Nadie se separa de la noche a la mañana. Es una decisión sumamente difícil y dolorosa. Y profesar la fe evangélica no facilita las cosas, ni en la teoría ni en la práctica. ¡Y menos mal que no creemos que el matrimonio sea un sacramento! Sí, yo sigo creyendo en todo lo que dice la Biblia sobre el matrimonio, que “es un estado honorable, instituido por Dios […] y nos significa la unión mística que hay entre Cristo y la Iglesia. Este santo estado Cristo lo adornó y lo hermoseó con su presencia y con el milagro que hizo en Caná de Galilea, San Pablo lo recomienda como digno de honor entre todos”. Esta cita la tomé del ritual que leyó el pastor que impetró la bendición nupcial, y que ha acompañado tantas otras desde los orígenes del anglicanismo, pasando por el metodismo de Wesley y llegando al pentecostalismo chileno. Y sí, sigo creyendo en que el matrimonio fue hecho para durar.
Pero en mi caso, como en el de muchos otros y otras que profesan la común fe no duró. Y vendrán otras historias similares. ¿Es triste? Sí. Pero es real. Por eso el protestantismo no consideró el matrimonio como sacramento, porque nunca confundió la realidad con lo ideal, entendió que quienes lo conformaban podían estar animados por un “hasta que la muerte los separe, y que lo que Dios juntó no lo separe el hombre”, pero nunca como modelos terminados, sino como santos pecadores, como personas que cometemos errores, que echamos a perder las cosas a la par de tratar de construir. Nuestras miradas y percepciones de la realidad son atrofiadas u obnubiladas. Y, bueno, hay algunos matrimonios que se acaban por las cláusulas bíblicas relacionadas con la “fornicación”, que en la teología bíblica no sólo incluye el adulterio sino también la ausencia de consentimiento en la relación sexual en el lecho matrimonial (léase, violación); o en aquella donde un/a cónyuge no creyente prohíbe vivir su fe a quien es creyente, porque fuimos liberados no para vivir la esclavitud. A esas cláusulas, podríamos sumar a la luz de la propia enseñanza bíblica, el tema del maltrato intrafamiliar que rompe con el compañerismo que supone el unirse en ese estado honroso (el feminismo occidental porta muchos elementos, quiéranlo algunas de sus exponentes o no, del cristianismo). No todos/as quienes nos separamos terminamos nuestra relación matrimonial por algunas de esas causas. Hay otras que impiden la sana convivencia que no están explícitas en el texto, y ahí está el desafío interpretativo de no confundir mandatos con principios.
No hay un matrimonio que sea igual, ergo no hay una separación o divorcio que sea igual. Y es ahí donde las iglesias evangélicas, en su mayoría, no están preparadas para trabajar con la separación, por varias razones.
La primera de ellas, es porque los evangélicos tendemos a no escuchar. Y en esa tendencia nos ponemos en el centro, en lo mucho que nos duele que las personas se separen, o en el daño que le puede hacer a la comunidad -sobre todo si las personas son o fueron líderes-. Y sí, es innegable ese dolor y daño, pero esas personas no son el centro en la situación de quiebre matrimonial, sino la pareja que se separa. Son esas personas las que tienen que ser escuchadas, acompañadas, abrazadas, visitadas. Y, por cierto, respetadas cuando no quieran hablar, porque su dolor o rabia es muy grande que prefieren estar acostadas y no querer estar con nadie momentáneamente. Son esas personas, aprovechando el material que nos ha provisto Shakira, quienes pasan por momentos en los que tratan de ver que “no fue culpa tuya ni culpa mía, sino de la monotonía”, para luego vomitar toda la rabia en una “tiradera”. Y si no estás dispuesto a secar lágrimas o limpiar el vómito no estás, simplemente eso. No eres tú, líder de la iglesia el que tiene que ser escuchado o buscado en esas situaciones. No esperes que el dolor sea el que te enseñe a ser más empático y menos moralista.
La segunda razón, es porque los evangélicos no tenemos una pastoral del fracaso. Hablamos y hablamos de la “Sola Gratia”, cantamos fortísimo y armoniosamente siguiendo fielmente la partitura de “Sublime gracia”, pero cuando las personas fracasan o somos indiferentes o somos crueles e implacables. Es triste decirlo, pero yo he visto más crueldad en el mundo canuto que fuera de él. Y sí, puede que me falte calle, pero no deja de ser cierto lo que estoy planteando. De hecho, hay personas que pueden cometer errores mucho más grandes y dañinos para el resto, pero no tienen el mismo juicio que quienes se separan. Lo que menos necesita una persona separada dentro de una comunidad eclesial es que se le ponga un cartel y una mochila de separado/a, convirtiéndole inmediatamente en un paria, en una persona leprosa que tiene que caminar a la distancia gritando “¡separado, separado!” en vez de “¡inmundo, inmundo!”, aunque a la larga eso termine pareciéndose. Pero tampoco esa persona necesita ser entendida como víctima, como “pobrecito/a”. Nada de eso le ayudará a levantarse. Nada de eso le fortalecerá. Nada de eso será un acto de gracia. La gracia redime, limpia, levanta. Asume la hermandad y el compañerismo, aunque traiga costos. Nos falta leer la genealogía de Jesús y esa historia llena de familias disfuncionales, para entender que Dios escribe recto sobre nuestras líneas torcidas. Prefiero mil veces a quien con simpleza dice que “uno es bueno hasta que es malo”, que toda disquisición teológica ortodoxa a la que le falte compasión y hospitalidad.
