Los pobres de la tierra impactados por la cruz. Un acercamiento histórico-social a las primeras comunidades cristianas.

1. La necesidad de historizar a los primeros cristianos como pobres de la tierra. 

Vivimos en tiempos en los cuales el discurso en torno a la pobreza está ajeno de muchos púlpitos cristianos, trastocado por la prosperidad y por la condición aspiracional de las clases medias. Está tan ajeno, que nos parecen extrañas las palabras del apóstol Pablo cuando señala que: “Basta, hermanos, con que se fijen en cómo se ha realizado su propia elección: no abundan entre ustedes los que el mundo considera sabios, poderosos o aristócratas. Al contrario, Dios ha escogido lo que el mundo tiene por necio, para poner en ridículo a los que se creen sabios; ha escogido lo que el mundo tiene por débil, para poner en ridículo a los que se creen fuertes; ha escogido lo sin importancia según el mundo, lo despreciable, lo que nada cuenta, para anular a quienes piensan que son algo” (1ª Corintios 1:26-28) [1]. 

Pero el olvido o silencio no radica sólo a las condiciones actuales, sino a cierta tendencia historiográfica que centra su mirada en acontecimientos, héroes y martirologios. No es la intención de este artículo. Aquí concordamos con lo planteado por el teólogo Karl Barth cuando dijo que “la historia de la Iglesia participa de manera innegable y continua en la historia profana o historia del mundo, y puesto que es también sin duda una parte de la historia universal constituida por el mensaje bíblico del cual ella surge, habrá que examinar entonces la historia de la iglesia de la misma manera que se estudian las otras historias” [2]. Por ende, se busca rescatar aportaciones historiográficas que rehúyen las concepciones asépticas de la historia y la tendencia de ver la historia de la iglesia como un camino separado de la historia del mundo. Es así, que asumimos lo señalado por el epistemólogo Michel de Certeau, quien al hablar de la escritura de la historia, dice que “toda investigación historiográfica se enlaza con un lugar de producción socioeconómica, política y cultural. Implica un medio de elaboración circunscrito por determinaciones propias” [3]. El lugar de producción desde el cual se produce el habla en torno a los primeros cristianos en tanto pobres de la tierra, específicamente desde su fundación hasta la constantinización de la iglesia, emerge tanto desde la teología reformada como desde una historia que se entiende como una herramienta con función social. Como escribiera uno de los fundadores de la Escuela de los Annales, Marc Bloch, “es innegable que una ciencia siempre nos parecerá incompleta si, tarde o temprano, no nos ayuda a vivir mejor” [4]. En el horizonte de expectativas que busca una vida mejor se hace necesario el rescate sociohistórico de los primeros cristianos, vislumbrar cómo vivieron y sentir con ellos la esperanza. Es evidente que no podemos producir una “restauración” del pasado, porque la historia no se repite, pero si nos permitirá tener en cuenta que en muchas ocasiones ponemos como objetivo primordial de nuestra vida, aquello que para nuestros primeros hermanos no lo fue. Es encontrarse con la simpleza y la frugalidad como ejes de verdadero gozo, en la vida de los perdedores de la historia, con los anónimos, por lo cual al decir de Walter Benjamin hay que “pasarle a la historia el cepillo a contrapelo”, porque “el don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza sólo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer” [5]. 

Tampoco es casual que este artículo lleve en su bajada de título la idea de “hacia una historia…”. No se pretende acá la elaboración de un producto acabado, final, sino más bien la realización de un trabajo introductorio, que pretende ensayar una mirada en torno a la primera iglesia, teniendo como base lo estudiado por otros teólogos y cientistas sociales en torno a este fenómeno. El artículo, en ese sentido, dará cuenta de un estado del arte sobre la temática, pero excederá los límites de una discusión bibliográfica. Es lectura y análisis. Es una reflexión del pasado, pero desde y para el presente. 

2. Jesús, los apóstoles y los pobres de la tierra. 

El apóstol Pablo en su segunda carta a los corintios señaló que Jesús “siendo rico como era, se hizo pobre por ustedes para enriquecerlos con su pobreza” (2ª Corintios 8:9). ¡Cuánta profundidad en las palabras del apóstol a los gentiles! La riqueza integral de la vida de quienes hemos creído, proviene de quién siendo rico se hizo pobre. Suena paradójico. Pero es parte de la maravillosa gracia de quien teniendo toda la alabanza en el cielo se humanó y nació, para ser como nosotros, un exiliado, un peregrino y extranjero sobre la tierra. Aquí es sumamente importante rescatar las palabras de Raymond Bakke, quien planteó: “La historia de Navidad trata de un inmigrante intercontinental llamado Jesús, que nació en un establo prestado, vivió en el África, volvió para ser asesinado como criminal y enterrado en una tumba prestada, pero que resucitó de entre los muertos y ahora es el Salvador triunfal del mundo. Como ven, no contamos la historia de la Navidad de esta manera. La hemos envuelto en oropel de clase media. Hemos difamado la historia. La hemos sacado de su contexto misional” [6]. La encarnación de Cristo no es sólo un hecho teológico, sino también misiológico. Nuestra constante lucha aspiracional nos hace olvidar que el Maestro de Galilea se vistió de pobreza siendo rico. Ese vestirse no fue simplemente un acto estético, sino ético, implicando una vida y muerte marcada por el desprendimiento sacrificial, por el darse a los demás. Fue un ejercicio empático que debiese motivarnos a nosotros también a renunciar a prestigio, fama y poder por estar con-y-en el mundo de quienes son los potenciales receptores del mensaje. La interrogante necesaria es: ¿estamos dispuestos a ese acto de renuncia que mata nuestro ego para que nuestra vida sea Cristo? 

Jesús realizó su ministerio entre los pobres de la tierra. Desde una perspectiva global, caminó y enseñó a un pueblo que se encontraba subsumido por uno de los imperios más poderosos de la historia de la humanidad. Desde un punto focal más micro, estuvo con pescadores, artesanos, ganaderos, agricultores. No dejó de estar, para asombro de muchos y espanto de otros, con una mujer samaritana, tocando a un leproso, y comiendo y bebiendo vino con publicanos y prostitutas. Como dice Michael Green: “No se trataba de gente distinguida o bien ilustrada, ni tampoco contaban con protectores influyentes. En su propio país no eran nadie y, de todos modos, su nación no era sino una simple provincia de segunda clase en el extremo oriental del mapa romano” [7]. Cristo estuvo con quienes tenían hambre de pan y sed de agua, y vio en ellos a ovejas que no tenían pastor. Esa compasión releva que su mirada de amor no obedecía a cuestiones de apariencia. 

Este fue el mismo camino tomado por los discípulos de Cristo. Los apóstoles siguieron el mismo camino trazado por Jesús. Justo González dice que: “El apóstol Pablo, que parece haber pertenecido a una clase social más elevada, dice sin embargo que la mayoría de los cristianos en Corinto eran gentes ignorantes, carentes de poder y de linaje oscuro. Lo mismo es cierto a través de los primeros siglos de la vida de la iglesia. Aunque sabemos de algunos cristianos de alta clase social, tales como Domitila y Flavio Clemente en Roma, y Perpetua en Cartago, por cada uno de estos personajes parece haber habido centenares de cristianos de baja posición social. En su mayoría, los cristianos eran esclavos, carpinteros, albañiles o herreros” [8]. El ser cristiano se plantea como una peregrinación que configura una construcción histórica, una historia que es propia y, a su vez, es del colectivo en el cual el sujeto se desenvuelve. El cristianismo implicó no sólo un decir, sino también un hacer, hacer que implicó seguir los pasos del humilde carpintero de Galilea y una relación de amor fraternal que trastocó los cánones epocales: judíos y gentiles, esclavos y libres, ricos y pobres, hombres, mujeres y niños, todos cabían en las primeras comunidades de fe. 

La primera iglesia no tenía templos ni una jerarquía clara, tampoco tenía una liturgia definida ni ritos, se reunían en las casas, y mientras partían el pan, leían las cartas de los apóstoles y recordaban al Cristo que vivió junto a ellos. Eran compañeros de vida y de camino. Xavier Pikaza plantea que la iglesia: “Nace con la nueva historia de la libertad gratuita, del amor universal; por eso renuncia a toda forma de poder y vive en plano de fe abierta, de esperanza compartida. Apoyados en la pascua de Jesús y renacidos al amor comunitario, muchos hombres (los cristianos verdaderos) viven ya sobre la tierra el gozo nuevo de la libertad de Dios que nos arranca de las fuerzas de la muerte y nos instaura de nuevo en la existencia, es decir, nos resucita” [9]. La primera iglesia nos reta a vivir el amor verdadero, que deja el ensimismamiento centrados en la esperanza del Reino que consiste en justicia, paz y gozo en el Espíritu. 

3. La vida cotidiana de los primeros cristianos. 

¿Cómo vivían los primeros cristianos? ¿Qué cosas hacían? ¿Cómo se les podría caracterizar sociológica y culturalmente? Comencemos este ítem citando a Justo González, quien señala que: “La iglesia cristiana antigua estaba formada en su mayoría por gentes humildes para quienes el hecho de haber sido adoptadas como herederas del Rey de Reyes era motivo de gran regocijo. Esto puede verse en su culto, en su arte y en muchas otras manifestaciones. La vida cotidiana de tales cristianos se desenvolvía en la penumbra rutinaria en que viven los pobres de todas las sociedades. Pero aquellos cristianos vivían en la esperanza de una nueva luz que vendría a suplantar la luz injusta e idólatra de la sociedad en que vivían” [10]. Este sentido de ser pobres de la tierra que habían sido adoptados por aquél que tiene el poder de hacer nuevas todas las cosas, son conscientes de la misión que se les ha encomendado. No se cansan de anunciar el evangelio a quienes tienen a su alcance, fundamentalmente a sus pares. 

