y Flavio Clemente en Roma, y Perpetua en Cartago, por cada uno de estos personajes parece haber habido centenares de cristianos de baja posición social. En su mayoría, los cristianos eran esclavos, carpinteros, albañiles o herreros” [8]. El ser cristiano se plantea como una peregrinación que configura una construcción histórica, una historia que es propia y, a su vez, es del colectivo en el cual el sujeto se desenvuelve. El cristianismo implicó no sólo un decir, sino también un hacer, hacer que implicó seguir los pasos del humilde carpintero de Galilea y una relación de amor fraternal que trastocó los cánones epocales: judíos y gentiles, esclavos y libres, ricos y pobres, hombres, mujeres y niños, todos cabían en las primeras comunidades de fe.
La primera iglesia no tenía templos ni una jerarquía clara, tampoco tenía una liturgia definida ni ritos, se reunían en las casas, y mientras partían el pan, leían las cartas de los apóstoles y recordaban al Cristo que vivió junto a ellos. Eran compañeros de vida y de camino. Xavier Pikaza plantea que la iglesia: “Nace con la nueva historia de la libertad gratuita, del amor universal; por eso renuncia a toda forma de poder y vive en plano de fe abierta, de esperanza compartida. Apoyados en la pascua de Jesús y renacidos al amor comunitario, muchos hombres (los cristianos verdaderos) viven ya sobre la tierra el gozo nuevo de la libertad de Dios que nos arranca de las fuerzas de la muerte y nos instaura de nuevo en la existencia, es decir, nos resucita” [9]. La primera iglesia nos reta a vivir el amor verdadero, que deja el ensimismamiento centrados en la esperanza del Reino que consiste en justicia, paz y gozo en el Espíritu.
3. La vida cotidiana de los primeros cristianos.
¿Cómo vivían los primeros cristianos? ¿Qué cosas hacían? ¿Cómo se les podría caracterizar sociológica y culturalmente? Comencemos este ítem citando a Justo González, quien señala que: “La iglesia cristiana antigua estaba formada en su mayoría por gentes humildes para quienes el hecho de haber sido adoptadas como herederas del Rey de Reyes era motivo de gran regocijo. Esto puede verse en su culto, en su arte y en muchas otras manifestaciones. La vida cotidiana de tales cristianos se desenvolvía en la penumbra rutinaria en que viven los pobres de todas las sociedades. Pero aquellos cristianos vivían en la esperanza de una nueva luz que vendría a suplantar la luz injusta e idólatra de la sociedad en que vivían” [10]. Este sentido de ser pobres de la tierra que habían sido adoptados por aquél que tiene el poder de hacer nuevas todas las cosas, son conscientes de la misión que se les ha encomendado. No se cansan de anunciar el evangelio a quienes tienen a su alcance, fundamentalmente a sus pares.
Celso habla en forma peyorativa, pero no menos luminosa sobre la práctica evangelizadora de los primeros creyentes. Dice: “Se proponen convencer sólo a las personas indignas, esclavos, mujeres pobres y niños. Se comportan como montañeses y pordioseros; no se atreven a dirigirse a un auditorio de hombres inteligentes… pero si ven a un grupo de jóvenes, o esclavos, o gente rústica, allí se meten y tratan de ganar la admiración de la turba. Lo mismo pasa en las casas particulares. Allí vemos cardadores de lana, zapateros, lavanderos, gente muy ignorante y sin educación” [11]. No es que los primeros cristianos discriminaran a los de alta condición social, sino más bien que su campo de experiencia estaba limitado a la relación con quienes compartían la vida y su devenir. Eso hacía que el compañerismo fuera una constante de la relación. Aunque no es menor señalar que cuando cristianos pertenecientes a las élites de la época se convertían, no dudaban en relacionarse de la misma manera con sus hermanos. Green plantea que: “En las asociaciones cristianas, aristócratas y esclavos, ciudadanos romanos y provinciales, ricos y pobres se entremezclaban en términos de igualdad, sin distinción alguna; eran sociedades que poseían una característica peculiar debido a que el cuidado mutuo y el amor fraternal resultaban singulares. Y en eso residía su atractivo. Eso era algo que debía mantenerse a toda costa si la misión cristiana quería proseguir su avance” [12].
