¿Cómo, por qué y para qué la Historia? Una lectura a tres propuestas posmodernas.

De manera posterior a la segunda guerra mundial los elementos fundantes de la modernidad se ponen en duda. Ya no se cree ni en linealidades ni en progresos. Se caen los metarrelatos y, al decir Lacan, quien revierte uno de los eslóganes de los jóvenes del mayo del ’68, “las estructuras salieron realmente a la calle”. Es así como nos acercamos a la mentada “crisis de la historia”. Gérard Noiriel postula que esta crisis se debe a una pérdida de identidad, debido a que se ha producido una multiplicidad de respuestas a la pregunta que define la disciplina: ¿qué es la historia? [1] Estamos en presencia de un debate polifónico por antonomasia. Se viviría bajo lo que Lyotard denominó “la condición posmoderna”, la que se caracteriza por la deconstrucción, la discontinuidad y la relatividad, elementos que se mueven como tormentosas aguas [2]. Dicha escena permite la configuración de un nuevo paradigma histórico que presenta el texto histórico como un artefacto literario. Entonces, a partir de la lectura de Hayden White, Michel Focault y Keith Jenkins [3], y el acercamiento a la cuestión metodológica, que implica no sólo el contenido del discurso sino también su forma (el cómo), podemos extender la discusión a la finalidad y utilidad de la historia (el por qué y el para qué). 

Hayden White sitúa la discusión sobre la disciplina historiográfica, en el cuestionamiento de la existencia de un método propio de la historia y de una conciencia histórica. A su vez, el debate se hace parte de la discusión que señala el carácter ficticio de las reconstrucciones históricas, su lucha por insertarse en el estatuto epistémico de las ciencias sociales [4]. ¿Es ciencia rigurosa o arte auténtico? En ese sentido, White rescata las dudas de filósofos ingleses y estadounidenses que plantean que la conciencia histórica viene a ser la base teórica de una posición ideológica cuyo prejuicio se transforma en el fundamento de la superioridad de la sociedad industrial moderna. 

White define la obra histórica “como lo que manifiestamente es: es decir, una estructura verbal en forma de discurso de prosa narrativa que dice ser un modelo, o imagen de estructuras y procesos pasados con el fin de explicar lo que fueron representándolos” [5]. Entre sus modelos reconocidos, el autor ve a (historiadores tradicionales) Michelet, Ranke, Tocqueville y Burckardt y a (filósofos de la historia) Hegel, Marx, Nietzsche y Croce. Éstos asentarían un canon que permite señalar qué es y no es una obra histórica. Los historiadores tradicionales organizan su relato en el campo de la crónica, que no es más que el ordenamiento de los hechos, en el orden temporal en que ocurrieron. Cuando los elementos se organizan en el relato, presuponemos la ordenación de hechos como componentes de un espectáculo, con un comienzo, medio y fin. Los hechos no son coherentes en sí mismos, es el relato el que los dota de coherencia, permitiendo su comprensión. Aquí el elemento clave es la trama. White define tramado como “la manera en una secuencia de sucesos organizada en un relato de cierto tipo particular” [6]. El historiador se encuentra obligado a tramar y lo puede hacer de cuatro modos de trama: romance, tragedia, comedia y sátira. Para el autor, hasta la historia más sincrónica y estructural se encuentra tramada de alguna manera. La sátira es el relato organizado en el modo irónico. Por su parte, el romance es, fundamentalmente, un drama de autoidentificación simbolizado por la trascendencia del héroe del mundo de la experiencia, su victoria y su liberación final. Tenemos también la tragedia y la comedia. La primera de ellas, desemboca en una revelación de la naturaleza de las fuerzas que se oponen al hombre. La segunda, desemboca en la reconciliación final de fuerzas opuestas. Estas cuatro formas arquetípicas de relato nos proporcionan un medio de caracterización de los distintos tipos de efectos explicativos que un historiador puede alcanzar en el nivel de la narrativa y, nos permite distinguir las narrativas diacrónicas o procesionales de las sincrónicas o estáticas, en las que domina el sentimiento de continuidad estructural. Estas narrativas indican solamente una diferencia en la relación continuidad-cambio. En ese sentido, la argumentación formal es el sentido o significado de todo lo que el historiador ya tramó. Es por eso que el autor habla de una poética de la historia recalcando su componente imaginativo. Y es ese componente, el que le permite establecer que el historiador está implicado ideológicamente, se encuentra posicionado. Para White, la ideología es “un conjunto de prescripciones para tomar posición en el mundo presente de la praxis social y actuar sobre él” [7]. 

A eso se refiere, por su parte Keith Jenkins cuando señala que la historia es “ideológica y posicionada/posicionante”, es “siempre para alguien” [8]. Vale decir, la reconstrucción historiográfica del pasado no es natural ni objetiva ni posible. Siempre hay representación y por ende constructo cultural. Jenkins dirá que “el pasado no existe ‘históricamente’ fuera de las apropiaciones textuales y constructivas de historiadores, por lo cual, habiendo sido hecho por ellos, no tiene independencia propia que le permita resistir a su voluntad interpretativa, en lo particular a nivel del significado” [9]. Y, en ese sentido, si hay una constatación posible al historizar la propia disciplina es que la ideología burguesa se ha articulado en el discurso histórico. 