Celso habla en forma peyorativa, pero no menos luminosa sobre la práctica evangelizadora de los primeros creyentes. Dice: “Se proponen convencer sólo a las personas indignas, esclavos, mujeres pobres y niños. Se comportan como montañeses y pordioseros; no se atreven a dirigirse a un auditorio de hombres inteligentes… pero si ven a un grupo de jóvenes, o esclavos, o gente rústica, allí se meten y tratan de ganar la admiración de la turba. Lo mismo pasa en las casas particulares. Allí vemos cardadores de lana, zapateros, lavanderos, gente muy ignorante y sin educación” [11]. No es que los primeros cristianos discriminaran a los de alta condición social, sino más bien que su campo de experiencia estaba limitado a la relación con quienes compartían la vida y su devenir. Eso hacía que el compañerismo fuera una constante de la relación. Aunque no es menor señalar que cuando cristianos pertenecientes a las élites de la época se convertían, no dudaban en relacionarse de la misma manera con sus hermanos. Green plantea que: “En las asociaciones cristianas, aristócratas y esclavos, ciudadanos romanos y provinciales, ricos y pobres se entremezclaban en términos de igualdad, sin distinción alguna; eran sociedades que poseían una característica peculiar debido a que el cuidado mutuo y el amor fraternal resultaban singulares. Y en eso residía su atractivo. Eso era algo que debía mantenerse a toda costa si la misión cristiana quería proseguir su avance” [12]. 

El atractivo de la iglesia radicaba, precisamente, en su carácter contracultural, en tanto se trataba de un espacio en el que todos se veían como hermanos, hijos de un mismo padre; en el que los amos podían ser enseñados por sus siervos; donde los esposos y padres no se caracterizaban simplemente por ordenar, sino por servir. 

Lo anterior es fundamental, para entender la práctica cúltica de los primeros creyentes. Tertuliano señalaba que su condición de hermanos estaba ligada a la práctica de la adoración entre hermanos. En la lectura que Green hace de Tertuliano es posible constatar que: “La asamblea se inicia y concluye con oración. El culto, el compañerismo y el festejo son todos celebrados bajo la mirada del Padre celestial. A los humildes, a los necesitados y a los enfermos se les dispensa una consideración especial. Las contribuciones son voluntarias, proporcionadas a los ingresos de cada uno y usadas para ‘sostener y sepultar a los pobres, satisfacer las necesidades de los niños carentes de recursos o huérfanos, y a los ancianos ahora reducidos a la casa, y también a las víctimas de algún naufragio… de cualquiera que se hallase en las minas o deportado en las islas o en prisión debido a su fidelidad a la iglesia de Dios’… ‘Siendo de una misma mente y de una misma alma, no dudamos en compartir todas nuestras posesiones terrenales unos con otros. Todas nuestras cosas nos son comunes, excepto nuestras esposas” [13]. La unanimidad de la comunidad está caracterizada por una vida devota de amor a Dios y al prójimo, en la que toda la preocupación estaba centrada en el otro. La referencia a que todas las cosas son comunes con excepción de las esposas, no es sólo un recurso literario, sino de suma importancia, toda vez que la mujer no era entendida como propiedad de quien la cosificaba. 

La lectura a Tertuliano nos permite entender el carácter del liderazgo de la primera iglesia. Si bien es cierto, tempranamente tenemos la presencia de obispos y/o presbíteros, estos estaban caracterizados por el servicio. Como señalará Gerd Theissen, “esta comunidad abandonó las jerarquías sacerdotales: junto al único sumo sacerdote no hay espacio para una pluralidad de sacerdotes en la tierra; ¡todo eso pertenece al viejo mundo perecedero!” [14]. No obstante, esto no excluyó el papel preponderante de quienes tenían una mejor condición social. El autor recién citado dice que “El desarrollo de esa solidaridad horizontal evitó que las comunidades cristianas primitivas se hicieran clientes sociales de algunos patronos ricos. De todos modos, estos ocupaban un puesto importante en las comunidades. Los cristianos se reunían probablemente en sus casas, porque sólo los acomodados disponían de grandes espacios. Su apoyo era indispensable para el sistema asistencial” [15]. La riqueza de la vida comunitaria entiende el liderazgo no como una dignidad, sino como una tarea, un rol que cumplir, en tanto la ejecución de un carisma del Espíritu. Es lo que señala Green al plantear que: “En los tiempos primitivos del cristianismo, la fe se difundía por medio de evangelistas espontáneos y ejercía su mayor atractivo entre las clases trabajadoras. / En la iglesia primitiva, como ya hemos visto, no existía distinción alguna entre los ministros con dedicación exclusiva y los laicos en cuanto a la responsabilidad de propagar el evangelio por todos los medios posibles. Y tampoco había diferencia alguna entre los sexos en lo relativo a este asunto. Era axiomático que cada cristiano estaba llamado a ser un testigo de Cristo, no sólo con su vida sino también con su palabra” [16]. 

La comprensión del deber-ser del cristiano, está ligada también a la renuncia al estatus. Es algo que en las Escrituras aparece ejemplificado en el caso de Pablo, quien siendo apóstol renuncia a la manutención de algunas comunidades, dedicándose al trabajo de construir tiendas. Dicha renuncia está ligada al amor al prójimo. Theissen señala que “el amor afecta sobre todo a la relación entre grupo interno y grupo externo. El amor cristiano primitivo quiere rebasar esta frontera. La renuncia al estatus afecta a la relación entre los que están arriba y los que están abajo. La renuncia al estatus (humildad) exige que las personas renuncien a representar, imponer o poseer un estatus superior” [17]. En el ethos de los primeros cristianos se diluyen las fronteras entre arribas y abajos, siendo caracterizado por los valores fundamentales del amor al prójimo y la renuncia al estatus. En ese sentido, y como dirá el mismo autor en otro de sus libros, el seguimiento de los discípulos del movimiento de Jesús no sólo estuvo determinado por condicionamientos religiosos, sino también por los sociales. La renuncia al estatus de los “carismáticos itinerantes cristianos primitivos”, tanto para dedicarse a la vida común, como también a los viajes misioneros, sociológicamente da cuenta del desarraigo social. Pero dicho desarraigo no sólo da cuenta de una antinomia con la sociedad imperante, sino también un de un fenómeno pneumatológico en el cual estos sujetos se sentían vocacionados. Dice Theissen: “El que abandonaba casa y hogar, esposa e hijos, para andar vagabundo por el mundo como carismático intinerante, era empujado a ello no solamente por la presión de las antinomias sociales, sino que iba tras la promesa de una vida nueva. Seguía una llamada. Naturalmente, ambas cosas no se pueden separar” [18]. Por ello, la práctica del artesanado era propia a la vida misional, puesto que las herramientas podían ser cargadas con facilidad, no así aquellos que tenían otros trabajos. La Didajé argüía sobre la necesidad de que ningún cristiano fuera ocioso. La vida nueva, el seguimiento, no implicaba el dejar las tareas que otros hubiesen considerado profanas. Era renuncia, pero para vivir. 

Esto permite constatar que, a pesar de que los cristianos eran considerados por muchos en su tiempo como antisistémicos, en tanto ateos por su “rechazo a los antiguos dioses” y anárquicos por “su negativa a rendir culto al emperador” [19], los cristianos no constituyeron ghettos virtuosos. Vivieron una transformación integral, pero eso no obstó para que siguieran desarrollando sus tareas cotidianas. Aquí bien vale citar la comparación que hace J.M. Blásquez entre los primeros cristianos con la comunidad de Qumrán. Señala: “Hay diferencias ostensibles entre la relación de Jesús y sus discípulos y los sectarios de Qumrán. Éstos eran una élite sacerdotal que se separaron del templo y de su sacerdocio, ni la primitiva iglesia de Jerusalén rompió con el templo y su culto. Ni Jesús ni sus seguidores eran sacerdotes, ni constituyeron una casta sacerdotal. Los de Qumrán vivían apartados del mundo; Jesús, al contrario, predicaba a los pobres y comía con los pecadores. En la comunidad de Qumrán existía una especie de noviciado para entrar, Jesús no exigió a sus discípulos este tipo de preparación. Los de Qumrán hacían muchas abluciones, que no practicó Jesús. La comunidad estaba jerarquizada, lo que no sucede con los discípulos más cercanos a Jesús. En Qumrán se practicaba el celibato, aunque también había casados, mujeres y niños; Jesús fue célibe, pero los apóstoles estaban casados, y les seguían grupos de mujeres” [20]. Si bien es cierto, la vida monástica fue una reacción al barrido que la constantinización de la iglesia hizo con la vida frugal de las primeras comunidades, convirtiendo al movimiento de Jesús en una institución elitaria y jerárquica, los discípulos primitivos de Jesús no hicieron tabula rasa de las formas de vida en sociedad. Lucharon contra el paganismo, pero se caracterizaron por la inclusión en tanto aplicación del carácter redentivo de la fe que seguían. 

4. Algunas reflexiones para abrir caminos futuros… 

Es llamativo que muchos movimientos cristianos en el presente, que caben bajo la figura de Iglesia Emergente, propugnen un perfil restauracionista, sin dar cuenta del elemento pobre mayoritario en los primeros creyentes. Esto es más que olvido. El pastor presbiteriano Timothy Keller señala que: “Los primeros obispos cristianos en el Imperio Romano […] eran tan bien conocidos por identificarse con los pobres y débiles que a la larga, aunque eran parte de una religión minoritaria, se les veía como teniendo el derecho de hablar en nombre de la comunidad local como un todo. Preocuparse por los pobres y los débiles llegó a ser, irónicamente, una razón para la influencia cultural que la iglesia llegó a ostentar con el tiempo. Si la iglesia no se identifica con los marginados, será ella misma marginada. Esto es la justicia poética de Dios” [21]. Keller acierta en esto, actuando con rigor histórico y tratando de tender un puente con el presente de la iglesia. Pero reflexiones como estas no sirven de nada si no tienen correlato empírico. Se habla tanto de martirologio, pobreza y clandestinidad, pero no se hace nada por dejar las posiciones de comodidad que nos brindan nuestros templos e instituciones. Ofensivamente a nuestras formas de vida, caracterizada por el deseo de ascenso social, debemos decir que la frugalidad es parte de la vida cristiana. La renuncia al estatus siempre es un reflejo de amor al prójimo. Es lo que dijo Juan Crisóstomo en medio de la reacción monástica a la iglesia imperial: “¿Cómo piensas cumplir los mandamientos de Cristo, si te dedicas a reunir intereses amontonando préstamos, comprando esclavos como ganado, uniendo negocios a negocios?… Y esto no es todo. A todo esto le añades la injusticia, adueñándote de tierras y casas, y aumentando la pobreza y el hambre” [22]. Y esta vida frugal, acompañada de la empatía en relación a la necesidad del otro, tiene, y debe tener, expresiones internas y externas a la comunidad. Es lo que Pablo dice a los gálatas cuando les pide que: “aprovechemos cualquier oportunidad para hacer el bien a todos, y especialmente a los hermanos en la fe” (Gálatas 6:10). El amor debe manifestarse de manera intensiva en la comunidad, para luego extenderse a la sociedad. 