El atractivo de la iglesia radicaba, precisamente, en su carácter contracultural, en tanto se trataba de un espacio en el que todos se veían como hermanos, hijos de un mismo padre; en el que los amos podían ser enseñados por sus siervos; donde los esposos y padres no se caracterizaban simplemente por ordenar, sino por servir.
Lo anterior es fundamental, para entender la práctica cúltica de los primeros creyentes. Tertuliano señalaba que su condición de hermanos estaba ligada a la práctica de la adoración entre hermanos. En la lectura que Green hace de Tertuliano es posible constatar que: “La asamblea se inicia y concluye con oración. El culto, el compañerismo y el festejo son todos celebrados bajo la mirada del Padre celestial. A los humildes, a los necesitados y a los enfermos se les dispensa una consideración especial. Las contribuciones son voluntarias, proporcionadas a los ingresos de cada uno y usadas para ‘sostener y sepultar a los pobres, satisfacer las necesidades de los niños carentes de recursos o huérfanos, y a los ancianos ahora reducidos a la casa, y también a las víctimas de algún naufragio… de cualquiera que se hallase en las minas o deportado en las islas o en prisión debido a su fidelidad a la iglesia de Dios’… ‘Siendo de una misma mente y de una misma alma, no dudamos en compartir todas nuestras posesiones terrenales unos con otros. Todas nuestras cosas nos son comunes, excepto nuestras esposas” [13]. La unanimidad de la comunidad está caracterizada por una vida devota de amor a Dios y al prójimo, en la que toda la preocupación estaba centrada en el otro. La referencia a que todas las cosas son comunes con excepción de las esposas, no es sólo un recurso literario, sino de suma importancia, toda vez que la mujer no era entendida como propiedad de quien la cosificaba.
La lectura a Tertuliano nos permite entender el carácter del liderazgo de la primera iglesia. Si bien es cierto, tempranamente tenemos la presencia de obispos y/o presbíteros, estos estaban caracterizados por el servicio. Como señalará Gerd Theissen, “esta comunidad abandonó las jerarquías sacerdotales: junto al único sumo sacerdote no hay espacio para una pluralidad de sacerdotes en la tierra; ¡todo eso pertenece al viejo mundo perecedero!” [14]. No obstante, esto no excluyó el papel preponderante de quienes tenían una mejor condición social. El autor recién citado dice que “El desarrollo de esa solidaridad horizontal evitó que las comunidades cristianas primitivas se hicieran clientes sociales de algunos patronos ricos. De todos modos, estos ocupaban un puesto importante en las comunidades. Los cristianos se reunían probablemente en sus casas, porque sólo los acomodados disponían de grandes espacios. Su apoyo era indispensable para el sistema asistencial” [15]. La riqueza de la vida comunitaria entiende el liderazgo no como una dignidad, sino como una tarea, un rol que cumplir, en tanto la ejecución de un carisma del Espíritu. Es lo que señala Green al plantear que: “En los tiempos primitivos del cristianismo, la fe se difundía por medio de evangelistas espontáneos y ejercía su mayor atractivo entre las clases trabajadoras. / En la iglesia primitiva, como ya hemos visto, no existía distinción alguna entre los ministros con dedicación exclusiva y los laicos en cuanto a la responsabilidad de propagar el evangelio por todos los medios posibles. Y tampoco había diferencia alguna entre los sexos en lo relativo a este asunto. Era axiomático que cada cristiano estaba llamado a ser un testigo de Cristo, no sólo con su vida sino también con su palabra” [16].
