Navidad y la paz.

“Noche de paz” debe ser uno de los villancicos más conocidos y transversales a las distintas tradiciones cristianas, por ende la paz es un tema del que hay que hablar en una ocasión como esta. Sí, paz. Aún en medio de los tiempos convulsionados que estamos viviendo en nuestro país, podemos hablar de paz. La ausencia de paz, o el no entendimiento de ella, ha sido una constante en la historia del mundo. Desde la caída de Adán, que no sólo trajo un quiebre en la relación con Dios, sino también con su esposa Eva, y luego en el asesinato de Abel por parte de su hermano Caín, podemos ver el origen de la ausencia de paz con Dios y con nuestro prójimo. Eso es en esencia el pecado: apartar la vista de Dios, lo que nos lleva a poner la vista en nosotros mismos, apartándola de nuestro prójimo y del mundo en que vivimos. 

En tiempos más cercanos, el siglo XX fue uno donde la paz no era el pan de cada día. Dos guerras mundiales, marcaron su primera mitad. Luego de la segunda de ellas, Gabriela Mistral, nuestra Premio Nobel de Literatura, con la agudeza que la caracteriza escribió un breve texto llamado “La palabra maldita”, mientras vivía en Veracruz en 1950. Esa palabra maldita era “paz”. Ella señalaba que se encontraba carente de todo sentido, su uso era banal, pues se hablaba de ella por todos lados, y hasta con mucha alegría aparente, pero nadie la vivía. Mistral dice: “La palabra ‘paz’ es vocablo maldito. Usted se acordará de aquello de ‘Mi paz os dejo, mi paz os doy’. Pero no está de moda Jesucristo, ya no se lleva”. Señala más adelante: “la palabra más insistente en los Evangelios es ella [¡paz!] precisamente, este vocablo tachado en los periódicos, este vocablo metido en un rincón, este monosílabo que nos está vedado como si fuera una palabrota obscena. Es la palabra por excelencia y la que, repetida hace presencia en las Escrituras sacras como una obsesión”.

¿Es la paz una palabra maldita para nosotros los creyentes en Cristo? ¿Qué nos hace falta para vivir en paz? ¿Qué significa la paz a la luz de la Palabra? ¿Cuándo la tendremos? Son preguntas demasiado necesarias. Y la esperanza de Adviento nos permite que nos acerquemos a ella, porque Cristo es quien trae y produce paz. En este artículo, veremos el anuncio de la paz, y sobre la paz-ya y la paz-todavía-no.

El anuncio de la paz.

Desde el cautiverio babilónico, y mientras más pasaba el tiempo, sobre todo en el contexto de los cuatrocientos años de silencio entre los testamentos se aceró la espera del Mesías (Leer como ejemplo, Lamentaciones 5). Se anhelaba la venida de un libertador político que les liberara del yugo romano, y un salvador que les liberara de la enfermedad y las dificultades físicas y materiales. Se hablaba de “la consolación de Israel” o “la redención de Israel”. Jesús llegó a un pueblo que esperaba y anhelaba al Mesías. Lo que nadie esperaba era que su triunfo fuese por medio de una aparente derrota: la cruz. Es en medio de esa espera que surge el anuncio. 

“En esa misma región había unos pastores que pasaban la noche en el campo, turnándose para cuidar sus rebaños. Sucedió que un ángel del Señor se les apareció. La gloria del Señor los envolvió en su luz, y se llenaron de temor. Pero el ángel les dijo: ‘No tengan miedo. Miren que les traigo buenas noticias que serán motivo de mucha alegría para todo el pueblo. Hoy les ha nacido en la Ciudad de David un Salvador, que es Cristo el Señor. Esto les servirá de señal: Encontrarán a un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre’. De repente apareció una multitud de ángeles del cielo, que alababan a Dios y decían: ‘Gloria a Dios en las alturas […](Lucas 2:8-14a).

Pongamos la atención en los receptores del mensaje: se trata de pastores trashumantes, viajeros estacionales, que buscaban los mejores lugares para que pastara su ganado. También lo hacían en invierno, para cuidar los animales que eran usados para los sacrificios. Era gente conocida por su olor: a humo y a animal, mezclado con sudor luego de tanta caminata. Pero eso no era nada al lado del prejuicio que cargaban. Los pastores eran sujetos despreciados, pues su trabajo les impedía guardar la ley ceremonial. Además de eso, como viajeros dentro del país, era común que muchos de ellos se volvieran ladrones. Es decir, los ángeles que cantan a la gloria de Dios lo hacen teniendo como audiencia a los malacatosos y malandras del mundo. Por su parte, la manifestación angelical produjo miedo en ellos, cosa muy propia en fenómenos sobrenaturales como ese, por lo que necesitan recibir aliento. El mensaje les quita el miedo y les dota de profunda alegría, de verdadera alegría. No alegría basada en momentos ni en cosas que pueden perecer y acabarse, sino una que está sustentada en Cristo y su redención. 

El mensaje tiene como centro y protagonista a Jesucristo. El nacimiento de un Salvador es de un libertador del pecado y la muerte. ¡Cristo tiene el poder para redimir todas las cosas! La mención de Cristo como Señor es una designación que refiere a la divinidad (reservado celosamente a Dios en el AT) y al dominio de Cristo. Además, es una declaración subversiva en el contexto imperial, en el que el César era llamado “señor”. Por eso, la primera confesión de fe de la iglesia cristiana, a saber, “Cristo es el Señor” no sólo era una declaración de ortodoxia teológica, sino un principio de vida tan radical que podría llevar a la pérdida de ella, a la muerte portando un testimonio, que es el significado literal del martirio. Aún así, la vista nunca está en nosotros sino en Dios: “Gloria a Dios en las alturas”. Soli Deo Gloria. 

Notemos algunos aprendizajes prácticos hasta acá. 

· Los pastores reciben el mensaje de Dios cuando trabajan. Cuestión clave en la Biblia. Dios se presenta y llama a la misión a gente que está ocupada, que está haciendo algo o está pensando en cosas por realizar. Por eso, la excusa de “no puedo porque tengo algo que hacer”, resulta tan falta de realismo e, incluso, ofensiva en relación a quienes se han dispuesto a servir a Dios.

· El mensaje produjo alegría en los pastores. Las preguntas aparecen de inmediato: a) ¿el evangelio produce alegría en los lugares en los que vives y te relacionas con otras personas?; b) ¿celebras culto a Dios con alegría o por rutina?

· El mensaje de la Navidad es esperanzador: produce que descansemos de nuestra autojusticia, de nuestros temores, fracasos y yerros. Cristo es quien nos salva.

· Cristo es el Señor. Lo que verían los pastores, sería a un bebé, acostado en un cajón que se usaba para que los animales comieran, y no a un rey poderoso. Cristo estuvo dispuesto a ser un bebé, pequeño y vulnerable. Estuvo dispuesto a perder el control. ¿Estarías dispuesto a perder el control para que el Niño de Belén sea tu verdadero Señor?

La paz ya.

“Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los que gozan de su buena voluntad (Lucas 2:14, el subrayado y la acentuación es propia). 

En el contexto del anuncio angelical se hablaba mucho de paz, de la Pax Romana, que era un artilugio impuesto y opresivo, y que correspondía al sometimiento de un súbdito (la figura posterior del vasallaje podría servir para tenerla en mente). Pero más que la pax romana, y que cualquier paz construida por seres humanos, la paz que produce Cristo es profunda y duradera. Es un acto de la gracia de Dios el recibir la paz. La paz no es para todos, es una promesa para su pueblo, la gente que Dios amó.