El olvido de la pobreza de nuestros primeros hermanos es una burda ofensa a la Misión de Dios. Con devoción y compromiso debiésemos recordar las palabras del cántico de María, conocido como el Magnificat. La esposa del carpintero de Nazaret exclamó con profundo gozo: “Todo mi ser ensalza al Señor. Mi corazón está lleno de alegría a causa de Dios, mi Salvador, porque ha puesto sus ojos en mí que soy su humilde esclava. De ahora en adelante todos me llamarán feliz, pues ha hecho maravillas conmigo aquel que es todopoderoso, aquel cuyo nombre es santo y que siempre tiene misericordia de aquellos que le honran. Con la fuerza de su brazo destruyó los planes de los soberbios. Derribó a los poderosos de sus tronos y encumbró a los humildes. Llenó de bienes a los hambrientos  y despidió a los ricos con las manos vacías. Se desveló por el pueblo de Israel, su siervo,  acordándose de mostrar misericordia, conforme a la promesa de valor eterno que hizo a nuestros antepasados, a Abrahán y a todos sus descendientes” (Lucas 1: 46-55). El cántico a la gracia del Salvador, a la justicia del Reino y a la fidelidad del Pacto nos hablan de la esperanza del Reino de Dios, que se acercó a nosotros con la venida de Cristo. Esta esperanza no nos debe hacer olvidar a quienes sufren los rigores de la vida, el hambre, la injusticia, el oprobio, no olvidando lo dicho por David J. Bosch cuando planteó que: “Jesús no volaba por las nubes, sino se sumergía en las circunstancias reales de los pobres, los cautivos, los ciegos y los oprimidos (cf. Lc. 4:18s.). Hoy día también Cristo está donde se encuentran los hambrientos y los enfermos, los explotados y los marginados. El poder de su resurrección empuja la historia hacia su final bajo la bandera ‘¡He aquí yo hago nuevas todas las cosas!’ (Ap. 21:5). Igual que su Señor, la Iglesia-en-misión tiene que tomar parte por la vida y en contra de la muerte, por la justicia y en contra de la opresión” [23].

La historia de Jesús y los apóstoles entre los pobres de la tierra nos seguirá gritando hasta el fin de nuestros días. 

Luis Pino Moyano. 


Notas bibliográficas.

[1] Todos los textos bíblicos citados en este artículo son tomados de: La Palabra. Edición Hispanoamericana. Madrid, Sociedad Bíblica de España, 2010. 

[2] Karl Barth. Introducción a la Teología Evangélica. Salamanca, Ediciones Sígueme, 2006, p. 207. 

[3] Michel de Certeau. La escritura de la historia. México D. F.: Universidad Iberoamericana, 1997, p. 69.  

[4] Marc Bloch. Apología para la historia o el oficio del historiador. México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 46. 

[5] Walter Benjamin. Tesis de Filosofía de la Historia. Revolta Global Formacio. En: http://www.revoltaglobal.cat/IMG/pdf/_5Bbenjamin_5Dtesis-filosofia-historia.pdf, p. 4 (Revisada en julio de 2010). Dicho texto de Benjamin también se encuentra disponible bajo el título de “Sobre el concepto de la historia” en la edición realizada por Pablo Oyarzún: Walter Benjamin. La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. Santiago, Universidad ARCIS y LOM Ediciones, 1998.  

[6] Raymond Bakke. Misión integral en la ciudad. Buenos Aires, Ediciones Kairós, 2002, pp. 67, 68. 

[7] Michael Green. La evangelización en la iglesia primitiva. Buenos Aires, Nueva Creación, 1997, p. 11.  

[8] Justo González. Historia del Cristianismo. De la era de los mártires hasta la era inconclusa. Miami, Editorial Unilit, 2009, p. 111. 

[9] Xavier Pikaza. Para leer la historia del pueblo de Dios. Navarra, Editorial Verbo Divino, 1990, p. 176.  

[10] González. Op. Cit., p. 118. 

[11] Citado por Stephen Neill. A History of Christian Missions. New York, Penguin, 1964, p. 45. Tomado de: Ruth Tucker. Hasta lo último de la tierra. Historia biográfica de la obra misionera. Deerfield, Editorial Vida, 1994, p. 23.  

[12] Green. Op. Cit., p. 322. 

[13] Ibídem, p. 323.  

[14] Gerd Theissen. La religión de los primeros cristianos. Una teoría del cristianismo primitivo. Salamanca, Ediciones Sígueme, 2002, p. 143. 

[15] Ibídem, p. 121. 

[16] Green. Op. Cit., p. 312. 

[17] Theissen. La religión de los primeros cristianos… Op. Cit., p. 88.  

[18] Gerd Theissen. Estudios de sociología del cristianismo primitivo. Salamanca, Ediciones Sígueme, 1985, p. 161. 

[19] Williston Walker. Historia de la Iglesia Cristiana. Buenos Aires, Editorial La Aurora, 1957, p. 49.  

[20] J.M. Blázquez. “Las sectas judías”. En: Jaime Alvar et al. Cristianismo primitivo y religiones mistéricas. Madrid, Ediciones Cátedra, 1995, p. 78. 

[21] Timothy Keller. Iglesia Centrada. Miami, Editorial Vida, 2012, p. 237.  

[22] Citado por González. Op. Cit., p. 209.  

Serie de artículos en La Fuente: Hablando de sexualidad con los jóvenes.

El mes de marzo aparentemente fue poco fructífero para el blog. La verdad es que no. Pronto tendremos una sorpresa que compartiremos, y que procede de lo que he compartido con ustedes en esta bitácora desde el año 2013. A su vez, marzo en la experiencia docente ha sido muy complejo a lo que se sumó el retorno a una cuarentena total en la Región Metropolitana. A pesar de ello, pude colaborar durante los meses de febrero y abril con la revista «La Fuente». Dicha revista es una publicación paraguaya que apoya a los diversos ministerios dentro de las iglesias con sus temáticas. Esta es la segunda vez que comparto una trilogía de artículos, siendo la primera sobre cosmovisión cristiana (los pueden ver haciendo clic aquí).

Ahora compartí tres artículos sobre sexualidad pensando en líderes de jóvenes: «¿Quién se atreve a hablar de sexo en la iglesia?», «¿Cómo guiar a una juventud bombardeada por ideologías?» y «Conservando la belleza de la sexualidad cristiana». Puedes leerlos haciendo clic en el siguiente link:

Serie – Hablando de sexualidad con los jóvenes.

Te invito a suscribirte en la Revista, en la que seguramente encontrarás apoyo para tu trabajo en la iglesia. 

En Cristo, Luis. 

Las iglesitas dentro de la iglesia y las semillas de división.

Quisiera comenzar partiendo con la siguiente presuposición: nunca los procesos divisivos de la iglesia son felices. Siempre dejan heridas, dolor y tristeza. No por nada el apóstol Pablo señala, en su carta a los hermanos de Romanos, lo siguiente: “Pero les ruego, hermanos, que se cuiden de los que causan divisiones y tropiezos en contra de la enseñanza que ustedes han recibido, y que se aparten de ellos. Porque tales personas no sirven a nuestro Señor Jesucristo, sino a su propio vientre, y con palabras suaves y lisonjeras engañan al corazón de los ingenuos” (Romanos 16:17,18, RVC, como todas las citas bíblicas que siguen). El texto bíblico es sumamente claro en plantear que lo que nos debe caracterizar es la enseñanza bíblica, desde el lente apostólico, es decir, cristiano, que trasunta en servicio a Jesucristo y en real edificación y alegría del cuerpo de Cristo, y no en divisiones y palabras hipócritas. Porque como señala el proverbista, “Es mejor la reprensión franca que el amor disimulado. Son más confiables las heridas del que ama, que los falsos besos del que aborrece” (Proverbios 27:5,6). La honestidad entre hermanos es demasiado valiosa. Siempre es preferible hablar con alguien que se tiene la seguridad de quién es y qué piensa, que con un solapado que sólo te lisonjea. La reprensión manifiesta es valiosa, porque ayuda a caminar y a crecer, porque busca edificar y no destruir con palabras lindas carentes de sinceridad. Y claramente, siempre ésta reprensión tiene que estar basada en la Escritura, nuestra única y suficiente regla de fe y práctica, y no en los constructos idolátricos, por mucho que aparenten piedad. 

Sería extraño que una división eclesiástica no nos produzca dolor, cuando amamos a nuestros hermanos y la unidad de la iglesia, que no sólo nos debiese resultar preciada, sino entenderla como un mandato del Señor (véase 1ª Corintios 12 — 14 y Efesios 4:1-15). La unidad de la iglesia no es un valor de última categoría, transable por otros principios. El Señor Jesucristo, en la misma noche en la que fue entregado a sus captores, lo que derivó en su muerte de cruz, oró al Padre diciendo: “Pero no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo crea que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado” (Juan 17:20-23). La oración de Jesús debiese marcar nuestra agenda en la misión. El conservar la unidad en la familia de la fe forma parte del deseo de Dios para su pueblo. 