La tercera razón, es porque la estructura eclesial en la mayoría de los contextos evangélicos no tiene instancias para las personas separadas o divorciadas. Hay para jóvenes, donde se presupone la soltería y un límite de edad, o para gente casada, ya sea en reuniones de varones o mujeres (en algunas iglesias estas instancias están abiertas sin depender del estado civil) o de encuentros matrimoniales. ¿En que instancia cabe una persona separada o divorciada? Puede que no haya voluntad de esto, pero a la larga, por comisión u omisión, hay un acto excluyente. El desafío de las iglesias no es moldearse por lo que es más cómodo o reputado, sino a la realidad que está viviendo, en la que personas que no son modelos terminados viven la fe en comunidad. Y esto es grave. Porque una iglesia que no está preparada para ser la comunidad real está caminando a pasos agigantados a su sepultura.
La cuarta razón, es que el mundo evangélico no concibe a una persona creyente que esté enojada con Dios. Sí, no estoy diciendo ninguna herejía ni blasfemia: ¡enojo con Dios! Aquí no nos falta calle, nos falta Biblia, libros poéticos a la vena. ¿O no has visto a Job, David o al Qohelet estar realmente enojados con Dios? Si te sirve, durante varios días he sentido eso. He estado enojado con Dios por lo que me pasó. Y sí, se me pasa, y le digo algo así como “sé que no eres tú, soy yo”. Pero esa sensación no deja de ser real. Si una persona evangélica me dice que siempre ha “andado de gloria en gloria”, orando sin cesar toda su vida, viviendo una espiritualidad plena y cotidiana durante toda su experiencia cristiana, se merece el premio a la mentira más grande. Nadie vive así siempre. No por nada la Biblia invita a volver al primer amor. Y, por cierto, no hay espiritualidad cristiana sin sentido de la vulnerabilidad, sin “volver a sentir profundo como un niño frente a Dios”, como cantara Violeta cuando quería volver a los diecisiete.
Y la quinta razón que veo (¡pueden haber más!), es que el mundo canuto del que soy parte no está preparado para ver personas separadas que vuelven a hacer sus vidas, sea en la soltería como una opción o conociendo a una persona en una nueva relación. Y eso, porque incluso quienes son mayores de edad son vistos como personas incompletas si no se casan. Cuando yo cumplí 20 años y me veían conversar con una chica me llenaban de preguntas del estilo “¿Y cuándo se va a casar?”. Preguntas que no sólo incomodan, sino que pueden dañar a personas que están viviendo dolores amorosos. Pero por sobre todo, porque una persona está completa en su integridad como persona independientemente del resto. Ahora, toda esa mirada entra en colisión cuando alguien que se ha separado quiere empezar una relación con otra persona, soltera o separada. “Sigue casado/a ante los ojos de Dios” es la mentira más grande dicha, porque no se sustenta en lo que enseña la Biblia. El pacto matrimonial roto está terminado. Las personas que se separan pueden rehacer sus vidas porque son solteras bíblicamente hablando. Y ojo. Nadie se casa de inmediato (por lo menos, no por obligación). La persona separada cuando tiene el ánimo de sacarse el cartel de separado/a, tiene todo el derecho a vivir el día a día, a disfrutar el conocer a otra persona y sentir la mismas sensaciones que sentía antes de casarse o en los primeros años del enamoramiento con la madurez del venir de vuelta. Ayer, una persona muy querida me dijo que “no podemos cambiar el camino de una hormiga y estamos pensando en mañana”. Si te separaste, Cristo con su gracia te viste con ropas nuevas como al pródigo y te libera para comenzar de nuevo, con todo el vértigo del viento en la cara que da la libertad.
A estas alturas del partido, esto ya no lo escribo por mí. Ya fue. “Yera”, como dice la juventud actual. Lo escribo por y para quienes están pasando por el momento de la pena y la rabia de haberse separado y quienes la vivirán. Nadie se merece leyes del hielo y tratos ausentes de compasión.
Como diría Charles Swindoll en el libro más revolucionario que he leído en mi vida: “una cosa es creer en la gracia, otra cosa es vivirla”. Hay mucho por hacer.
Luis Pino Moyano.
Creo que es evidente, hace mucho, que hay una crisis, pero nos ha faltado Biblia y calle como iglesia para haberla visto antes.
Concuerdo con que la iglesia no está preparada para tratar la separación, pero creo que la problemática es algo más profunda, porque confluye también la vida comunitaria y la individual, donde muchas veces ambas no se encuentran más que en el ritual dominical (si es que…).
Le estimamos mucho y esperamos encontrarnos pronto, querido hermano.
Dios sane sus heridas, aunque espero sinceramente darle un buen abrazo.
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