La paz de Cristo ya había sido anunciada en el Antiguo Testamento. El profeta Isaías señaló: “Juzgará con justicia a los desvalidos, y dará un fallo justo en favor de los pobres de la tierra. Destruirá la tierra con la vara de su boca; matará al malvado con el aliento de sus labios. La justicia será el cinto de sus lomos y la fidelidad el ceñidor de su cintura. El lobo vivirá con el cordero, el leopardo se echará con el cabrito, y juntos andarán el ternero y el cachorro de león, y un niño pequeño los guiará. La vaca pastará con la osa, sus crías se echarán juntas, y el león comerá paja como el buey. Jugará el niño de pecho junto a la cueva de la cobra, y el recién destetado meterá la mano en el nido de la víbora. No harán ningún daño ni estrago en todo mi monte santo, porque rebosará la tierra con el conocimiento del Señor como rebosa el mar con las aguas. En aquel día se alzará la raíz de Isaí como estandarte de los pueblos; hacia él correrán las naciones, y glorioso será el lugar donde repose” (Isaías 11:4-10). Este texto es clave para entender lo que se denomina perspectiva profética. Hay muchos acontecimientos y acciones pasadas-presentes-y-futuras que se entremezclan en este relato. Es que el Reino de Dios tiene dos dimensiones temporales: “ya, pero todavía no”. Por ejemplo, el texto habla del juicio de Dios. ¿En qué consiste el juicio divino? Consiste en la preocupación paternal del Rey por los pobres y afligidos de la tierra y su rechazo a la tiranía, impiedad e injusticia. El propósito para la vida humana, sin distinciones ni favoritismos, es Shalom, paz, armonía social y vida en abundancia. Dicho Shalom es fruto de la justicia según Isaías 32:17. Su acción, por lo tanto, se orienta a restaurar o vindicar a quienes sufren la injusticia e instituir así la equidad.  

En las palabras del profeta Isaías notamos el estado de paz y de armonía en el que vivirían los súbditos del Reino. Las relaciones violentas y contradictorias serían transformadas de tal manera que nadie provocará el daño del otro. Es el conocimiento de Jehová que llena la tierra, tal y como las aguas cubren el mar, es lo que producirá tal condición social. Aquí no está de más recordar, que para los judíos “conocer” siempre implica “relación”. Entonces, la paz en el ya del Reino de Dios tiene que ver con nuestras relaciones con Dios y con el prójimo, que es lo que veremos a continuación. 

a. La paz con Dios: Sin lugar a dudas una de las palabras más importantes que aparecen registradas en el Apocalipsis son las dichas por Dios, desde su trono, “Yo hago nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21:5). Esa es la expresión del plan redentor de Dios cumplido en Cristo. Dios está en misión, redimiendo a su creación. Pablo dijo en 2ª Corintios 5:17-21: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas. Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación. Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios. Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (RV 1960). Dios está hablando de algo que está haciendo en el presente, no en el futuro (“Yo hago”). La renovación de los creyentes y de todo lo creado es cosa segura en las manos del Dios de toda gracia. Sólo Él nos puede prometer el paraíso verdadero. Esta tarea reconciliadora tiene un alcance salvífico. Romanos 5:1 dice: “En consecuencia, ya que hemos sido justificados mediante la fe, tenemos paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”. Es Jesús, que vive la vida perfecta que nosotros no podemos vivir, que cumple la ley de Dios como nosotros no lo hemos podido hacer, que muere por nosotros sin merecerlo por que en amor nos sustituye, que hoy intercede por nosotros ante el Padre como abogado, que es nuestro único mediador entre Dios y los hombres. ¡Es Jesús quien hace todo para que tú y yo podamos volver a tener comunión con Dios! La religión cristiana no se trata de mis esfuerzos ni de los tuyos, se trata del esfuerzo de Dios en Cristo. Nuestra paz con Dios no cuesta nuestros esfuerzos, costó los esfuerzos de Cristo, que dejó su “trono y corona por mi, al venir a Belén a nacer”. 

b. La paz con nuestros hermanos en Cristo: En los tiempos de Pablo, los paganos eran llamados “perros”, y aunque algunos se hicieron prosélitos del judaísmo, nunca fueron aceptados del todo, por el hecho de no ser “hijos de Abraham”. Los judaizantes no se despojaron de ese sentimiento de superioridad que derivaba en desprecio. En la sociedad grecolatina, se miraba con desprecio a los esclavos. Aristóteles había señalado que éstos eran “un implemento animado”. También existía una jerarquización extrema entre hombres y mujeres. Flavio Josefo, historiador judío contemporáneo de Pablo, señaló en uno de sus textos que: “La mujer, como dice la ley, es en todo respecto inferior al varón” (Contra Apión II. xxiv). Todas estas distinciones deben ser abandonadas porque todos somos iguales en Cristo. Dios, en su pueblo, elimina las barreras culturales, sociales y de género, lo que se traduce en que ninguna distinción humana sirve como ventaja en términos de salvación. Pablo dijo: “Todos ustedes son hijos de Dios mediante la fe en Cristo Jesús, porque todos los que han sido bautizados en Cristo se han revestido de Cristo. Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, sino que todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús. Y, si ustedes pertenecen a Cristo, son la descendencia de Abraham y herederos según la promesa” (Gálatas 3:26-29. Véase también: Romanos 10:12,13; Efesios 2:11-18). La iglesia es el único lugar del mundo en que podemos vivir esa realidad. La iglesia no es lugar para la arrogancia, para creerse mejores o más que los otros. Todos fuimos comprados al mismo precio. Algo que nunca debemos olvidar: somos cristianos por encima de cualquier cosa. Somos de Cristo, eso es lo que marca nuestra existencia y nuestras relaciones con los demás.

c. La paz con todo prójimo: El texto bíblico que compartiré a continuación presenta aquello que se vivirá en el juicio final, que devela el proyecto histórico de Dios, manifestado en nuestro testimonio, es decir, palabras, hechos y motivaciones (estas últimas, ocultas en el corazón). Jesús dijo: “Todos los habitantes del mundo serán reunidos en su presencia, y él separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los machos cabríos, poniendo las ovejas a un lado y los machos cabríos al otro. Luego el rey dirá a los unos: ‘Venid, benditos de mi Padre; recibid en propiedad el reino que se os ha preparado desde el principio del mundo. Porque estuve hambriento, y vosotros me disteis de comer; estuve sediento, y me disteis de beber; llegué como un extraño, y me recibisteis en vuestra casa; no tenía ropa y me la disteis; estuve enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y fuisteis a verme’. Entonces los justos le contestarán: ‘Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento y te dimos de comer y beber? ¿Cuándo llegaste como un extraño y te recibimos en nuestras casas? ¿Cuándo te vimos sin ropa y te la dimos? ¿Cuándo estuviste enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?’. Y el rey les dirá: ‘Os aseguro que todo lo que hayáis hecho en favor del más pequeño de mis hermanos, a mí me lo habéis hecho’” (Mateo 25:32-40, La Palabra). La luz del evangelio debe iluminar en medio de la oscuridad, con la proclamación fiel de la Palabra de Dios, y además, en la muestra de amor al prójimo que se manifiesta en prácticas de justicia y misericordia, y en el trabajo realizado con responsabilidad, distintivo cristiano y excelencia. Disociar esas tareas evangélicas, presenta una mirada parcial y débil del evangelio mismo, y diluye el entendimiento de su alcance y poder de transformación. ¿De dónde proviene, entonces, nuestro amor y justicia? Tienen que venir de Cristo. No nos dejemos dominar por los discursos de nuestra época. El evangelio debe ser el fundamento. No hay amor verdadero que no se sustente en Dios. No hay justicia social verdadera que no se sustente en Dios. No hay valoración de la vida humana que no se sustente en Dios. No hay paz verdadera y perdurable que no se sustente en Dios. ¡En él debemos poner nuestra mirada hoy!

La paz todavía no. 

Nuestra esperanza es escatológica y no un mero cambio social, sea del tinte político que sea. Es la redención que aguarda la creación toda. Es el anhelo expresado por el profeta Amós, de “que fluya el derecho como agua y la justicia como un río inagotable” (Amós 5:24). Lo que se manifestará en el Estado Eterno, luego del segundo advenimiento del Rey prometido y esperado. Venida que no sólo esperamos, sino que también amamos. Un día todas las tiranías y todos los reinos de la tierra caerán, pero el reino de Cristo, el Señor en quien debe estar nuestra esperanza y fe, prevalecerá para siempre. Nuestra esperanza está en Cristo. ¡Él consumará la historia! ¡Él construirá la verdadera justicia! ¡Él construirá la paz! ¡Él establecerá el lugar en el que su pueblo podrá encontrarse de manera plena con Dios, con el prójimo y con la buena creación de Dios! 