La comprensión del deber-ser del cristiano, está ligada también a la renuncia al estatus. Es algo que en las Escrituras aparece ejemplificado en el caso de Pablo, quien siendo apóstol renuncia a la manutención de algunas comunidades, dedicándose al trabajo de construir tiendas. Dicha renuncia está ligada al amor al prójimo. Theissen señala que “el amor afecta sobre todo a la relación entre grupo interno y grupo externo. El amor cristiano primitivo quiere rebasar esta frontera. La renuncia al estatus afecta a la relación entre los que están arriba y los que están abajo. La renuncia al estatus (humildad) exige que las personas renuncien a representar, imponer o poseer un estatus superior” [17]. En el ethos de los primeros cristianos se diluyen las fronteras entre arribas y abajos, siendo caracterizado por los valores fundamentales del amor al prójimo y la renuncia al estatus. En ese sentido, y como dirá el mismo autor en otro de sus libros, el seguimiento de los discípulos del movimiento de Jesús no sólo estuvo determinado por condicionamientos religiosos, sino también por los sociales. La renuncia al estatus de los “carismáticos itinerantes cristianos primitivos”, tanto para dedicarse a la vida común, como también a los viajes misioneros, sociológicamente da cuenta del desarraigo social. Pero dicho desarraigo no sólo da cuenta de una antinomia con la sociedad imperante, sino también un de un fenómeno pneumatológico en el cual estos sujetos se sentían vocacionados. Dice Theissen: “El que abandonaba casa y hogar, esposa e hijos, para andar vagabundo por el mundo como carismático intinerante, era empujado a ello no solamente por la presión de las antinomias sociales, sino que iba tras la promesa de una vida nueva. Seguía una llamada. Naturalmente, ambas cosas no se pueden separar” [18]. Por ello, la práctica del artesanado era propia a la vida misional, puesto que las herramientas podían ser cargadas con facilidad, no así aquellos que tenían otros trabajos. La Didajé argüía sobre la necesidad de que ningún cristiano fuera ocioso. La vida nueva, el seguimiento, no implicaba el dejar las tareas que otros hubiesen considerado profanas. Era renuncia, pero para vivir.
Esto permite constatar que, a pesar de que los cristianos eran considerados por muchos en su tiempo como antisistémicos, en tanto ateos por su “rechazo a los antiguos dioses” y anárquicos por “su negativa a rendir culto al emperador” [19], los cristianos no constituyeron ghettos virtuosos. Vivieron una transformación integral, pero eso no obstó para que siguieran desarrollando sus tareas cotidianas. Aquí bien vale citar la comparación que hace J.M. Blásquez entre los primeros cristianos con la comunidad de Qumrán. Señala: “Hay diferencias ostensibles entre la relación de Jesús y sus discípulos y los sectarios de Qumrán. Éstos eran una élite sacerdotal que se separaron del templo y de su sacerdocio, ni la primitiva iglesia de Jerusalén rompió con el templo y su culto. Ni Jesús ni sus seguidores eran sacerdotes, ni constituyeron una casta sacerdotal. Los de Qumrán vivían apartados del mundo; Jesús, al contrario, predicaba a los pobres y comía con los pecadores. En la comunidad de Qumrán existía una especie de noviciado para entrar, Jesús no exigió a sus discípulos este tipo de preparación. Los de Qumrán hacían muchas abluciones, que no practicó Jesús. La comunidad estaba jerarquizada, lo que no sucede con los discípulos más cercanos a Jesús. En Qumrán se practicaba el celibato, aunque también había casados, mujeres y niños; Jesús fue célibe, pero los apóstoles estaban casados, y les seguían grupos de mujeres” [20]. Si bien es cierto, la vida monástica fue una reacción al barrido que la constantinización de la iglesia hizo con la vida frugal de las primeras comunidades, convirtiendo al movimiento de Jesús en una institución elitaria y jerárquica, los discípulos primitivos de Jesús no hicieron tabula rasa de las formas de vida en sociedad. Lucharon contra el paganismo, pero se caracterizaron por la inclusión en tanto aplicación del carácter redentivo de la fe que seguían.