Pero a la vez, se hace relevante a la hora de conversar con franqueza el tema de la división procurar su “des-sentimentalización analítica”. No me refiero a dejar el amor, preclara señal de nuestra fe cristiana, sino a ponderar con rigurosidad todas las variables que están en ella, con la certeza de lo dicho por el apóstol Pablo cuando dijo: “Porque es preciso que haya disensiones entre ustedes, para que se vea claramente quiénes de ustedes son los que están aprobados” (1ª Corintios 11:19). Sí, en el caso de vivir un proceso divisivo, lloramos la pérdida de hermanos de nuestra comunidad de iglesias, pero eso no puede producir una tristeza y amargura que nos anquilose en las tareas de la misión de Dios. La disensión es mala, pero es prueba de la fe en Jesucristo. 

La teología reformada es muy clara a este respecto. Las divisiones, en su generalidad, tienen un origen pecaminoso. Louis Berkhof señala en su “Teología Sistemática” que: “algunas divisiones, tales como aquellas que se deben a diferencias de localidad o de lenguaje, son perfectamente compatibles con la unidad de la iglesia; pero otras, tales como las que se originan en perversiones doctrinales o en abusos sacramentales, en realidad estorban esa unidad. Las primeras resultan de la dirección providencial de Dios, pero las últimas se deben a la influencia del pecado: al oscurecimiento del entendimiento, al poder del error, o a los caprichos del hombre; y por tanto la iglesia tendrá que luchar por el ideal, derrotando esos obstáculos” [1]. Para Berkhof, sólo existe división legítima en aquellas que:

a) tienen relación con fronteras geográficas y o idiomáticas, cuidando así que el mensaje sea predicado en lengua vernácula (característica fundamental del protestantismo);

b) para evitar la generación de liderazgos que ejerzan un poder internacional (por eso, el presbiterianismo construye iglesias nacionales, lo que no obstaculiza la misión ni las relaciones fraternas con otros concilios);

y c) sobre todo, para evitar la perversión doctrinal que rompa las marcas de la iglesia, a saber, la predicación fiel de la Palabra de Dios, la correcta administración de los sacramentos y el recto ejercicio de la disciplina eclesiástica.

Como plantea, Sean Michael Lucas, la ruptura con una iglesia sólo puede fundamentarse un bases doctrinales profundas en las que el propio evangelio está en juego [2]. Es decir, cuando uno busca producir un quiebre legítimo de una denominación debe tener la profunda claridad que dicha iglesia madre ha renunciado al evangelio. Si esto no es así, se peca contra Dios y el prójimo y, volviendo al texto paulino a los hermanos de Corinto, se evidencia quiénes son aprobados. 

Un gran aporte teórico para esta ocasión es el brindado por el Dr. Martyn Lloyd-Jones, en su conferencia del año 1965 sobre los puritanos, titulada “Ecclesiola in ecclesia”, es decir, una “iglesita dentro de la Iglesia”. Lloyd-Jones realiza un interesante análisis histórico de grupos dentro de la iglesia, que tienen el carácter de conformar una iglesita dentro de la misma, desde la Edad Media hasta el momento contemporáneo de dicho autor. Me permitiré citar in extenso tres fragmentos de dicha conferencia.

“La idea de quienes componían estas iglesitas no era formar una nueva iglesia. Esto es elemental. No tenían interés alguno en separarse; de hecho, se oponían violentamente y con acritud a una idea semejante. No perseguían cambiar la doctrina de la Iglesia. […] No les inquietaba la doctrina de la Iglesia, sino más bien la condición y la vida espiritual de esta. […] La gente que creía en la idea de la ‘ecclesiola’ no tenía la intención de transformar por completo la iglesia, sino, más bien, de formar un núcleo de verdaderos creyentes dentro de la misma. El propósito de este núcleo sería actuar como levadura e influir en la vida de la iglesia por el bien de esta. […] El argumento parecía ser más bien que, si el intento de reformar a toda la iglesia fracasaba, entonces, lo único que podía y debía hacerse era formar este núcleo dentro de la misma con la confianza de que, por último, sería capaz de impregnar la vida de toda la congregación y reformarla” [3].

Este fragmento es fundamental, toda vez, que empatiza con los creadores de las “iglesitas dentro de las iglesias”, entendiendo que sus intenciones y motivaciones originarias puede que no hayan sido pecaminosas, inclusive, generando instancias para el conocimiento de la Escritura, la oración, la comunión, fortaleciendo la piedad y pujando para la renovación de la iglesia. El problema está en el ADN del proyecto “iglesita dentro de la Iglesia”. Señala Lloyd-Jones:

“Si divides tu iglesia y dices: ‘Voy a llamar a los verdaderos cristianos a fin de celebrar reuniones especiales para ellos’, ¿qué efectos crees que tendrá sobre el resto? Una acción así está destinada a producir resentimiento y oposición, como ha ocurrido invariablemente; así que, lejos de ayudar a tales personas, crearás en ella un espíritu de antagonismo. / En segundo lugar, como ya he sugerido, ¿acaso no lleva esto implícito en su misma esencia un elemento separatista? Sin duda estarás causando una división” [4].

Entonces, el problema de la “iglesita dentro de la Iglesia” no es de métodos ni de algunos fines conseguidos, sino en cómo se estructura dicho proyecto: la “iglesita dentro de la Iglesia” de forma inherente a su ADN padece de elitismo espiritual. Entiende que en su grupo están los mas puros doctrinalmente, aquellos que no se pervierten por ideologías, los que más oran y pujan por su santificación, los que más y mejor hacen para la misión. Por ello, pueden desarrollar las tareas de renovación de la iglesia. ¡Esto es sumamente ofensivo! Es ofensivo para el Espíritu Santo porque es Él quien renueva a la iglesia con su poder vivificador, es Él quien sostiene y guía a la iglesia a toda verdad y justicia (Juan 16:7-13; Hechos 1:8; Romanos 8:1-17). Es sumamente ofensivo para la iglesia, porque no entiende que en ella no existen creyentes como “modelos terminados”, sino pecadores que están en quiebra espiritual y que deben presentarse vulnerables ante el Dios de toda gracia. He ahí la esencia de nuestra mirada amorosa respecto de los más débiles. Pensar que se tiene el poder para construir la iglesia perfecta es pavimentar el camino para la tiranía eclesiástica y para la destrucción de la comunidad. 

Muy bien lo decía el pastor y teólogo Dietrich Bonhoeffer cuando planteó que:

“Debemos persuadirnos de que nuestros sueños de comunidad humana, introducidos en la comunidad, son un auténtico peligro y han de ser destruidos, so pena de muerte para la comunidad. Quien prefiere el propio sueño a la realidad se convierte en un destructor de la comunidad, por más honestas, serias y sinceras que sean sus intenciones personales. / Dios aborrece los ensueños piadosos porque nos hacen duros y pretenciosos. Nos hacen exigir lo imposible a Dios, a los demás y a nosotros mismos. Nos erigen en jueces de los hermanos y de Dios mismo. Nuestra presencia es para los demás un reproche vivo y constante” [5].

Pensarse como lo más reformado dentro de lo reformado, como expresión de la pureza doctrinal, lleva en su ADN el quiebre divisivo, puesto que esa autocomprensión siempre se desarrolla en relación a otros. Soy más en relación a otro que es menos. Y ahí está el germen de los mitos fundacionales de las nuevas iglesias, que no trepidan en enlodar a otros dilapidándoles pública y privadamente, para justificar su quiebre pecaminoso. Como plantea Martyn Lloyd-Jones:

“El Nuevo Testamento admite claramente que en la iglesia hay diferentes tipos de personas: unas más fuertes y otras más débiles. Están aquellos a quienes se llama ‘espirituales’, lo que implica que hay otros que lo son menos. Se reconocen toda clase de categorías, diferencias y distinciones entre los miembros de la iglesia. Se nos exhorta siempre a llevar los unos las cargas de los otros, se dice que el fuerte debe ayudar al débil, etc. Pero, ciertamente, nada de esto justifica que se separe a unos pocos de los demás. Ninguna de estas citas sugiere en lo más mínimo algo semejante. Yo hasta diría que un proceder así contradice abiertamente las enseñanzas del Nuevo Testamento” [6].

Si algo tienes de Dios es sólo por pura gracia, y eso que tienes no es nada si no lo pones al servicio de los demás. Si no miras y actúas con amor respecto de tu prójimo no te sirve de nada tener el conocimiento y la fe ortodoxa que profesas… simplemente te estás construyendo idolátricamente como un metal que resuena y un címbalo que retiñe (1ª Corintios 13:1-3). Al final, lo que te llevará a quebrar la unidad de la Iglesia no será la pureza del evangelio de Jesucristo, sino tus ansias de poder, la ensoñación de una comunidad que no existe en la realidad de hermanos de carne y de hueso, tu agenda o proyecto ensimismado. No será tu falta de amor simplemente. Será tu amor desordenado. 

Luis Pino Moyano.


[1] Louis Berkhof. Teología Sistemática. Grand Rapids, Libros Desafío, 1999, pp. 684, 685.

[2] Sean Michael Lucas. “O que é goberno da igreja?”. En: Série Fé Reformada. São Paulo, Editora Cultura Cristã, 2015. 

[3] Martyn Lloyd-Jones. Los puritanos. Sus orígenes y sucesores. Edimburg, El Estandarte de la Verdad, 2013, pp. 198, 199. Corresponde a la Conferencia del año 1965, titulada: “Ecclesiola in ecclesia”.

[4] Ibídem, p. 214.

[5] Dietrich Bonhoeffer. Vida en comunidad. Salamanca, Ediciones Sígueme, 2014, pp. 19-23.

[6] Lloyd-Jones, Op. Cit., p. 217.

Somos sacerdotes para Dios.