Ningún hombre o mujer puede lograr aquello. Todo eso, no implica quietismo ni pacifismo, sino que entiende equilibradamente nuestro papel y el de Cristo. El “venga tu reino” y “hágase tu voluntad”, van de la mano, en el Padrenuestro (Mateo 6:10). Nuestra esperanza no está en lo que tú y yo podemos hacer. No está en nuestros bienes y profesiones temporales. No está en que te libres cuidándote sólo a ti y no preocupándote de quienes te rodean. La esperanza que no defrauda está en Cristo. En lo que Él hizo por ti y por mi en la cruz, en la herencia eterna que nos trae su salvación, en el amor que nos provee en los rostros y las manos de una comunidad. Cristo lo hizo todo, y él llevará su plan perfecto hasta el fin.

La paz que producen la justicia y la gracia de Dios se nos manifiestan en el pesebre y en la cruz. Junto a Charles Spurgeon podemos decir que: “Habrá paz para la raza humana, y buena voluntad hacia los hombres por siempre y para siempre, mientras se dé gloria a Dios en las alturas.» ¡Oh bendito pensamiento! La Estrella de Belén nunca se ocultará. Jesús, el más hermoso entre diez mil, el más amable entre los bellos, es un gozo para siempre”. De eso se trata Adviento y la celebración de la Navidad, de poner nuestra mirada en Jesús, en el que vino a nacer en Belén para inaugurar los postreros tiempos, en el que vendrá con gran gloria y majestad para consumar su obra. Anhelemos la vida en el Reino Eterno, en el hogar prometido, junto a Cristo, quien gobernado nos hará experimentar verdadera paz, justicia, armonía y goce. Lo que hoy vemos como un atisbo, será pleno allí.

Como decía un hermoso villancico: “Oh ven, oh ven, bendito Emanuel, / de la maldad rescata a Israel, / que llora en triste desolación / y espera ansiosa su liberación”. Así es. Ven Señor Jesús, anhelamos la redención final, anhelamos tu paz. Para nosotros, tu paz, no es una palabra maldita, porque es estar contigo eternamente y para siempre.

Luis Pino Moyano.

La radicalidad del padre olvidado.

Hablar de padres en la sociedad en la que vivimos no está de moda. Quienes somos padres cargamos con los lastres de sujetos que pueden ser considerados progenitores o sostenedores, pero no como padres. O, peor aún, sujetos que han ejercido maltratos, abusos o abandono. De todo eso se nutre la idea de “patriarcado”, como eje de la dominación masculina sobre la mujer, tanto en lo público como en lo privado. Es indudable, a la luz de la evidencia histórica, que ha existido ese ejercicio de violencia activa sobre la mujer, pero el problema radica en la esencialización de dicho concepto, que no permite ni la lectura crítica ni aquella que es comprensiva de la diversidad dada en la historia, inclusive, en el patriarcado. Así lo comprendía la mismísima Kate Millet, en su libro “Política Sexual” del año 1969, el primero en abordar la categoría de patriarcado como eje analítico desde el enfoque de género. Ella decía: “Si bien la institución del patriarcado es una constante social tan hondamente arraigada que se manifiesta en todas las formas políticas, sociales y económicas, ya se trate de las castas y clases o del feudalismo y la burocracia, y también en las principales religiones, muestra, no obstante, una notable diversidad, tanto histórica como geográfica. […] En el momento actual resulta imposible resolver la cuestión de los orígenes históricos del patriarcado (ya derive sobre todo de la fuerza física superior del varón, ya de una revalorización de dicha fuerza, como resultado de un cambio de circunstancias)” [1]. Esa “notable diversidad” denota que el patriarcado no puede ser reducido a una entelequia caracterizada por la dominación y la violencia, puesto que esta forma de estructurar la sociedad ha mostrado, a lo largo de la historia, diversos rostros. 

De esa notable diversidad patriarcal da cuenta el relato del evangelio de Mateo 1:18-25. Dicho texto tiene como antecedente la genealogía de Jesús. Es decir, luego de mostrar la familiaridad de Jesús con la dinastía davídica, clara señal de su mesiazgo, ahora el apóstol pasa a hacer énfasis en el nacimiento virginal del Salvador. En dicho momento de la historia, José y María se encontraban desposados, es decir, comprometidos para un futuro matrimonio. Éste era un compromiso tan real que al prometido se le llamaba ya “marido”, y a ambos “esposo” o esposa”, lo que permite relevar el hecho que para la ley de Moisés ese compromiso esponsal tenía la misma fuerza que el matrimonio, tanto así que ese compromiso sólo podía disolverse con el divorcio. Sólo faltaba para el matrimonio la “reunión”, que era el momento en que el esposo recibía en su casa a su esposa. 

José es un padre olvidado, claramente no por sus hijos, sino por quienes leemos la Escitura o escuchamos sus historias. La Biblia habla muy poco acerca de José. Lo hace, específicamente, en esta etapa, la del anuncio, nacimiento e infancia de Jesús; y luego, en algunas alusiones respecto de Jesús como “el hijo de José”, en las que se hace alusión a su oficio de artesano, algo así como un “maestro chasquilla” que hace todo tipo de reparaciones. Eso ha llevado a presumir, con fundamento, que murió de manera previa al desarrollo del ministerio del Señor. A su vez, sabemos que José era un artesano que trabajaba como carpintero, a pesar de ser parte de la dinastía del rey de David, perteneciendo entonces a una familia venida a menos. Sin fundamento, se plantea un posible primer matrimonio de José, del cual habría enviudado, y que fue allí donde habrían nacido “los hermanos de Jesús”, todo esto para armonizar con la doctrina católico-romana de la virginidad perpetua de Jesús, que además se asienta en una visión dualista del sexo. El texto de Mateo es suficientemente claro  para decir que después del puerperio, José y María habrían tenido relaciones sexuales, como todo matrimonio las realiza según el diseño de Dios. 

El texto bíblico referido presenta a José como un hombre justo. Es decir, se trata de un hombre que es celoso de la ley, y que como dice el Salmo 1 medita en ella de día y de noche. La justicia de José se manifiesta de manera vívida en el texto, cuando éste se entera que su futura esposa está embarazada, sin que él hubiese tenido parte en ello. José práctica la justicia en cuatro áreas relevantes:

En la forma de ejercer la justicia: “Como José, su esposo, era un hombre justo y no quería exponerla a vergüenza pública, resolvió divorciarse de ella en secreto” (Mateo 1:19).Cuando José se entera que su prometida está embarazada, él toma la decisión que todo judío habría realizado en la época: divorciarse, para así romper el vínculo que la unía a dicha mujer. El tema es cómo busca llevar a cabo dicho divorcio. En esos tiempos no existía una práctica tal como un divorcio en secreto. Éste era siempre un acto público, con testigos y escritura de un acta. José al pensar en una salida distinta, busca divorciarse sin repudiar a María.

En la forma en que ama: José no sólo busca divorciarse sin repudiar, sino que anhela que María no sea difamada. Por favor, pongámonos en los zapatos de José. ¿Cuántos chistes has escuchado respecto de lo “tonto” que fue este carpintero de Nazaret al creer en el relato de María? Pero él estaba en un tremendo dilema. Por una parte, conocía a María y sabía que podía recibir el título de “mujer virtuosa”; y por otro lado, el hecho del embarazo sin su participación era demasiado evidente. Por ende, cuando no quiere exponerla “a vergüenza pública”, su motivación está en un profundo amor. Ojo con esto: el problema más terrible no era que María no fuese virgen antes del matrimonio (acción pecaminosa según la Biblia), sino que habría sido fecundada por otro hombre. Nadie moría por lo primero. Pero en el segundo caso, la ley era tajante: “si la acusación es verdadera y no se demuestra la virginidad de la joven, la llevarán a la puerta de la casa de su padre, y allí los hombres de la ciudad la apedrearán hasta matarla. Esto le pasará por haber cometido una maldad en Israel y por deshonrar con su mala conducta la casa de su padre. Así extirparás el mal que haya en medio de ti” (Deuteronomio 22:20,21). Con su acción quería librar a María de alguna pena, lo que implicaba aducir que ella fue forzada por otro hombre, sin que pudiera defenderse ni pedir ayuda. Él conoce la ley y la aplica con misericordia. 