4. Algunas reflexiones para abrir caminos futuros…
Es llamativo que muchos movimientos cristianos en el presente, que caben bajo la figura de Iglesia Emergente, propugnen un perfil restauracionista, sin dar cuenta del elemento pobre mayoritario en los primeros creyentes. Esto es más que olvido. El pastor presbiteriano Timothy Keller señala que: “Los primeros obispos cristianos en el Imperio Romano […] eran tan bien conocidos por identificarse con los pobres y débiles que a la larga, aunque eran parte de una religión minoritaria, se les veía como teniendo el derecho de hablar en nombre de la comunidad local como un todo. Preocuparse por los pobres y los débiles llegó a ser, irónicamente, una razón para la influencia cultural que la iglesia llegó a ostentar con el tiempo. Si la iglesia no se identifica con los marginados, será ella misma marginada. Esto es la justicia poética de Dios” [21]. Keller acierta en esto, actuando con rigor histórico y tratando de tender un puente con el presente de la iglesia. Pero reflexiones como estas no sirven de nada si no tienen correlato empírico. Se habla tanto de martirologio, pobreza y clandestinidad, pero no se hace nada por dejar las posiciones de comodidad que nos brindan nuestros templos e instituciones. Ofensivamente a nuestras formas de vida, caracterizada por el deseo de ascenso social, debemos decir que la frugalidad es parte de la vida cristiana. La renuncia al estatus siempre es un reflejo de amor al prójimo. Es lo que dijo Juan Crisóstomo en medio de la reacción monástica a la iglesia imperial: “¿Cómo piensas cumplir los mandamientos de Cristo, si te dedicas a reunir intereses amontonando préstamos, comprando esclavos como ganado, uniendo negocios a negocios?… Y esto no es todo. A todo esto le añades la injusticia, adueñándote de tierras y casas, y aumentando la pobreza y el hambre” [22]. Y esta vida frugal, acompañada de la empatía en relación a la necesidad del otro, tiene, y debe tener, expresiones internas y externas a la comunidad. Es lo que Pablo dice a los gálatas cuando les pide que: “aprovechemos cualquier oportunidad para hacer el bien a todos, y especialmente a los hermanos en la fe” (Gálatas 6:10). El amor debe manifestarse de manera intensiva en la comunidad, para luego extenderse a la sociedad.
El olvido de la pobreza de nuestros primeros hermanos es una burda ofensa a la Misión de Dios. Con devoción y compromiso debiésemos recordar las palabras del cántico de María, conocido como el Magnificat. La esposa del carpintero de Nazaret exclamó con profundo gozo: “Todo mi ser ensalza al Señor. Mi corazón está lleno de alegría a causa de Dios, mi Salvador, porque ha puesto sus ojos en mí que soy su humilde esclava. De ahora en adelante todos me llamarán feliz, pues ha hecho maravillas conmigo aquel que es todopoderoso, aquel cuyo nombre es santo y que siempre tiene misericordia de aquellos que le honran. Con la fuerza de su brazo destruyó los planes de los soberbios. Derribó a los poderosos de sus tronos y encumbró a los humildes. Llenó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Se desveló por el pueblo de Israel, su siervo, acordándose de mostrar misericordia, conforme a la promesa de valor eterno que hizo a nuestros antepasados, a Abrahán y a todos sus descendientes” (Lucas 1: 46-55). El cántico a la gracia del Salvador, a la justicia del Reino y a la fidelidad del Pacto nos hablan de la esperanza del Reino de Dios, que se acercó a nosotros con la venida de Cristo. Esta esperanza no nos debe hacer olvidar a quienes sufren los rigores de la vida, el hambre, la injusticia, el oprobio, no olvidando lo dicho por David J. Bosch cuando planteó que: “Jesús no volaba por las nubes, sino se sumergía en las circunstancias reales de los pobres, los cautivos, los ciegos y los oprimidos (cf. Lc. 4:18s.). Hoy día también Cristo está donde se encuentran los hambrientos y los enfermos, los explotados y los marginados. El poder de su resurrección empuja la historia hacia su final bajo la bandera ‘¡He aquí yo hago nuevas todas las cosas!’ (Ap. 21:5). Igual que su Señor, la Iglesia-en-misión tiene que tomar parte por la vida y en contra de la muerte, por la justicia y en contra de la opresión” [23].