Los reformadores del siglo XVI Martín Lutero, Ulrico Zwinglio, Juan Calvino, John Knox, entre otros, fueron fundamentalmente predicadores de la Palabra de Dios. Y en dicha comunicación nos enseñaron algunos principios relevantes como los que mencionaré: a) la centralidad y suficiencia de Cristo, b) la salvación por pura gracia, c) la justificación por la fe, d) que nuestra doctrina y práctica está sustentada sólo en la Palabra y en toda ella. Nos enseñaron también que hemos sido hechos libres para amar y servir, que la iglesia reformada debe siempre reformarse a la luz de la Palabra y que sólo Dios debe ser glorificado en todo y por todos. Todas esas enseñanzas relevantes tuvieron un punto en común: no fueron innovaciones ni inventos, como sí lo era, por ejemplo, la predicación de las indulgencias. El mayor mérito de la Reforma Protestante fue su falta de originalidad. Lo que los reformadores hicieron, y lo que nosotros debemos seguir haciendo, es ir a la Escritura, y recoger de allí lo que creemos, pensamos y vivimos. Lo que debemos imitar es el reconocimiento del alto valor que tiene la Palabra revelada de Dios, inspirada por el Espíritu, leída en comunidad y en nuestro idioma con la ayuda del Espíritu Santo. Tener la Palabra como centro y base es más que una declaración doctrinal, es un estilo de vida.

Una de las cosas más terribles que hizo el catolicismo romano en los siglos del Medioevo, y que en muchos lugares se sigue entendiendo así, dice relación con la separación de trabajos sagrados y profanos. Eso hizo que no sólo se valorara al sacerdocio como un trabajo sagrado en detrimento de otros oficios, sino que se derivara en una clericalización de la iglesia, es decir, se construyó una clase alta de personas superiores que tienen el poder de decir cómo creer y vivir la fe, dando paso a muchas acciones tiránicas. Frente a eso se alzó como una de las banderas de lucha de la Reforma Protestante la doctrina del Sacerdocio Universal de los Creyentes. Lutero dijo con toda claridad en su “Tratado sobre el Nuevo Testamento”: “Por lo tanto todos los cristianos son sacerdotes, todas las cristianas sacerdotisas, sean jóvenes o viejos, amos o siervos, amas o criadas, eruditos o ignorantes. En esto no hay diferencia alguna” [1].

¿Qué nos enseña la Biblia sobre esta doctrina? A través de la lectura de la Palabra de Dios daremos cuenta del significado, las bendiciones y las responsabilidades del sacerdocio universal de los creyentes.

1. ¿Qué significa el sacerdocio universal de los creyentes?

Los sacerdotes en el Antiguo Testamento eran sujetos que provenían de la tribu de Leví y que cumplían funciones en el tabernáculo y, posteriormente, en el templo. Dichas funciones eran: a) la mediación entre el pueblo y Dios, centrados por el sistema ceremonial y cúltico; b) el consultar a Dios para reconocer la voluntad divina para el pueblo de Dios; y c) la interpretación y enseñanza de la ley de Dios. Haciendo una interpretación de la obra de Cristo, teniendo en cuenta el anuncio del texto veterotestamentario, el autor desconocido de la carta a los Hebreos, dijo: “Cristo, por el contrario, al presentarse como sumo sacerdote de los bienes definitivos en el tabernáculo más excelente y perfecto, no hecho por manos humanas (es decir, que no es de esta creación), entró una sola vez y para siempre en el Lugar Santísimo. No lo hizo con sangre de machos cabríos y becerros, sino con su propia sangre, logrando así un rescate eterno. La sangre de machos cabríos y de toros, y las cenizas de una novilla rociadas sobre personas impuras, las santifican de modo que quedan limpias por fuera. Si esto es así, ¡cuánto más la sangre de Cristo, quien por medio del Espíritu eterno se ofreció sin mancha a Dios, purificará nuestra conciencia de las obras que conducen a la muerte, a fin de que sirvamos al Dios viviente!” (Hebreos 11:9-14). Este texto nos enseña tres verdades fundamentales acerca del oficio sacerdotal de Cristo y del cumplimiento en él de lo anunciado por el sistema ceremonial del Antiguo Testamento: a) Cristo es el sumo sacerdote; b) Cristo es el templo; y c) Cristo es la ofrenda. La muerte de Cristo fue en favor de su pueblo, en beneficio suyo y en su lugar. Fue, además, un sacrificio único y perfecto. A tal nivel cambia la noción religiosa de los primeros, que Timothy Keller dice sobre esto en un diálogo imaginario: “Cuando el cristianismo surgió, no fue considerado como una religión. Era la no-religión por excelencia. Imaginen a los vecinos de los primeros cristianos preguntándoles por su fe. ‘¿Dónde está ti templo?’. Los cristianos respondían que no tenían templo. ‘¿Cómo puede ser? ¿Dónde ofician sus sacerdotes?’. Los cristianos respondían que no tenían sacerdotes. ‘Pero… -balbuceaban sus interlocutores- ¿dónde están los sacrificios para complacer a sus dioses?’. Los cristianos respondían que ellos ya no hacían sacrificios. Jesús era el templo para acabar con todos los templos, el sacerdote para acabar con todos los sacerdotes, y el sacrificio para acabar con todos los sacrificios” [2]. Cristo modificó nuestra forma de acercarnos a la vida verdadera y a nuestra relación con Dios. Todo esto es fundamental para entender el oficio universal de los creyentes como sacerdotes para Dios. 

El apóstol Pedro en su primera carta, hablando de los creyentes en Cristo Jesús dice: “Cristo es la piedra viva, rechazada por los seres humanos, pero escogida y preciosa ante Dios. Al acercarse a él, también ustedes son como piedras vivas, con las cuales se está edificando una casa espiritual. De este modo llegan a ser un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por medio de Jesucristo. Así dice la Escritura: ‘Miren que pongo en Sión una piedra principal escogida y preciosa, y el que confíe en ella no será jamás defraudado’. Para ustedes los creyentes, esta piedra es preciosa; pero para los incrédulos, ‘a piedra que desecharon los constructores ha llegado a ser la piedra angular’, y también: ‘una piedra de tropiezo y una roca que hace caer’. Tropiezan al desobedecer la palabra, para lo cual estaban destinados. Pero ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable. Ustedes antes ni siquiera eran pueblo, pero ahora son pueblo de Dios; antes no habían recibido misericordia, pero ahora ya la han recibido” (1ª Pedro 2:4-10).

El texto nos enseña que somos una comunidad de sacerdotes, y cada uno de quienes conformamos dicha comunidad somos, metafóricamente, piedras del templo de Dios. Somos sacerdotes no sólo de manera individual, sino comunitariamente: ¡No existe posibilidad para un cristianismo solitario! El cristianismo es comunitario por definición. Como diría John Leith: “Todos son iguales ante Dios, gozan de los mismos privilegios y participan de las mismas responsabilidades” [3]. El versículo 4, nos señala que Cristo es la piedra viva y fundamental. Es una piedra viva, porque es una persona y también porque tiene el poder de darnos vida a todos los demás. Fue rechazada por los hombres (¡la muerte en la cruz!), pero aprobada por Dios (¡la resurrección, ascensión y glorificación!). Es sobre Cristo que la comunidad puede encontrar fundamento sólido, porque Él es la roca inconmovible. Fuera de Cristo todos nuestros proyectos fracasan. Por su parte, Pedro en el versículo 5 señala que nosotros somos piedras vivas, esto, porque tenemos vida en Cristo. Esto, nos plantea el desafío de ser templos del Dios vivo y nos responsabiliza en la noble tarea de presentar sacrificios espirituales para Dios (más adelante hablaremos sobre eso). Es comunitariamente que presentamos dichos sacrificios para Dios, pues juntos somos piedras vivas, juntos somos el templo de Dios. A su vez, los versículos 9 y 10 nos presentan que nuestra nueva identidad como pueblo de Dios es por pura gracia, que somos reyes y sacerdotes para Dios, y que eso nos responsabiliza en la vida y el testimonio. En el Israel de Dios, conformado por judíos y gentiles, no hay un clero de sacerdotes, una clase diferente de creyentes especiales, sino un pueblo de sacerdotes. Los oficios de Cristo de rey, profeta y sacerdote, son también los oficios de la iglesia. 

Orlando Costas, en su libro “La iglesia y la misión evangelizadora”, dijo: “En primer lugar, quiere decir que cada cristiano, en virtud del sacrificio vicario de Jesucristo sobre la cruz, puede acercarse a Dios personalmente sin mediación de ninguna otra persona (Heb. 8:10-11). En segundo lugar, quiere decir que por cuanto cada creyente es miembro del cuerpo de Cristo, tiene una función, un ministerio y una misión particular que ejecutar. Dicha misión no es distinta a la misión de la Iglesia, sino que está íntimamente vinculada a ésta. En otras palabras, la Gran Comisión no es responsabilidad de una casta selecta dentro de la Iglesia, sino de cada creyente, no importa cuán humilde o cuán ignorante sea” [4]. No necesitamos mediadores para adorar, podemos ir ante la presencia de Dios todos los días de nuestra vida, sabiendo que Dios está presente y escucha nuestras plegarias. Además, la misión no es cosa de profesionales, es tarea de la iglesia, cada creyente tiene el deber sagrado de presentar a otros las buenas nuevas de Jesucristo. 

2. ¿Qué bendiciones trae el sacerdocio universal de los creyentes?

Sin lugar a dudas, la mayor bendición es que Cristo sea nuestro mediador.  Dice el evangelio de Mateo: “Entonces Jesús volvió a gritar con fuerza, y entregó su espíritu. En ese momento la cortina del santuario del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. La tierra tembló y se partieron las rocas” (Mateo 27:50,51). Cristo, con su muerte en la cruz abrió el camino para que no necesitáramos más mediadores humanos en nuestra relación con Dios. Su muerte hace que Él, y sólo Él, sea el perfecto mediador. El velo del templo rasgado es un poderoso símbolo del fin de la ley ceremonial, ya que el camino a la presencia de Dios fue abierto por Jesucristo. El autor desconocido de la carta a los Hebreos también señaló: “Por lo tanto, ya que en Jesús, el Hijo de Dios, tenemos un gran sumo sacerdote que ha atravesado los cielos, aferrémonos a la fe que profesamos. Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que ha sido tentado en todo de la misma manera que nosotros, aunque sin pecado. Así que acerquémonos confiadamente al trono de la gracia para recibir misericordia y hallar la gracia que nos ayude en el momento que más la necesitemos” (Hebreos 4:14-16). Cristo es nuestro fiel abogado en los cielos, a quien podemos acudir en nuestros momentos de necesidad. En Él tenemos gracia que nuestra vida necesita. Solo Cristo, sola gracia. 