En la forma en que recibe la Palabra del Señor: José ha meditado qué hacer, busca una solución, pero Dios el Señor lo frena. Esto es tremendo: Dios, al enviar un ángel a hablar con Zacarías (sacerdote y padre de Juan el Bautista), María y José, está rompiendo 400 años de silencio con su pueblo. José tiene un sueño en que se le dice que debía casarse con María y que el hijo que venía en camino era el Salvador enviado por Yahvé (Mateo 1:20-23). Es decidor lo que señala el v. 24: “Cuando José se despertó, hizo lo que el ángel del Señor le había mandado y recibió a María por esposa”. José está frente a la misión que Dios le impone perplejo y lleno de temor. Es él quien llama al niño del pesebre como Jesús, aquel que salvará a su pueblo de sus pecados. José como padre protege el misterio de la encarnación. Se hace cargo del hijo heredero del trono de su antepasado David. En síntesis, José obedece a la misión que se le ha encomendado por la Palabra de Dios. 

José es justo por su valentía. Volvamos a ponernos en los zapatos de José. Piensa, en una conversación con sus amigos, cuando supieron que María estaba embarazada antes del casamiento (en esa época también se sabía que los niños no nacen en 4 o 5 meses de gestación), éstos podrían haberle dicho, “o fuiste tú, u otro la dejó embarazada”. ¿Ustedes le habrían creído cuando les dijera que el Espíritu Santo hizo concebir a María? José estuvo dispuesto a asumir que se le tratara como un promiscuo o como un “gorreado”, porque no estaba pendiente en su nombre sino en el nombre de Dios. José estaba más interesado en la reputación de Dios que en la suya propia. Por ello, José puede ser un esposo que ama y un padre que acoge, porque la gracia de Dios le ha justificado y le capacita para vivir de manera coherente, siendo justo. 

En algún momento de la vida, o en varios momentos de ella, Dios nos pedirá cosas tan difíciles como a José. ¿Estaremos dispuestos a glorificar a Dios con nuestra obediencia, aunque eso pueda hacer que nuestra reputación colapse? Y aquí debemos recordar que lo que hizo radicalmente justo a José no fueron sus capacidades, destreza, fuerzas y contexto, sino la poderosa gracia del Dios que radicalmente se entrega por amor. José tuvo dudas de diversa índole, pero no se quedó con ellas, sino que escuchó atentamente y meditó, para con toda seguridad obedecer y arriesgarse a un cumplimiento radical. 

Sólo el Dios de la vida puede darnos alegría y temor como expresiones de nuestra adoración, lo que nos conducirá a una vida sin medias tintas, sino profundamente radical. Una vida en la que hombres y padres podemos ser justos, amorosos, atentos a la Palabra de Dios y valientes, para llevar a cabo el liderazgo-servicio firme y cariñoso del que la Biblia nos habla.

Luis Pino Moyano.

 


 

[1] Kate Millet. Política sexual. Valencia, Ediciones Cátedra, 1995, pp. 71, 75

¿Por qué cantar y orar en navidad?

“El nacimiento de Jesús, el Cristo, fue así: Su madre, María, estaba comprometida para casarse con José, pero antes de unirse a él, resultó que estaba encinta por obra del Espíritu Santo. Como José, su esposo, era un hombre justo y no quería exponerla a vergüenza pública, resolvió divorciarse de ella en secreto. Pero cuando él estaba considerando hacerlo, se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: ‘José, hijo de David, no temas recibir a María por esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados’. Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había dicho por medio del profeta: ‘La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y lo llamarán Emanuel’ (que significa ‘Dios con nosotros’)” (Mateo 1:18-23).

¿Se debe celebrar la navidad? ¿Es posible cantar y orar en Navidad? Algunos creen que no debemos celebrar la Navidad, por su aparente origen pagano, el del nacimiento del sol, lo que daría cuenta de un sincretismo religioso innecesario. Otros, apelando al “real sentido de la navidad”, alzan sus banderas anticonsumo, y cuestionan el ejercicio de comprar y regalar. Otros piensan que la navidad es para los niños, y que es por ellos que hay que celebrarla. Todas esas visiones conllevan maneras distintas de ver y realizar la celebración.

¿Pero qué decir frente a estas miradas tan dispares? Que a pesar de las notorias diferencias, todas se unen en un punto: el del olvido…

  • El olvido respecto a que ésta es una tremenda oportunidad que nos brinda el calendario para hablar del amor de Jesús el Redentor, que nació en Belén, sobre todo a nuestros familiares y amigos no creyentes.
  • El olvido que los regalos y el compartir no necesariamente muestran una actitud consumista, sino más bien, relevan la posición de nuestro corazón, el sentido que damos a dicha entrega, recordando que para el cristianismo vale más “dar que recibir”.

La Navidad es una fiesta que nos invita a no olvidar. La Navidad es un acto de memoria en el que celebramos la encarnación de Jesús, cuyo nacimiento, vida, enseñanza, muerte y resurrección nos da la certeza de la Redención, la que alcanza a todos los que fueron amados por Dios desde la eternidad, antes de que el mundo fuese.

Aún no hemos respondido a cabalidad la pregunta: ¿Por qué cantar y orar en navidad? Leímos el texto de Mateo, que nos presenta el evangelio a través de tres nombres dados al Salvador. Esos tres nombres nos presentan la identidad de Jesús y, además, el poder de su obra.

Jesús es la forma griega del nombre hebreo “Josué”. Era un nombre muy común en la época. Lo que importa es su significado y la radicalidad que alcanza en la persona del niño que nació en Belén. El nombre significa “Yahvé salva”. Sin lugar a dudas, la encarnación tiene un sentido misional cuyo clímax se encuentra en la cruz de Cristo. La navidad está muy ligada a la pascua. No son lo mismo, pero no pueden entenderse por separado. Cristo descendió a la tierra para morir. Así lo señala Pablo cuando dice: “Por lo tanto, si alguno está en Cristo, es una nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo! Todo esto proviene de Dios, quien por medio de Cristo nos reconcilió consigo mismo y nos dio el ministerio de la reconciliación: esto es, que en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, no tomándole en cuenta sus pecados y encargándonos a nosotros el mensaje de la reconciliación. Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2ª Corintios 5:17-21). Fue por nuestra salvación que la Segunda Persona de la Trinidad, Dios mismo, se hizo hombre y nació en un humilde establo, y recostado en un pesebre. Fue por amor a nosotros que Cristo sufrió la cruz. Es Dios quien está en misión, y en esa misión de reconciliación, Cristo es el Salvador. La justicia y la gracia se nos manifiestan en el pesebre y en la cruz. Junto a Charles Spurgeon podemos decir que: “Habrá paz para la raza humana, y buena voluntad hacia los hombres por siempre y para siempre, mientras se dé gloria a Dios en las alturas. ¡Oh bendito pensamiento! La Estrella de Belén nunca se ocultará. Jesús, el más hermoso entre diez mil, el más amable entre los bellos, es un gozo para siempre”.

Cristo, es el otro nombre. También es un concepto griego, que reemplaza a uno hebreo, en este caso el de Mesías. Significa “ungido” (ungir es untar con aceite), alguien que fue llamado y consagrado para cumplir una labor, en este caso la del Libertador prometido en todo el Antiguo Testamento. Cristo fue ungido para llevar a cabo su función de Rey, Profeta y Sacerdote. Esto es una buena noticia, pues el Reino de Dios se ha acercado a nosotros en la persona de Cristo, Reino que será consumado en el día final. Es una buena noticia, porque recibimos al profeta por excelencia, a aquél que nos trajo la Palabra viva del cielo, hablándonos con autoridad, no como los maestros de la ley y los fariseos. Él es el autor y el consumador de nuestra fe. Es una buena noticia porque hemos recibido al sacerdote perfecto. Sacerdote que no sólo ofició el sacrificio, sino que además fue la ofrenda perfecta, la única posible para conseguir eterna redención. Hasta el día de hoy él intercede por nosotros delante de nuestro Padre.