La historia de Jesús y los apóstoles entre los pobres de la tierra nos seguirá gritando hasta el fin de nuestros días.
Luis Pino Moyano.
Notas bibliográficas.
[1] Todos los textos bíblicos citados en este artículo son tomados de: La Palabra. Edición Hispanoamericana. Madrid, Sociedad Bíblica de España, 2010.
[2] Karl Barth. Introducción a la Teología Evangélica. Salamanca, Ediciones Sígueme, 2006, p. 207.
[3] Michel de Certeau. La escritura de la historia. México D. F.: Universidad Iberoamericana, 1997, p. 69.
[4] Marc Bloch. Apología para la historia o el oficio del historiador. México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 46.
[5] Walter Benjamin. Tesis de Filosofía de la Historia. Revolta Global Formacio. En: http://www.revoltaglobal.cat/IMG/pdf/_5Bbenjamin_5Dtesis-filosofia-historia.pdf, p. 4 (Revisada en julio de 2010). Dicho texto de Benjamin también se encuentra disponible bajo el título de “Sobre el concepto de la historia” en la edición realizada por Pablo Oyarzún: Walter Benjamin. La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. Santiago, Universidad ARCIS y LOM Ediciones, 1998.
[6] Raymond Bakke. Misión integral en la ciudad. Buenos Aires, Ediciones Kairós, 2002, pp. 67, 68.
[7] Michael Green. La evangelización en la iglesia primitiva. Buenos Aires, Nueva Creación, 1997, p. 11.
[8] Justo González. Historia del Cristianismo. De la era de los mártires hasta la era inconclusa. Miami, Editorial Unilit, 2009, p. 111.
[9] Xavier Pikaza. Para leer la historia del pueblo de Dios. Navarra, Editorial Verbo Divino, 1990, p. 176.
[10] González. Op. Cit., p. 118.
[11] Citado por Stephen Neill. A History of Christian Missions. New York, Penguin, 1964, p. 45. Tomado de: Ruth Tucker. Hasta lo último de la tierra. Historia biográfica de la obra misionera. Deerfield, Editorial Vida, 1994, p. 23.
[12] Green. Op. Cit., p. 322.
[13] Ibídem, p. 323.
[14] Gerd Theissen. La religión de los primeros cristianos. Una teoría del cristianismo primitivo. Salamanca, Ediciones Sígueme, 2002, p. 143.
[15] Ibídem, p. 121.
[16] Green. Op. Cit., p. 312.
[17] Theissen. La religión de los primeros cristianos… Op. Cit., p. 88.
[18] Gerd Theissen. Estudios de sociología del cristianismo primitivo. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1985, p. 161.
[19] Williston Walker. Historia de la Iglesia Cristiana. Buenos Aires, Editorial La Aurora, 1957, p. 49.
[20] J.M. Blázquez. “Las sectas judías”. En: Jaime Alvar et al. Cristianismo primitivo y religiones mistéricas. Madrid, Ediciones Cátedra, 1995, p. 78.
[21] Timothy Keller. Iglesia Centrada. Miami, Editorial Vida, 2012, p. 237.
[22] Citado por González. Op. Cit., p. 209.