Además, que nosotros seamos sacerdotes también es una bendición. Somos sacerdotes no por mérito propio o por capacidades que se entrenan en una preparación académica: somos sacerdotes por la gracia de Dios. Somos sostenidos en nuestro sacerdocio por Cristo. Podemos participar de la comunión con Dios porque Cristo triunfó en la cruz. Todo eso, nos invita a vivir y testimoniar como sacerdotes, que es lo que veremos a continuación.

3. ¿Qué responsabilidades trae el sacerdocio universal de los creyentes?

¿Se acabaron los sacrificios luego de la muerte de Cristo? El fin de la ley ceremonial del Antiguo Testamento no acabó con la necesidad de los sacrificios, sino que los redefinió. Ya no matamos ni quemamos animales, pero presentamos otros sacrificios. ¿Qué sacrificios presentamos a Dios hoy? Los siguientes textos nos ayudan a entender la adoración renovada de la comunidad de sacerdotes. 

Romanos 12:1,2: “Por lo tanto, hermanos, tomando en cuenta la misericordia de Dios, les ruego que cada uno de ustedes, en adoración espiritual, ofrezca su cuerpo como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta”. El sacrificio que se nos demanda acá es que toda nuestra vida esté rendida a Dios y sujeta a su Palabra. Se trata de una obediencia radical a Dios, una disciplina espiritual en la que no nos dejamos moldear por las ideas de la cultura imperante. Necesitamos una constante “metanoia”, una transformación del corazón, lo que involucra el intelecto, las emociones y la voluntad. Dios quiere que le demos toda nuestra vida, no las sobras de ella. 

Hebreos 13:15,16: “Así que ofrezcamos continuamente a Dios, por medio de Jesucristo, un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que confiesan su nombre. No se olviden de hacer el bien y de compartir con otros lo que tienen, porque esos son los sacrificios que agradan a Dios”. Se nos enseña acá que estos sacrificios se entregan continuamente y no de vez en cuando y que se ofrecen a Dios por medio de Jesucristo. Estos sacrificios agradan a Dios, pues la gracia nos invita a vivir para Dios. El testimonio no salva, pero es el fruto de corazones agradecidos, que son vivificados por el Espíritu Santo. Y luego menciona sacrificios espirituales, a saber, labios que le adoran haciendo resonar aquello que abunda en nuestro corazón. La adoración es un tema fundamental de la teología cristiana que entiende que nuestro fin principal es “glorificar a Dios y gozar de Él para siempre” (Catecismo menor de Westminster, pregunta 1). Y también, practicar la justicia que entre los actos concretos se hace manifiesta en la misericordia. La justicia y la misericordia en la Biblia caminan de la mano. No sólo esperamos justicia de otros, hacemos justicia cuando practicamos lo que la Biblia enseña y cuando compartimos aquello que Dios nos da. Siempre tenemos algo para dar, por muy poco que sea. Siempre podemos compartir. 

El que seamos sacerdotes para Dios trae las siguientes implicancias:

· Esta doctrina incluye aspectos de la doctrina de la salvación y de la iglesia, junto con la tarea misional. Los redimidos por Jesucristo desempeñan su trabajo para Dios en el mundo en la totalidad de las esferas de la vida. No existe separación de trabajos sagrados y profanos. Hemos sido llamados a la vocación sagrada de ser sacerdotes en el mundo. 

· El sacerdocio universal une y edifica a la iglesia. Señala la necesidad de la participación de todos y de su capacitación para su área de quehacer. Hace poner la vista en los demás buscando la edificación de la hermandad. 

· El Espíritu Santo fue derramado en todos los creyentes. El Señor otorga dones, comisiona y capacita a los líderes a su labor. La iglesia reconoce los dones y el llamado del Señor (oficios particulares, presbíteros y diáconos). En el presbiterianismo ese reconocimiento se manifiesta en la votación en el marco de las asambleas. 

· Los roles específicos de los oficiales de la iglesia no niegan el sacerdocio universal de los creyentes. Todos los creyentes son llamados a servir. Los líderes son siervos de Dios que cuidan a su pueblo.

· En la Biblia el liderazgo tiene poco que ver con jerarquías, sino más bien con relaciones significativas de acompañamiento espiritual.

· Se debe evitar la profesionalización y la burocratización del liderazgo, como la distinción entre clero y laicos. La Reforma rompió con esa diferenciación. Mantener esa distinción porque la iglesia funciona bien, es “romanismo larvado” (Juan Wherli).

· Timothy Keller, en su libro “Iglesia centrada”, señala: “El Espíritu equipa a todo creyente para ser un profeta que trae la verdad, un sacerdote que sirve con simpatía y un rey que llama a otros a un amor responsable; incluso si carece de dones especializados para el oficio o ministerio a tiempo completo. […] Esta comprensión del oficio general ayuda a prevenir que la iglesia se vuelva una burocracia de arriba hacia abajo, conservadora, alérgica a la innovación. Nos ayuda a entender a la iglesia como un ministerio que cambia la vida y que cambia el mundo; todo sin depender del control y la planificación de una jerarquía de líderes” [5].

Por todo lo anterior, todos somos responsables de la vida en comunidad. Todos somos responsables de nuestros hermanos. Todos somos responsables de cuidar la iglesia. Todos somos responsables de aprender y servir. Si tú no estás sirviendo hoy en tu comunidad, no estás cumpliendo con el llamado sagrado que Dios te ha dado para que seas un sacerdote.

Para reflexionar y practicar. 

Me libraré de decir algunas cosas citando a R. B. Kuiper, en su excelente libro “El cuerpo glorioso de Cristo”, dijo: “¡Cuán pocos miembros de la iglesia hoy en día son serios estudiantes de la Sagrada Escritura! ¡En cuán pocos hogares, llamados cristianos, es dado un lugar de honor el culto familiar, en el cual los padres oran con y por sus hijos y les enseñan la Palabra de Dios! ¡Cuán pocos, al regresar a casa después del servicio de predicación, siguen el ejemplo de los de Berea que escudriñaban la Escrituras para ver si las cosas eran así (Hch. 17:11)! ¡Cuán pocas iglesias pueden mantener activa una organización para sus hombres! ¡Cuán pocas organizaciones de mujeres en las iglesias, además de tener costura y levantar fondos para la iglesia, se ocupan en el estudio de la Biblia! ¡Cuán pocos miembros de la iglesia son capaces de dirigir a la congregación en oración pública! ¡Cuán pocos de los miembros en plena comunión reúnen las cualidades para servir como ancianos y diáconos! ¡Cuán pocos miembros de la iglesia se dan cuenta que es su solemne deber amonestar a los miembros que andan desordenadamente! ¡Cuán pocos participan en los esfuerzos evangelísticos!” [6]. Si hay algo de aquí que resuena en tu mente, es a tu conciencia. Si estás sirviendo en todas estas áreas, persiste en la gracia, buscando la gloria de Dios y no la tuya. 

La sana comprensión de esta doctrina nos puede llevar a asimilar tres cosas fundamentales:

· La primera, que como iglesia tenemos una profunda necesidad: los líderes de la iglesia necesitan sacarse la “capa de superhéroes” y nosotros tenemos el deber de sacar esa capa de nuestras mentes. Si bien es cierto, la Biblia nos demanda a quienes trabajamos para el cuerpo de Cristo cumplir con una serie de requisitos, que son parte de nuestra tarea, y que más allá de las manchas de nuestro pecado contamos con la ayuda del Espíritu Santo para ello, nuestra comunidad nunca entenderá la fuerza de la sola gracia de Dios si no nos entienden como personas que somos vulnerables. Los líderes de la iglesia somos vulnerables, no somos modelos terminados de santidad, porque somos pecadores, débiles, ignorantes en algunas áreas. Por eso, creemos que el gobierno presbiteriano de la iglesia es mejor, no sólo porque no se centraliza el poder en una sola persona, sino porque mi debilidad es suplida por la fortaleza del otro. 

· La segunda, es una comprensión de la historia en clave de providencia: a veces, Dios en su soberanía y perfecta sabiduría, se place de usar como medio la manifestación de debilidades de nuestros líderes en la iglesia, la enfermedad o situaciones traumáticas vividas por ellos, e inclusive, procesos divisivos de la iglesia, para que podamos ver con toda claridad en qué cosas o en quiénes estamos poniendo nuestra confianza. No somos indispensables para el cuerpo de Cristo. Sólo Cristo, como fundamento lo es. Sólo en su gracia, podemos ser piedras vivas dentro de la casa que es todo el pueblo de Dios. También, dichas circunstancias nos hacen ver en quién estamos descargando responsabilidades que podríamos nosotros realizar, pues “quien no trabaja da trabajo”. 

· En tercer lugar, los líderes de la iglesia, en especial los pastores, tienen necesidades espirituales y necesitan ser pastoreados y animados en la misión. Barnabas Piper, hijo del pastor John Piper, plantea en un libro en el que habla de su experiencia como hijo de pastor, dice: “Los hijos de los pastores necesitamos ver que nuestros padres se quitan el traje y la corbata y disfrutan de un buen tiempo de risas con amigos cercanos. Tenemos que ver la intensidad de nuestros padres expresada en la predicación, pero también tenemos que ver esa misma intensidad en otras áreas de la vida que no tienen que ver con la iglesia, la teología o el ministerio. Tenemos que ver a nuestros padres recurrir a un amigo querido cuando golpea una crisis o el dolor abruma. Necesitamos ver una cultura, aunque sea pequeña, de verdadera amistad. (La iglesia como un todo necesita lo mismo: ver un pastor que tiene un círculo de amigos que son queridos, honestos, que cuidan, y testarudos). De lo contrario, nos volvemos personas atrofiadas socialmente y lisiadas relacionalmente que tienen luchas para ser honestos y depender de otros cuando necesitamos ayuda, consuelo y dar cuentas” [7]. ¿Estás dispuesto a ser un amigo de pastor? ¿Estás dispuesto a hablar con ellos no sólo cuando tienes momentos difíciles en los que necesitas consejería, sino cuando quieres conversar de religión, política y fútbol? ¿Estás dispuesto a aconsejar y pastorearles cuando ellos también lo requieren?