Emanuel, es el tercer nombre. Es el cumplimiento pleno de la profecía dicha por Isaías. Es el cumplimiento literal de la profecía y no una mera señal de la presencia de Dios con nosotros. ¡Cristo es Dios! Juan 1:1: “En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios”; Colosenses 2:9: “Toda la plenitud de la divinidad habita en forma corporal en Cristo”; Romanos 9:5: “De ellos son los patriarcas, y de ellos, según la naturaleza humana, nació Cristo, quien es Dios sobre todas las cosas. ¡Alabado sea por siempre! Amén”; Tito 2:13: “mientras aguardamos la bendita esperanza, es decir, la gloriosa venida de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo”; Hebreos 1:8, Dios hablando, dice: “Pero con respecto al Hijo dice: ‘Tu trono, oh Dios, permanece por los siglos de los siglos, y el cetro de tu reino es un cetro de justicia’”; y 1ª Juan 5:20: “También sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado entendimiento para que conozcamos al Dios verdadero. Y estamos con el Verdadero, con su Hijo Jesucristo. Éste es el Dios verdadero y la vida eterna”. No existe religión en el mundo que tenga un dios tan cercano, como el Dios verdadero, del cual el Emanuel es la imagen visible.

Un viejo himno decía: “Oh ven bendito Emanuel / de la maldad rescata a Israel, / que llora en triste desolación / y espera ansioso su liberación”. El bendito Emanuel está con nosotros, nos salvó y vive con nosotros. Él prometió estar presente con sus discípulos hasta que venga otra vez. ¡Jesucristo está con nosotros! Su presencia nos da vida.

Dietrich Bonhoeffer señaló en Resistencia y sumisión que: “La iglesia ha de colaborar en las tareas profanas de la vida social humana, no dominando, sino ayudando y sirviendo. Ha de manifestar a los hombres de todas las profesiones lo que es una vida con Cristo, lo que significa ‘ser para los demás’”. Lo que los cristianos celebramos en navidad no es la fiesta del consumo, cuyo gozo absoluto es “recibir” y “tener”, sino más bien una fiesta que se goza en “dar”, en “ser para los demás”, lo que se manifestó de manera totalmente concreta y real en un humilde pesebre, en las enseñanzas del Hijo del Hombre y en una pesada cruz.

¿Por qué cantar con fervor y orar con agradecimiento en Navidad? Porque Jesús de Nazaret, es el Cristo y es el Emanuel. ¿Qué más motivos podríamos querer?

Vivamos como salvos. Trabajemos como colaboradores del Reino de Dios. Alegrémonos porque Dios está con nosotros. Todo eso debiera llevarnos a caer de rodillas y orar con alegría y sencillez de corazón.

Navidad, sin dudas, es un tiempo para cantar y orar.

Luis Pino Moyano.

* Reflexión bíblica compartida en el culto de Nochebuena de 2016, en la Iglesia Refugio de Gracia.

Celebremos la navidad con alegría.

Está más que claro que Jesús no nació un 25 de diciembre del año 0. De hecho, es muy probable que naciera el 3 o 4 antes de él mismo. Y de hecho, es indudable que antes de nuestra celebración de la navidad existió una fiesta de origen pagano dedicada al sol invicto. ¿Por qué entonces celebrar la navidad? 

Celebramos la navidad porque esta fiesta nos invita a recordar y celebrar a Jesucristo, quien teniendo toda la alabanza en el cielo, dejó su gloria y se humanó por amor a nosotros, encarnándose en una realidad totalmente distinta a la propia. Jesús se hace carne en un pueblo que estaba sometido bajo el yugo del imperio romano, llegando a una familia de Nazaret, un lugar del que nadie esperaba nada bueno, y cuyo padre de familia era un artesano. Su pobreza es radicalizada cuando no encuentran un lugar dónde quedarse en Belén, sino solamente en una cueva donde encontraban cobijo los animales de familia, en el que la cuna fue un pesebre, es decir, el cajón donde se colocaba la comida de las especies del campo.

No es cosa menor que los primeros en recibir la noticia del nacimiento de Jesús fueron pastores trashumantes, que cargaban con el fuerte prejuicio de ser amigos de lo ajeno. Pablo señaló que: “Ya conocen la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que aunque era rico, por causa de ustedes se hizo pobre, para que mediante su pobreza ustedes llegaran a ser ricos” (2ª Corintios 8:9). El hijo de Dios se ha humillado. Es por eso que la navidad trae consigo un mensaje que quita el miedo y produce alegría: “Hoy les ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es Cristo el Señor” (Lucas 2:10,11). Y aquí, hay otro motivo por el que podemos celebrar: y es que el evangelio es una fuente que produce alegría, alegría que radica en la salvación que trajo el niño que nació en Belén. 

Los ángeles que se aparecieron a los pastores, cantaron dicha noche: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los que gozan de su buena voluntad” (Lucas 2:14). He aquí, en esas breves palabras la profundidad de la buena noticia: Dios es glorificado, y sólo Él debe recibir dicha adoración, porque sólo en Cristo está la paz con Dios y con nuestro prójimo. Ese paz que tiene que ver con encuentro y comunión es el regalo por excelencia que sólo Cristo sabe dar. Y esa paz que se da no es gratis, costó un precio, la cruz del Redentor. En navidad no sólo celebramos el nacimiento, sino la misión de Dios en Cristo que tiene como punto cúspide la cruz en que el precio de nuestra redención fue pagado. 

Es por esto que la navidad nos invita a celebrar en el anuncio de todas las bondades de Dios, como también en la expresión de gozosa adoración. Es eso lo que los pastores de Belén hicieron: “Cuando los ángeles se fueron al cielo, los pastores se dijeron unos a otros: ‘Vamos a Belén, a ver esto que ha pasado y que el Señor nos ha dado a conocer’. Así que fueron de prisa y encontraron a María y a José, y al niño que estaba acostado en el pesebre. Cuando vieron al niño, contaron lo que les habían dicho acerca de él, y cuantos lo oyeron se asombraron de lo que los pastores decían”  (Lucas 2:15-18). Esto que vemos en los pastores no es sólo curiosidad, es la certeza de que el mensaje recibido es verdad. Por eso se comunica. Por eso se adora. 

Veamos la navidad como una oportunidad y no como un problema. Como una oportunidad de seguir anunciando que en Belén nació el Salvador. Como una oportunidad de compartir felizmente con nuestras familias y para congregarnos y compartir con nuestros hermanos la comunión y la devoción. Si fuese posible, también, como una oportunidad de entregarnos regalos, entendiendo que lo más importante no es el objeto material, sino el sentido que le damos a dicha entrega, la posición de un corazón que se goza en dar y en la misericordia. 

Celebremos con alegría… Hay motivos para hacerlo. 

Luis Pino Moyano.

* Compartida en el boletín del mes de la Iglesia Refugio de Gracia, diciembre de 2017.

Viejito Pascuero acuérdate de mi.

Es probable que esta sea la última navidad en la que mi hijo Miguel tenga certeza de la existencia del Viejo Pascuero. Ya ha comenzado a ponerlo en duda, producto de conversaciones con compañeros y por un capítulo de la primera temporada de Los 80 que estamos viendo. Es muy probable, que avanzando en esa senda, mi hija Sophía, tal vez, siga también sus pasos. Y es así, como un momento de la niñez se va, para seguir creciendo indefectiblemente, mientras los jóvenes de ayer cada día nos ponemos más viejos.

Más de alguien se preguntará, ¿por qué hacerles creer respecto del Viejo Pascuero si éste no existe? ¿No es acaso mentir? El Viejo Pascuero, conocido también como Papá Noel, Santa Claus y San Nicolás, no está en la esfera de la mentira, sino de la ficción, de la imaginación y del ensueño. La invitación es similar a la que te hace la novela de un autor favorito, o las películas que te encantan observar. Por eso, la discusión verdad-mentira no es pertinente acá.

