El espectáculo brindado de un tiempo a esta parte por la autoproclamada “Lista del Pueblo”, especialmente por sus élites, ha estado cargado de un tinte tragicómico, propio de una política analfabeta que se centra en lo performático y en el imaginario, al modo de una publicidad de productos que satisfacen la necesidad de consumir. La pregunta cae de cajón: ¿cuál es el producto que se intentó poner a disposición? Y la respuesta es sencilla: proveer de un nuevo referente de izquierdas, por supuesto, más de izquierda que los otros existentes, compuesto efectivamente por el “pueblo” y no por sujetos corrompidos por la política institucional y/o tradicional.
Para lograr su objetivo (auto)promocional, no han dudado en asumir el tono de las asambleas universitarias, donde los que gritan son los que ganan y donde la propuesta más radical -por irreal que sea en contenido y forma de aplicación- es la verdad verdadera que se opone al amarillismo. Por ello, toda posibilidad de lograr consensos es pensada como una transacción, o en la lengua que les es propia, una cocina. Y, quizá, dentro de lo más antiético y antiestético, esté la legitimación de una serie de actos de matonaje, entre ellos el vivido por el candidato presidencial Gabriel Boric, quien carga con el letrero del rey de los amarillos por firmar el acuerdo de noviembre de 2019 y dar su apoyo a una ley conocida como “antibarricadas», claro está, sin que los sesudos críticos de las redes sociales ad hoc pudiesen diferenciar aquellos artículos que sancionaban delitos como los saqueos e incendios, o los daños provocados a bomberos e instituciones de salud. El uso mañoso de la información, en este caso, trae el rédito de la pureza. Como objeto de consumo, la “Lista del Pueblo” sería un producto de fina selección.
Pero es aquí donde se hace manifiesto un problema de origen y estructural de este producto performático: el purismo choca con su tendencia al divisionismo -siempre hay más puristas dentro de los puristas- y, porque cuando la expectativa no se condice con la experiencia, el efecto del discurso moral se desinfla. Y en el tiempo presuroso de la política en un momento constituyente, dicho problema se ha manifestado con esos dos alcances. Por un lado, han buscado presentar un candidato a la presidencia de la República, comenzando por Sharp, pasando por Cuevas y terminando en el fiasco de la candidatura de Ancalao. El “divide y vencerás” tradicional, se vive como si el sistema binominal nunca se hubiese acabado en Chile, puesto que en dicho formato la competencia electoral más feroz es con el “amigo”. La “Lista del Pueblo” ha adolecido de dos de los estigmas más lacerantes de las izquierdas en Chile: por un lado, ese realismo mágico que lleva a confundir retórica con realidad y, por otro, esa tendencia de incapacidad de generar alianzas que no se peleen por el punto y la coma. La experiencia de fracasos y derrotas de este sector de lo político debiese servir de algo a estas alturas. Pero para coaliciones como la “Lista del Pueblo” el pasado y el futuro no son tema. El puro presente importa. No hay historia y no hay proyecto, ergo no hay real y concreta voluntad de poder.
El moralismo también ya ha perdido su fuerza. Comenzando por ese procedimiento electoral estilo reality show con un proceso de selección en el que una comisión elegida a dedo dictamina si el sujeto es candidato o no, a pesar de la pontificación contra la “cocina”. Es fácil y populachero gritar “el pueblo unido avanza sin partidos”, para luego “pasar máquina” e instrumentalizar en torno a un mero sentido de popularidad. Con ese mismo moralismo, la convencional Elsa Labraña grababa, o transmitía en un live, a Fernando Atria, cuando éste explicaba por qué la Convención no tiene facultades para cambiar el quórum de 2/3 y, junto con ello, por qué se oponía a los plebiscitos dirimentes tal y como fueron propuestos como idea linda pero sin aterrizaje. Y para qué hablar del espectáculo tragicómico del casi-candidato Diego Ancalao, quien presentó 23.135 partrocinios de su candidatura con firma y timbre de un notario fallecido en febrero de este año y cuya notaría había cerrado en 2018. Y sí, adivinaron, no hubo autocrítica, sólo anuncios de querellas contra Ancalao y perdón por un acto del que no serían responsables, cuando lo que habría que hacer es cerrar la puerta por fuera. Precisamente, para eso sirven los partidos políticos: organizar en torno a proyectos y no por panfletos o consignas. Aquí, en la “Lista del Pueblo”, ¿quién renuncia o pone su cargo a disposición? ¿Quién se hace cargo del mecanismo elegido para designar al candidato? ¿Quién organiza el proceso autocrítico que conduzca al establecimiento de una nueva estrategia? La responsabilidad individual y colectiva brilla por su ausencia.
El divisionismo y el moralismo serán las palas con las que se cave la tumba política de la “Lista del Pueblo”. Quisieron destruir lo político y la política, en su sentido deliberativo y de producción de pensamiento crítico, les está dejando a la vera del camino por la vía desmembramiento, del “fuego amigo” y de la incapacidad de entender lógicas procedimentales claramente establecidas. Aquí no hay derrota, sino fracaso. La “Lista del Pueblo” ha fracasado con todo éxito, a tal nivel, que como no hay revolución. Saturno no se devoró a sus propios hijos. No fue necesario.
A quienes sobreviven de la “Lista del Pueblo” decirles que ya no es el tiempo de hacerse cargo de su banalización de la idea de “pueblo” y su negación de lo político, del componente estratégico que subyace al concepto, y que se hayan apoderado de un momento de nuestra historia reciente -el octubre chileno- vaciado de su épica, opacando su diversidad, imponiéndole la burka de la seriedad de la muerte que sólo se queda con la indignación. Ya no tiene sentido pensar en la durabilidad de dicha coalición, que emergió como un instrumento para la llegar a la Convención Constitucional y no para otra cosa. En lo que se debe pensar, particularmente sus convencionales, es en no perder de vista la alta labor que el pueblo les delegó: la tarea de construir una nueva Constitución que es la salida institucional de la crisis y la puerta abierta a un Chile democrático sin las sombras del autoritarismo. No sé si estarán dispuestos a cargar con la mochila del fracaso de dicha instancia a costas de su irresponsabilidad y falta de creatividad transformadora.
Luis Pino Moyano.
Yo añadiría al análisis cuál fue la primera gran división al interior de la Lista Del Pueblo (LDP). Fue respecto a si el colectivo debía participar o no en las elecciones parlamentarias y presidenciales. La fraccion LDP no-electoral fue la que se desvinculó desde el principio del movimiento, y luego sus rostros visibles (los constituyentes) renunciaron oficialmente al colectivo. Los que permanecían eran los que tenían intereses electorales (liderados por el Klan Kiltro, «los fundadores»).
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