En síntesis, el sacerdocio universal es un llamado a salir de la comodidad para comenzar a trabajar: en el evangelismo, el discipulado, la adoración, la familia, la comunidad eclesial y en las distintas vocaciones que Dios nos ha dado. Somos sacerdotes todos los días, en todo lugar y toda la vida. Como toda bendición va acompañada de responsabilidades, y para ello, necesitamos a Jesucristo, el perfecto sumo sacerdote, aquel que nos toma de la mano, nos transforma, corrige, anima, consuela y nos ayuda a caminar. Pongamos nuestros ojos en Cristo. Descansemos en Él, para que trabajemos en la iglesia y en el mundo sin pesos innecesarios. 

Luis Pino Moyano.

Este artículo tuvo como base el bosquejo de mi predicación en la Iglesia Presbiteriana Puente de Vida, el 31 de octubre de 2019, en el marco de la celebración del Día de la Reforma Protestante. 


Notas bibliográficas.

[1] Citado en: Justo González. Historia del pensamiento cristiano. Barcelona, Editorial CLIE, 2010, p. 635. 

[2] Timothy Keller. El Dios pródigo. Miami, Editorial Vida, 2011, p. 23.

[3] John Leith. A Tradição Reformada. Uma maneira de ser a comunidade cristã. São Paulo, Pendão Real, 1997. p. 168. 

[4] Orlando Costas. La iglesia y su misión evangelizadora. Buenos Aires, Editorial La Aurora, 1971, p. 65.

[5] Timothy Keller. Iglesia centrada. Miami, Editorial Vida, 2012, p. 367. 

[6] R. B. Kuiper. El cuerpo glorioso de Cristo. Guadalupe, Editorial CLIR, 2018, pp. 151, 152. 

[7] Barnabas Piper. El hijo del pastor. Miami, Editorial Patmos, 2016, pp. 120, 121.

Conversaciones sobre la Reforma Protestante.

Durante este mes de octubre, he tenido la posibilidad de compartir distintas conversaciones en torno a la Reforma Protestante, y quisiera compartir en un día como hoy, 31 de octubre, donde se conmemora la aparición pública de las 95 Tesis de Martín Lutero hace 503 años atrás. La idea transversal es reconocer el aporte de los reformadores, sobre todo en su anhelo de volver a la Escritura como la Palabra de Dios, y las fortalezas que nos provee una tradición. 

Compartiré dichas participaciones, según el orden cronológico:

1. El plan de Dios sobre la sociedad y la cultura. 

En esta exposición, refiero al papel de los creyentes cristianos en la cultura y la sociedad, recordando los mandatos creacionales, tan caros para la tradición reformada. La actividad fue realizada por la Iglesia Presbiteriana de Chiguayante.

2. Entrevista sobre las Reformas Protestantes.

En la entrevista, se abordan desde distintos prismas el hito del 31 de octubre de 1517 y el movimiento de Reforma que abrió, con sus luces y sombras, y los desafíos que nos reporta en el presente. La entrevista fue realizada en el marco de la Red Teológica de Estudiantes. 

3. La confesionalidad de la Iglesia.

¿Qué es la confesionalidad de la iglesia? ¿Cómo se elaboró la Confesión de Fe de Westminster? ¿Cuáles son sus implicaciones para la vida en comunidad? Son preguntas que son respondidas en este vídeo, publicado hoy 31 de octubre de 2020, en el que la Iglesia Puente de Vida se hace parte de la celebración de los 503 años de la Reforma Protestante. 

Hacia un entendimiento integral de la disciplina eclesiástica.

Existen tres marcas para reconocer una iglesia verdadera: la predicación fiel de la Palabra de Dios, la correcta administración de los sacramentos (dos, la Cena del Señor y el Bautismo) y la aplicación de la disciplina eclesiástica. Eso hace que hablar de disciplina sea un tema sumamente relevante a la hora de pensar la iglesia de Cristo y nuestra relación como creyentes que somos parte de una comunidad, miembros de ella, con los derechos y responsabilidades que ello implica. Se trata, sin exagerar, de un tema vital para la vida de la iglesia. 

Disciplina es una palabra que tiene mala prensa, tanto que cuando se le menciona, suena inmediatamente a castigo. Pero en la Biblia no es así. Literalmente en el Nuevo Testamento  la palabra disciplina significa “enseñanza” o “formación”, dando cuenta de un entrenamiento que se desarrolla en la caminata de la fe. Por eso ella instruye y alienta, corrige y restaura. La disciplina está imbricada de manera inseparable con el discipulado perpetuo de los creyentes. Respecto de eso, R. C. Sproul señala: “Una iglesia es responsable de la nutrición espiritual de sus miembros, de que la gente crezca en su fe y progrese en su santificación. Por lo tanto, se requiere la disciplina para mantener la iglesia libre de infecciones con impurezas y corrupción” [1]. 

Soy miembro y oficial de la Iglesia Presbiteriana de Chile, y ella en su Estatuto tiene un libro completo sobre la temática (Libro VI),  en el que se conceptualiza la disciplina eclesiástica y se regula la ejecución de un proceso, de manera consistente a la Escritura, nuestra confesionalidad, norma estatutaria, e incluso el estado de derecho del país. En dicho estatuto, se entiende la disciplina como el ejercicio de la autoridad y la aplicación del sistema de leyes que el Señor ha establecido en su iglesia, comprendiendo el cuidado y dirección de la iglesia sobre sus miembros, oficiales y tribunales u organizaciones. Se la entiende como el “ejercicio ordenado y oportuno de la autoridad conferida a la Iglesia por nuestro Señor Jesucristo” (Art. 123), que tiene como finalidad “defender la verdad y restablecer la gloria y autoridad de Cristo ante una o más ofensas, mediante la remoción y supresión del escándalo, la sanción de las ofensas para el bien espiritual de ofendidos y ofensores, la conservación y promoción de la pureza de la doctrina, la edificación de la Iglesia y el arrepentimiento del o los ofensores” (Art. 124). ¿Cómo se entiende la ofensa? A mi juicio, es una de las cosas más preciosas de esta norma estatutaria, toda vez que no se plantea una lista de pecados, sino más bien una descripción amplia, que permite la distinción de oficiales y miembros (los primeros como más responsables), junto con el discernimiento de agravantes y atenuantes. Se señala: “Ofensa es todo aquello que es contrario a las Sagradas Escrituras y a la doctrina expresada en los símbolos de fe de la IGLESIA PRESBITERIANA DE CHILE o a este estatuto, o que, aun cuando no es por su propia naturaleza ofensivo, puede tentar a otros a que ofendan o a destruir la edificación espiritual de otro creyente, sea en el actuar de un miembro, de un oficial, de un grupo, de un consejo o de un tribunal de la IGLESIA” (Art. 127). 

Teniendo todo esto en mente, abordaré a continuación la temática de la disciplina eclesiástica, a partir de tres preguntas que le haré al texto bíblico: a) ¿por qué es necesaria la disciplina eclesiástica?; b) ¿cómo ejercer la disciplina eclesiástica?; y c) ¿qué hacer luego de la disciplina eclesiástica?

1. ¿Por qué es necesaria la disciplina eclesiástica? 

“Claro que ninguna disciplina nos pone alegres al momento de recibirla, sino más bien tristes; pero después de ser ejercitados en ella, nos produce un fruto apacible de justicia. Levanten, pues, las manos caídas y las rodillas entumecidas; enderecen las sendas por donde van, para que no se desvíen los cojos, sino que sean sanados” (Hebreos 12:11-13, RVC).

Es muy interesante cómo entiende el ejercicio de la disciplina eclesiástica el autor desconocido de la carta a los Hebreos. La analogía con la práctica deportiva es más que útil, pues nos presenta las ideas de rigurosidad, salud y beneficio para la vida. Combinando textos de Proverbios e Isaías se nos presenta que la disciplina produce salud para la iglesia, sobre todo cuando nos sometemos voluntaria y humildemente a ella, lo que traerá paz. Estamos en presencia de la evidente relación de justicia y paz. La disciplina no puede ser juzgada a cabalidad por el dolor que produce inicialmente, sino por su fruto. 

El texto nos presenta la finalidad de la disciplina eclesiástica al decirnos que ella busca que el pecador se acerque a Dios y renueve su comunión espiritual con Él. La debilidad y flojera espiritual son figuradas por “las manos caídas y las rodillas entumecidas”, por lo que la disciplina es comparada con la terapia deportiva que rehabilita al atleta lesionado preparándole para una nueva carrera. Esta rehabilitación estará completa cuando haya sanidad de las heridas producidas en el pasado, y cuando se entreguen herramientas para evitar el mismo tropiezo o peligros similares. Es una preocupación espiritual y ética cuidar el bienestar de los creyentes con un entendimiento integral de la disciplina eclesiástica, permitiendo que los débiles, “los cojos” en el texto, no vacilen en su fe. 

2. ¿Cómo ejercer la disciplina eclesiástica?

“Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndelo cuando él y tú estén solos. Si te hace caso, habrás ganado a tu hermano. Pero si no te hace caso, haz que te acompañen uno o dos más, para que todo lo que se diga conste en labios de dos o tres testigos. Si tampoco a ellos les hace caso, hazlo saber a la iglesia; y si tampoco a la iglesia le hace caso, ténganlo entonces por gentil y cobrador de impuestos. De cierto les digo que todo lo que aten en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desaten en la tierra, será desatado en el cielo. Una vez más les digo, que si en este mundo dos de ustedes se ponen de acuerdo en lo que piden, mi Padre, que está en los cielos, se lo concederá. Porque donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo, en medio de ellos” (Mateo 18:15-20 RVC). 