Hace tiempo leí una respuesta que se le atribuye a Albert Einstein: “Si quieres que un niño sea inteligente, léele cuentos de hadas. Si quieres que sea más inteligente, léele más cuentos de hadas”. Es por esa convicción que yo fomento, y fomentaré hasta cuando sea posible, con la convicción de que dentro de la capacidad de pensar y crear está la de imaginar. Y sobre todo, en ciertas etapas vitales en las que lo real y lo imaginado se funden (aunque, en muchos casos, parece que eso excede las fronteras de la infancia). Ya llegará el momento de los teoremas, teorías y de los discursos históricos y político-sociales. Pero incluso en esas épocas seguirá siendo pertinente imaginar. En una de esas, ayudamos a otra generación cristiana a que tome el testimonio dejado por C. S. Lewis y J. R. R. Tolkien, y las que por un realismo vacuo y carente de asidero no debe arrojarse por el suelo.

Cuando un niño entiende que esto no es mentira, sino imaginación, no quedan traumas ni dolor. Por el contrario, viene la sensatez de pensar en todos los esfuerzos que “los viejos” realizaron en la vida, en buenos y malos momentos, para dotarnos de alegría. Y por supuesto,  dicho relato podría complementarse con la historia de Nicolás de Myra, que vivió entre 270 y 345-352 aproximadamente. Este obispo era un hombre comprometido por la verdad del cristianismo, tanto que se llega a contar que en el Concilio de Nicea al encontrarse con Arrio le abofeteó el rostro por su negación de la deidad de Cristo (the real Viejito Pascuero era un rockstar), como con la práctica del amor radical, al nivel de regalar toda su fortuna a los pobres. Es en ese acto de amor que se entrega donde se originarían los relatos populares de Santa Claus.

¿Y qué pasa con el verdadero sentido de la navidad? ¡Nada puede hacer obnubilar la realidad, santidad, majestad, amor y poder de Jesucristo! Un relato como el del Viejito Pascuero no tiene esa fuerza, y menos debe adquirirla en nuestro relato. Pero por otro lado, a veces el moralismo supuestamente seducido por la verdad, es una expresión que apunta con el dedo y gana adeptos, pero daña vidas propias y de otros. Los grinch que ven paganismo en todos lados no conocen a Aquél que dijo “He aquí yo hago nuevas todas las cosas” (Apocalipsis 21:5). Dar y reír deben ser una constante en las vidas de quienes seguimos las pisadas de Jesús. Ninguno, uno o muchos regalos pueden reflejar la actitud de tu corazón. El agrapha de Jesús es rotundo: “hay más dicha en dar que recibir” (Hechos 20:35). Si eres cristiano y no entiendes que celebrar y regalar son expresiones de la espiritualidad, te falta mucho por caminar…

Caminar y no andar peleando por nimiedades.

Luis Pino Moyano.

María: una discípula radical del Redentor.

No es una mujer que pase desapercibida. Unos la adoran y/o veneran de manera extrema (hiperdulía). Otros la han mirado como una mujer desvergonzada que monta un fraude, haciendo pasar un hijo de otro como fruto de la obra del Espíritu. Otros la comparan con otras mujeres de la historia, como por ejemplo, con la Malinche, una como la mujer virgen e inmaculada, la otra violentada y cuyos hijos son “los hijos de la chingada”, según lo releva Octavio Paz en «El laberinto de la soledad». Por otro lado, nosotros, los evangélicos, en muchos momentos la hemos mirado con cierta indiferencia, lo que nos ha hecho guardar un silencio impropio con respecto de María. Esto es fácil de constatar haciéndose la pregunta: ¿cuántas predicaciones escuchaste sobre la vida de María en la iglesia a la que asistes?

Evidentemente, dicho silencio proviene como una reacción a la lectura católica, ya sea la de la dogmática o la de la religiosidad popular. No nos referimos a ella como “Santísima” ni como “madre de Dios” (aunque ese concepto surge en medio de las controversias cristológicas, por lo que esa afirmación más que hablar de María, habla de Jesús y su persona divina), “corredentora y mediadora con Cristo”, “madre de perpetua ayuda”, “reina del cielo” ni “dispensadora de todas las gracias”. Tampoco creemos en su “inmaculada concepción” ni en su “perpetua virginidad” ni en su “ascensión al cielo”. Pero todo eso no es obstáculo para hablar de ella, ni de mirarla como una hermana nuestra en el seguimiento del Salvador, digna de un trato amoroso y honroso, sobre todo a partir de la memoria de su labor en la misión de Dios.

Nosotros, los evangélicos debiésemos creer todo lo que la Biblia nos dice acerca de ella: una mujer joven, descendiente de David, comprometida y luego casada con José, un carpintero originario de Belén, también descendiente de David (por otra raíz familiar), que vivía en Nazaret, un lugar de baja alcurnia. Debiésemos creer que María, en cumplimiento de las profecías con respecto del Mesías, fue virgen hasta el nacimiento de Jesús y que luego le siguió obedientemente, inclusive estando a los pies de la cruz, cuando los discípulos estaban escondidos llenos de miedo por lo ocurrido con su maestro. María, nuestra hermana, fue parte la primera iglesia, fue humilde, devota, con una vida de mucha profundidad espiritual y practicante de la meditación nacida de la Palabra de Dios. ¡Fue una mujer más que bienaventurada! El proverbista señalaba: “El encanto es engañoso, y la belleza no perdura, pero la mujer que teme al Señor será sumamente alabada” (Proverbios 31:30 NTV). Hacemos bien, como creyentes al igual que ella, al mirar lo que nos dice la Biblia, para aprender y vivir.

  1. La Biblia nos habla de una mujer valiente.

¡Qué duda cabe de esto! María fue una mujer valiente. Arriesgó la piel por la obediencia radical al Dios todopoderoso. No fue una obediencia ciega, pues ella sabía que si el Altísimo encomienda una labor, la única posibilidad coherente es obedecer a esa voluntad que es buena, agradable y perfecta. Fue una mujer valiente porque aceptó la comisión de ser la madre del Salvador, sin saber cómo sería esto sin una relación sexual de por medio, siendo esto, tal y como lo es para nosotros, un misterio. Además de eso, corriendo el riesgo del cominillo de su pueblo, la incomprensión e, inclusive, la posibilidad de la pena capital si la impresión espiritual hubiese sido un invento de la cabeza de esta joven mujer. Ella piensa, cree y actúa. Basa su confianza en la sabiduría y la bondad de Dios, porque nada es imposible para Él.

María experimentó el sufrimiento al ver los intentos de Herodes de matar a Jesús, como también producto de los sobresaltos que el ministerio de su hijo experimentó, sobre todo con las autoridades religiosas de la época. Y para qué hablar del juicio injusto y la cruz ignominiosa que sufrió nuestro amado Señor. María, la mujer dada a la meditación, la que guardó todas las cosas en su corazón, con seguridad debe haber recordado las palabras del viejo sacerdote Simeón, que luego de tomar en los brazos al niño llevado por José y María al rito de inclusión de los hijos a la familia del Pacto (la circuncisión), y cantar el bello “Nunc Dimittis” (Lucas 2:29-32), dijo a María: “Este niño está destinado a provocar la caída de muchos en Israel, pero también será la alegría de muchos otros. Fue enviado como una señal de Dios, pero muchos se le opondrán. Como resultado, saldrán a la luz los pensamientos más profundos de muchos corazones, y una espada atravesará tu propia alma” (2:34,35). ¿Alguien hablaría así a una madre con su bebé de ocho días de nacido? Simeón estaba diciendo que una espada ancha, como símbolo de un dolor angustioso, penetraría el alma de María. Y así fue. Ayudan a nuestra imaginación “La Piedad”, de Miguel Ángel, como también, la escena en la que Olivia Hussey personificando a María, toma a su hijo replicando la escultura renacentista, en la tremenda película de Franco Zeffirelli. María no calza en los estándares de prosperidad y de autoayuda que abunda en mucha predicación que se dice evangélica. Su vida estuvo marcada por la sombra de la cruz.