Es lo anterior lo que nos permite un acercamiento a la propuesta foucaultiana. Foucault propone un sistema de estudio que es la genealogía, que no está interesada en conocer los orígenes, sino, más bien las procedencias. En la genealogía uno se acerca a lo esencial a bandazos, por lo cual uno siempre trabaja a partir de un dominio empírico. Pero para él, la problematización no es la representación de un objeto preexistente ni la creación discursiva de un objeto que no existe, sino más bien, “el conjunto de las prácticas discursivas y no discursivas lo que hace entrar a algo en el juego de lo verdadero y de lo falso y lo constituye como objeto de pensamiento” [10]. Lo importante, en esta forma de reflexión, es el fenómeno a estudiar, ya no en un contexto social, político y epistemológico o en relación con los otros, sino con el problema invertido, en relación al individuo mismo. La pregunta sería: “-¿Cómo lo afecta a uno una situación?” Foucault señala: “He aquí lo que he intentado reconstruir: la formación y el desarrollo de una práctica del yo que tiene por objetivo constituirse a uno mismo en tanto obrero de la belleza de su propia vida” [11]. La metodología, partiría con el tema en los términos en que se plantea en la actualidad, realizando un análisis a partir de una cuestión presente [12]. 

Todo ello nos hace entender al pensador francés cuando señala que “la genealogía no se opone a la historia como la visión altiva y profunda del filósofo se opone a la mirada de topo sabio; se opone, por el contrario, al desplegamiento metahistórico de las significaciones ideales y de las indefinidas teleologías” [13]. Foucault insiste en dos cosas. En que no hay posibilidad de descubrir los orígenes, como causas unívocas, sino más bien relevar emergencias, puesto que la historia, siguiendo la idea nietzscheana, es humana, sobre todo humana. Por ello es que el sujeto que historiza lo que observa siempre mira desde un determinado ángulo. En ese sentido, se debe obviar la pretensión cientificista de la separación del sujeto cognoscente con su objeto de estudio. Y eso otorgaría herramientas. Al decir de Jenkins, el posmodernismo radical, “ofrece al menos la posibilidad de mantener vivo el pensamiento emancipatorio” [14]. No se trata de la mera repetición de lo viejo. 

Debo señalar que la crítica posmoderna a la historia, en muchos aspectos, me hace sentido. Me hace consciente del uso de los conceptos y de su utillaje político, ergo de su carencia de neutralidad. Me hace consciente de mis decisiones a la hora de narrar y de escribir, puesto que no existe historia sin narración y discurso. Bajo ese sentido, puedo distinguir la diferencia entre ficcionalidad y falsedad, en tanto todo hecho o evento en la historia siempre lo miro desde un lugar de producción, lugar que está cargado de toda mi subjetividad, lo que no es reducido por el uso de métodos y herramientas de análisis, por que no son ellas las que me usan a mí, sino al revés. El relato final siempre dice lo que quiero decir, y si no lo hace, no está bien logrado. Eso, además, es lo que me hace dar importancia en mi relato a ciertos sujetos o acciones y minusvalorar e, inclusive, omitir a otros. Pero esos reconocimientos no me pueden hacer obviar a los sujetos. No soy yo el que les da habla, cuando ellos ya la tuvieron antes. No doy voz al sin voz, sino relevo al que ha sido ocultado o acallado por una voz (pre)potente. 

Foucault decía que “La historia tiene más que hacer que servir a la filosofía y narrar el nacimiento necesario de la verdad y del valor; la historia ha de ser el conocimiento diferencial de las energías y las debilidades, de las cumbres y de los hundimientos, de los venenos y de los contravenenos. La historia ha de ser la ciencia de los remedios” [15]. Pero, ¿cómo puede ser la ciencia de los remedios si mi historia carece de sujetos? Porque si bien es cierto, Jenkins señala que el posmodernismo radical aumenta o mantiene la posibilidad de emancipación, habría que preguntarse: ¿emancipación de quién? Lisa y llanamente, emancipación del sujeto historiador que escribe y narra apartado de toda normatividad cientificista. Pero no emancipación de los sujetos que narro o leo, puesto que quedan atrapados en mi escritura. Están sujetados por mi relato. Sin lugar a dudas, esa no es la historia que quiero escribir ni mucho menos hacer. 

Luis Pino Moyano.


Notas bibliográficas. 

[1] Gérard Noiriel. Sobre la crisis de la Historia. Madrid, Ediciones Cátedra, 1997. 

[2] Jean-François Lyotard. La condición postmoderna. Informe sobre el saber. Madrid, Ediciones Cátedra, 1987.   

[3] Hayden White. Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2002; Michel Foucault. Nietzsche, la genealogía, la historia. Valencia, Pre-textos, 1997; Keith Jenkins. ¿Por qué la historia? México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2006. He leído, para esta entrega, los textos de Foucault y Jenkins en función del texto de White, agregando, a su vez, unas breves referencias a otras lecturas.  

[4] La discusión fue propuesta en diversos momentos por Valéry, Heidegger, Sartre, Lévi-Strauss y Foucault.

[5] White. Op. Cit., p. 14.

[6] Ibídem, p. 18.  

[7] Ibídem, p. 32. 

[8] Jenkins. Op Cit., p. 12. 

[9] Ibídem, p. 13. 

[10] Michel Foucault. Saber y Verdad. Madrid, Editorial La Piqueta, 1991, pp. 231, 232. Capítulo: “El interés por la verdad”.  

[11] Ibídem, p. 234. 

[12] Ibídem, p. 237. 

[13] Foucault. Nietzsche… Op. Cit., p. 13. 

[14] Jenkins. Op. Cit., p. 64  

[15] Foucault. Nietzsche… Op. Cit., p. 53.  

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