2. La Biblia nos habla de una mujer que canta y ora. 

María fue la autora de una de las canciones más conmovedoras y confrontadoras de la Biblia, y me atrevo a decirlo, a lo largo de la historia. Tal vez Bach podría ser de mucha ayuda en esto, aunque la lectura de El Magnificat, por sí sola nos grita fuerte al corazón. Se conoce así a este canto por su primera palabra en la Vulgata, que podría traducirse como “engrandece” o “glorifica”. Es el canto de una mujer que asume la voluntad de Dios, a pesar de los riesgos, actuando así por la vista de la acción de Dios en la historia, acción llena de prodigios y de poder. El canto de María no disocia los atributos de Dios, por ello es que le alaba por su amor, por la gracia manifestada en el Salvador, por la fidelidad del pacto y por la justicia que se vive en el Reino de Dios. Amor y justicia aquí están unidos intrínsecamente, como lo están la razón y los sentimientos de la mujer que canta.

En el canto, María reconoce a Dios como Señor y Salvador (Lucas 1:46,47), y como consecuencia de ese conocimiento de Dios, ella se reconoce como una humilde sierva (1:48), lo que refiere a su pobre condición social, a la oscuridad desesperanzadora de su contexto, a su insignificancia, como también al pecado que le lleva a necesitar la redención. El título de “bienaventurada” lo tiene por gracia, no por mérito alguno. La alegría proviene de Jesucristo que le salva. Además, la adoración es motivada por Dios, pues Él es quien nos convoca a adorarle. Adorando, María reconoce que la gracia de Dios se ha manifestado en muchos actos en su vida, pues cuando la vida toda es gobernada por Dios podemos ser testigos de las grandes cosas que Él hace (1:46,47,49). Todo esto nos hace recordar el amor y la alegría que brotan del perdón. María nos muestra, también, que nuestras relaciones cambian cuando miramos a los demás con el evangelio, desde los lentes de la gracia.

En el canto, María reconoce la justicia de Dios en su Reino (1:51-53). Es interesante que ella mencione como pasado cosas que seguían sucediendo en su presente, y que están vigentes en nuestro tiempo. El brazo del Señor era un símbolo, según Lutero y Calvino de la actividad de Dios en la historia y en nosotros, comunitaria e individualmente. La fuerza de Dios en acción nos motiva a trabajar en el presente. María habla de los soberbios, poderosos y ricos. Aquí el problema no está ni en la fama ni en el poder ni en el dinero, sino más bien, en la idea de que estamos seguros en nosotros mismos, presumiendo que Dios y los demás deben estar contentos con lo que hacemos y en cómo vivimos. El canto nos muestra a Dios librando a los poderosos y amándoles, doblegándolos, quitándoles el poder. Indefectiblemente, todos los ídolos, los imperios y las tiranías caerán. Sólo el Reino de Dios se mantendrá incólume.

También se nos muestra a los pobres y a los hambrientos. Aquí, vemos a Dios siendo generoso con quienes le siguen con humildad, con pobreza de espíritu, y deja de lado a quienes se sienten con el derecho a ser escuchados por Él. Pero además, nos muestra la justicia vindicativa de Dios, que se ve en su trato, en el que demanda acciones de parte de nosotros, en relación con los pobres, los huérfanos, las viudas y los inmigrantes, lo que hace que nuestra misericordia no sólo sea una muestra de genuina caridad, sino un acto de justicia en el que se da a los desamparados aquello que se les debe. Dios, en la historia, actúa complaciéndose en elegir lo vil, lo débil, lo despreciado del mundo, para llevar a cabo su misión. Eso éramos algunos de nosotros. La opción preferencial por los pobres a muchos les suena a teología de la liberación, aunque el concepto surgió en Medellín en 1968, de los obispos católicos, entre los que una minoría adscribía a esa corriente. Es un concepto que tiene mucha relación con lo que la Biblia dice con respecto a quienes sufren los rigores de la vida y el desamparo (véase esto, con mayor profundidad, en el libro “Justicia generosa” de Timothy Keller). Pero, si no estás de acuerdo con dicha lectura, el oponerse a una opción preferencial no debiese implicar una opción “despreferencial”. Es nuestro deber cuidar a los pequeñitos de Dios que requieren de ayuda activa. Es parte de la misión de Dios. Es una falsa dicotomía, entonces, decir que la predicación del evangelio excluye las acciones que tienden a la misericordia-justicia. Que algunos lo lleven a cabo de esa manera, no dice NADA con respecto al criterio bíblico. Las experiencias no son normativas. La Biblia lo es. Nuestra justicia proviene de Cristo, por ende, no nos debemos dejar dominar por los discursos de nuestra época. No hay verdadero amor si éste no se sustenta en Dios. No hay verdadera justicia social si no se sustenta en Dios. No hay real valoración de la vida humana si no se sustenta en Dios.

En el canto, María reconoce que Dios ha sido fiel al pacto, porque Él es fiel, trinitariamente consigo mismo, y es fiel con su pueblo. Según Gálatas 3:16, el pacto que Dios hizo con Abraham tuvo su cumplimiento con el nacimiento de Cristo. El Reino de los cielos se ha acercado y está presente, por más gris que parezca nuestra época, por lo que debemos aprender a vivir con la convicción y la esperanza de que Cristo es nuestro rey.

3. La Biblia nos habla de una mujer discípula que es fiel a su Señor y Maestro.

Todo lo que ya hemos visto nos da cuenta de una vida cristocéntrica. Pero, hay otros hechos de la vida de María que nos pueden seguir hablando. Hechos 1:14 nos muestra a María congregándose con los demás discípulos luego de la ascensión de Jesús. Eso es un signo de su vida: alguien que fue salvada por la cruz, tanto como los demás.

Y retrotrayéndonos en la historia de esta mujer, podemos recordar su confesión de fe, una declaración que debe marcar nuestro compromiso. En Juan capítulo 2 se nos muestra la escena de las bodas de Caná, y particularmente el momento en que se acaba el vino para la fiesta. Jesús sabe de esta situación por María. Jesús le hace entender no sólo que eso no era su problema, sino que además, ella no debía interponerse en su misión. María no discutió con Jesús, reconociendo con eso su autoridad respecto de ella. Pero además, se acercó a los sirvientes y les dijo: “Hagan lo que él les diga” (Juan 2:5). Si hay algo que debe marcar el discipulado de Jesucristo es la confianza y obediencia al camino que Jesucristo ha trazado, y que podemos conocer no por medio de nuestras ensoñaciones, sino que por medio de la Palabra que es inquebrantable. “Hagan lo que él les diga”, es un llamado a la renuncia que pone a Jesús como centro de la vida y a su Palabra como sólida base para el pensamiento, la emoción y la acción. ¿Estás dispuesto a hacer caso a estas palabras de María? Nada es más “mariano” que hacer lo que Jesús dice.

El evangelio nos muestra que en una ocasión, mientras Jesús estaba enseñando, una mujer maravillada por las enseñanzas del Maestro de Galilea, exclamó: “¡Que Dios bendiga a tu madre, el vientre del cual saliste y los pechos que te amamantaron!” (Lucas 11:27). Hermosa declaración de una mujer desconocida a su congénere, María. Jesús dijo: “Pero aún más bendito es todo el que escucha la palabra de Dios y la pone en práctica” (11:28). Esta no es una declaración contra María. Por el contrario, es una buena noticia para quienes compartimos el seguimiento de Jesús, tal y como María, y otros lo hicieron en el pasado y lo siguen haciendo hoy. María es una discípula que “nos lleva la delantera”, como decían los viejos entrañables pentecostales. No seguimos sus pisadas. Seguimos a Cristo. Pero su vida nos llena de ánimo, porque nos muestra la gracia de Dios, gracia que sigue operando. En el Magnificat, María dijo: “de ahora en adelante todas las generaciones me llamarán bendita” (Lucas 1:48). No temamos hacerlo ni decirlo.

Luis Pino Moyano.

La Navidad, el Reino de Dios y los pobres de la tierra.

Moralismo es la palabra. Veo en las redes sociales a un sinnúmero de gente despotricar contra la Navidad, interesantemente de distintos acervos, desde cristianos a agnósticos, sustentados simplemente en una moral dudosa y de poca enjundia. No estaría de más que le dieran una vueltecita al libro de Tomás Moulian, El consumo me consume, para darse cuenta de que nadie, ¡absolutamente nadie!, está libre del consumo. Pero quisiera tirar la piedra más allá. Para quienes creemos en el poder de aquél que puede hacer nuevas todas las cosas, nunca el Viejo Pascuero ni los regalos son un problema, porque nunca imaginar (la ficción no es lo mismo que la mentira) ni dar han sido un problema. Nuestro verdadero problema radica en dejar de dar la centralidad a Cristo, y una de las maneras de acometer eso es anteponiendo un discurso moralista contra quienes asumen la tradición religiosa de celebrar Adviento y la Navidad y, quienes por otro lado, se deleitan en celebrar y regalar. Ese no es un discurso bíblico, porque es un discurso ensimismado, que no anuncia la gracia, puesto que su deleite está en obras que buscan la autojustificación. Eso no es celebrar a Jesús.

Durante este tiempo de Adviento he tenido la posibilidad de compartir la Escritura en tres de los cuatro domingos que conforman esta celebración. En dichas predicaciones se encuentra la base de esta reflexión respecto a la Navidad en clave del Reino de Dios. Si hay una constante en los escritos veterotestamentarios es la esperanza mesiánica. Dicho sentimiento, aunque permanente, era agudizado en contextos de opresión imperial. Las palabras del salmista (Salomón) son un ruego que grita desde el fondo del alma: “Oh Dios, confía tus juicios al rey, tu justicia al hijo del monarca. Él juzgará a tu pueblo con justicia, a los humildes con rectitud. De los montes llegará al pueblo la paz, de las colinas la justicia. Hará justicia a los humildes, salvará a los oprimidos, aplastará al explotador” (Salmo 72:1-4). Lo que anuncian los salmos y los profetas cuando hablan del Mesías es un rey cuyo ejercicio siempre estará ligado a la justicia. Su tarea es llevar a cabo el proyecto de Dios en la historia, la restauración del orden creado. Cuando la Escritura habla de la redención o de lo nuevo, no se está refiriendo a algo inédito, sino que está dirigiendo su mirada al jardín en el que todo era Shalom: paz, justicia, armonía, vida en abundancia, gozo. Eso es lo que Jesús tiene presente cuando en la sinagoga de Nazaret lee las Escrituras: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado para llevar a los pobres la buena noticia de la salvación; me ha enviado a anunciar la libertad a los presos y a dar vista a los ciegos; a liberar a los oprimidos y a proclamar un año en el que el Señor concederá su gracia” (Lucas 4:18,19). Y en uno de los sermones más breves y más polémicos de la historia, el Maestro de Galilea declara: “Este pasaje de la Escritura se ha cumplido hoy mismo en presencia de ustedes” (4:21). Cristo es Dios con nosotros, el rey prometido, quien consumará la consolación. Cuando pensamos en la Misión no podemos disociar estos elementos integrales del Reino, dejando de ver a Jesús como el pastor que se compadece y se muestra empático con quienes sufren los rigores de la vida.

Esto nos lleva a un tema complejo, pero no menos presente en las Escrituras: la justicia vindicativa de Dios. Dios no tiene favoritos, no hace acepción de personas, no es clasista. Su propósito es el Shalom, condición social que se sustenta en su justicia. El profeta Isaías dice claramente: “la justicia producirá la paz, el resultado de la justicia será tranquilidad y confianza eternas” (Isaías 32:17). Por ende, la vida del Reino de Dios ha de ser aquella en que la mirada hacia los pobres no es marginadora ni discriminadora, sino más bien redentiva, buscando cambiar su situación mediante la redistribución de los bienes y labores en la sociedad. Esto es sumamente interesante: el Reino de Dios no es asistencialista, sino que busca la colaboración y propende a la acción. Y dentro de las acciones más importantes, también manifestación de la fidelidad y voluntad perfecta de Dios, está la redistribución de la riqueza y el cambio en el ejercicio del poder. Es lo que canta María en el Magnificat: “Con la fuerza de su brazo destruyó los planes de los soberbios. Derribó a los poderosos de sus tronos y encumbró a los humildes. Llenó de bienes a los hambriento y despidió a los ricos con las manos vacías” (Lucas 1:51-53). Dios es fiel con su pueblo y actúa en la historia con justicia contra la opresión. Por lo mismo, debemos decir que es parte del ejercicio de amor al prójimo quitar toda posibilidad de ejercer el poder a quien lo usa para dañar. No podemos estar pasivos, quienes buscamos colaborar con la extensión del Reino en todas las esferas de la vida, cuando vemos el abuso impertérrito e insolente de quienes son marginados día a día en la sociedad. Debemos alzar nuestra voz siempre, no para anunciar nuestra justicia y moral, sucias como trapos de inmundicia, sino para declarar el consejo de Dios, lo que la Escritura señala en relación al poder y a los pobres de la tierra. En la esperanza alimentada por adviento no nos olvidemos de quienes sufren el hambre, la injusticia, el oprobio, sino que anunciemos la buena nueva del “año en el que el Señor concederá su gracia”. Nos gozaremos con quienes tienen hambre y sed de justicia, porque son bienaventurados, y lloraremos-trabajando con quienes tienen hambre y sed de pan. 

En Navidad podemos vislumbrar la gracia del Salvador, la justicia del Reino y la fidelidad al Pacto. Amor, justicia y fidelidad no actúan por separado en el Dios en quien hemos creído. Por eso, con María podemos decir: “Todo mi ser ensalza al Señor. Mi corazón está lleno de alegría a causa de Dios, mi Salvador” (Lucas 1:46,47). Alegres miramos a quien teniendo toda la alabanza en el cielo se hizo pobre, para que en su vida y muerte, pudiésemos hablar de Dios como “mi Salvador”. Por eso hacemos bien en mirar al establo de Belén y ver a Jesús recostado en el pesebre. Aquí viene bien citar las palabras de Raymond Bakke, quien señaló que

“La historia de Navidad trata de un inmigrante intercontinental llamado Jesús, que nació en un establo prestado, vivió en el África, volvió para ser asesinado como criminal y enterrado en una tumba prestada, pero que resucitó de entre los muertos y ahora es el Salvador triunfal del mundo. Como ven, no contamos la historia de la Navidad de esta manera. La hemos envuelto en oropel de clase media. Hemos difamado la historia. La hemos sacado de su contexto misional”[1].

Cuando contemplamos la encarnación no sólo nos encontramos con un hecho teológico, ni con uno meramente estético. Nos encontramos con un hecho profundamente misiológico, que da cuenta de la ética que debiese caracterizar nuestro cristianismo, la del desprendimiento sacrificial de una vida que goza de darse a los demás. Es la renuncia al prestigio y a la fama que tanto nos gusta y al ascenso social que anhelamos. Mirar a Jesús en el pesebre nos hace matar el ego que ensimisma, para aprehender la comunidad. Partamos por ella, por nuestras comunidades, en la práctica de la justicia vindicativa y luego procuremos y trabajemos por su extensión en la sociedad.

Sin lugar a dudas, Navidad es un tiempo para cantar, orar y anunciar que la esperanza de los pobres de la tierra se ha cumplido: “Basta, hermanos, con que se fijen en cómo se ha realizado su propia elección: no abundan entre ustedes los que el mundo considera sabios, poderosos o aristócratas. Al contrario, Dios ha escogido lo que el mundo tiene por necio, para poner en ridículo a los que se creen sabios; ha escogido lo que el mundo tiene por débil, para poner en ridículo a los que se creen fuertes; ha escogido lo sin importancia según el mundo, lo despreciable, lo que nada cuenta, para anular a quienes piensan que son algo” (1ª Corintios 1:26-28).

El Reino es la proclamación visible de la gracia, en el cual la justicia de Dios es la que brilla, no la nuestra. ¡Aleluya!

Luis Pino Moyano


[1] Raymond Bakke. Misión integral en la ciudad. Buenos Aires, Ediciones Kairós, 2002, pp. 67, 68.