El texto de Mateo que registra las palabras de Jesús (¡nuestro Señor!), presenta con claridad un proceso que consta de tres etapas: primero, en privado; luego, ante testigos; y, finalmente, ante la iglesia. Estos pasos denotan que el objetivo de la disciplina es el arrepentimiento y el cuidado de ofendidos y ofensores, reduciendo el conocimiento público del daño causado. Dicha reducción no es ocultamiento, sino un acto que no disocia la verdad del amor, con un preclaro entendimiento del daño que produce el pecado en la vida de la iglesia. Todo pecado en la comunidad, se hace a expensas de ella, dañando la vida de los creyentes y de la iglesia. La corrección evita la humillación pública del ofensor, ayudándole así a su restauración. Esto presenta una verdad de máxima relevancia para la vida de la iglesia: si yo soy mano en el cuerpo, y uno que es pie sufre daño, yo también sufro porque soy parte del mismo cuerpo. Estamos en presencia de una verdad de la doctrina de la iglesia que ataca la indiferencia y el descuido frente a la vida de quienes llamamos con amor y realismo hermanos. 

Expliquemos de manera breve los pasos:

  • El primer paso es la instancia privada entre ofendido y ofensor. Este paso busca facilitar la confesión del pecado. Si se puede corregir a alguien en privado, no existe la necesidad de hacerse público su pecado. Es la etapa de la corrección fraterna caracterizada por el amor. 
  • El segundo paso, sigue siendo una instancia privada, salvo que el ofendido busca ser acompañado por dos o tres testigos que salvaguarden su testimonio, dando legitimidad a sus palabras y acciones. Es el paso en que otros escuchan, también, la otra versión de los hechos, propendiendo con ello a una posible mediación que busque acercar posiciones y arreglar aquello que fue dañado. 
  • El tercer paso apela a la comunidad. La comunidad tiene la autoridad para arreglar sus problemas internos. Es interesante que esta es una de las pocas ocasiones que los evangelios hablan directamente de “iglesia”, y esté precisamente en el contexto de la disciplina en ella. Este paso da cuenta de la necesidad de una forma de gobierno. Cuando un tribunal de la iglesia juzga a los miembros de ella, es la iglesia la que está haciéndolo. Es más, si sus líderes actúan responsablemente, bajo la dirección del Espíritu mediante la Palabra, la decisión es la de Dios. 

Aquí surge una pregunta más que válida: ¿qué pasa si el ofensor no acepta la disciplina de la iglesia? En los tiempos de Jesús existían comunidades religiosas que expulsaban a los miembros de ella sin ningún miramiento, siendo los esenios un ejemplo de ello. Todo el procedimiento enseñado por Jesús busca evitar que esto ocurra, pero abre la puerta para que en ciertas ocasiones esta medida sea tomada. Y la ocasión es clara: cuando el ofensor no acepta la disciplina, poniendo con ello en riesgo el bienestar de la comunidad. Cuando la NVI traduce “gentil y cobrador de impuestos” como “incrédulo o renegado” está poniendo el sentido de lo que quiso decir Jesús con su comparación. Los creyentes cristianos tienen en casos como estos razones fundadas para apartar al ofensor contumaz de la adoración comunitaria, suspendiendo incluso las relaciones sociales de dichos sujetos con los miembros de la comunidad. Un ejemplo de este tipo de castigo puede encontrarse en el caso del joven que tenía una relación adúltera con su madrastra en el seno de la iglesia de Corinto (1ª Corintios 5:1-13). 

Para una comprensión integral de la disciplina eclesiástica, es sumamente necesario no perder de vista lo que dicen los versículos 18 al 20. Dicho fragmento nos muestra que cuando se siguen fielmente las directrices enseñadas por Jesús, el mismo Dios del cielo aprueba las decisiones de la iglesia. El versículo 18 dice: “De cierto les digo que todo lo que aten en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desaten en la tierra, será desatado en el cielo”. Como dice una nota de la Biblia Nácar Colunga: “Los términos atar y desatar tienen un sentido jurídico en la literatura rabínica de los tiempos de Cristo, y equivalen a prohibir y permitir, respectivamente, en el orden moral” [2].  Por su parte, los versículos 19 y 20 dicen: “Una vez más les digo, que si en este mundo dos de ustedes se ponen de acuerdo en lo que piden, mi Padre, que está en los cielos, se lo concederá. Porque donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo, en medio de ellos”. Es preponderante decir que estos versículos que comúnmente se dicen respecto de la oración y del culto, están en un texto que explícitamente hablan de la disciplina eclesiástica. Los principios que se obtienen de aquí nos enseñan que la oración nos pone la agenda también en el marco de la disciplina, pues nos libra tanto del espíritu vengativo como de la impunidad. Además, el Señor Jesús está presente está presente en la actividad judicial de la iglesia, lo que debiese llenarnos de convicción, esperanza, como también de profundo temor y temblor.

3. ¿Qué hacer luego de la disciplina eclesiástica? 

“Pero si alguno me ha causado tristeza, no me la ha causado sólo a mí sino, en cierto modo, a todos ustedes (y espero no exagerar). El castigo que muchos de ustedes le impusieron a esa persona, es suficiente. Ahora deben perdonarlo y consolarlo, pues de lo contrario podría consumirlo la tristeza. Por tanto, les ruego que confirmen su amor hacia él. También les escribí para comprobar la obediencia de ustedes en todo. Así que a quien ustedes perdonen, yo también lo perdono. Y se lo perdono, si es que hay algo que perdonar, por consideración a ustedes en la presencia de Cristo; no vaya a ser que Satanás se aproveche de nosotros, pues conocemos sus malignas intenciones” (2ª Corintios 2:5-11 RVC). 

Esta porción escritural nos habla de una persona que ha causado serios problemas a la comunidad en Corinto, tanto que se le impuso un duro castigo luego de un proceso disciplinario. El ofensor ha mostrado genuino pesar y arrepentimiento, por lo cual Pablo exhorta a que se le levante la disciplina, restaurándole con amor a la plena vida comunitaria. No perdamos de vista lo siguiente: Pablo no está cuestionando el proceso disciplinario. Es más, confía en los líderes que lo llevaron a cabo y señala el acierto en la ejecución del mismo. 

Lo que sí Pablo cuestiona es que se mantenga el castigo de un miembro que ya se ha arrepentido, al que Cristo había perdonado, y al que Pablo, de manera concordante, también mostró la misma acción. Él exhorta a los hermanos corintios que hagan lo mismo, que le reconcilien con cariño y levanten su sanción, pues si no lo hacen se terminará destruyendo al hermano, lo que no está en el propósito de la disciplina. De hecho, según el texto, Satanás puede salir victorioso si la iglesia, que ve el cambio en el corazón del pecador, se mantiene dura y sin perdonar a quién le ha dañado. No causemos dolores innecesarios aumentando tristeza y culpabilidad en quien ha sido perdonado.

¿Qué nos enseña este texto para la iglesia del presente?

  • La disciplina no debe convertirse en un acto de rigor inmisericorde en el cual no haya lugar para el perdón y la restauración. Si hay arrepentimiento genuino, también debe haber reintegración completa.
  • No debiéramos permitir nunca que un pecador perdonado se aparte del cuerpo de creyentes y abandone la fe, por la falta de amor de la iglesia. La falta de perdón no sólo daña al ofensor, sino a toda la iglesia. La falta de perdón es evidencia de un corazón endurecido que se cierra a manifestar la gracia de la que hemos sido beneficiarios sin merecerla. 
  • De aquí se desprende un principio para la práctica muy interesante: no es necesario poner plazos a la disciplina en una escala temporal (meses, años), sino declararla indefinida hasta que haya arrepentimiento que conduzca a la reparación y la restauración.

Para reflexionar y practicar. 

No debemos olvidar nunca que los objetivos de la disciplina de la iglesia son la gloria de Cristo, la pureza de la iglesia y la restauración del pecador.

Debiésemos entender, sobre todo quienes somos líderes en la iglesia, que no hay intocables en la comunidad cristiana. Que quienes somos miembros de la iglesia somos, por ello, susceptibles de ser disciplinados. Quienes somos miembros de la iglesia debemos recordar que “al que se le da mucho, también se le exigirá mucho; y al que se le confía mucho, se le pedirá más todavía” (Lucas 12:48b RVC); y “Porque con el juicio con que ustedes juzgan, serán juzgados; y con la medida con que miden, serán medidos” (Mateo 7:2 RVC). Esto nos ayudará a conducirnos con clara conciencia de la vocación que nos ha sido encomendada, junto con la acción en justicia cuando nos toque participar de un proceso disciplinario. Ser oficial de la iglesia es un privilegio y una responsabilidad. 

Quien no acepta la disciplina actúa en rebeldía ante Dios y la comunidad. Podemos escapar de la disciplina de la iglesia, pero de la de Dios no podemos escapar. Dios es justo y no puede ser burlado con triquiñuelas y acomodos que pervierten el sano ejercicio de la disciplina eclesiástica. La ley de la siembra y la cosecha es inexorable desde la perspectiva creyente (Gálatas 6:7-9).

¡La disciplina siempre es un acto pastoral! No hay disociación entre cuidado de los creyentes y su disciplina. David Hormachea lo explica de muy buena manera en uno de sus libros cuando dice: “Ningún hombre puede hacer algo tan malo que haga que Dios le ame menos. Ni puede hacer algo tan bueno que haga que Dios le ame más. […] Dios siempre nos ama, su amor no varía. Él es el mismo por todos los siglos. En Él no hay sombra de variación. Su amor es permanente e invariable. Cuando hacemos lo malo, Dios nos ama. Cuando hacemos lo bueno, también nos ama. Nunca deja de amarnos, solo que la manifestación de su amor es distinta dependiendo de nuestra actuación. Cuando hacemos bien nos anima y se alegra. Cuando nos equivocamos, nos exhorta y nos sigue amando. Cuando nos rebelamos, nos disciplina y nos sigue amando. / Nuestro deber como pastores, como consejeros, como miembros de las congregaciones es imitar el maravilloso amor de Dios. Debemos amar a los que pecan, a los que no les hemos descubierto su pecado, a los que pecan en aspectos poco escandalosos y hasta a los que dicen que no pecan. Debemos amar siempre. A veces recompensamos una obra bien hecha y mostramos nuestro amor con estímulos y recompensas. A veces disciplinamos una mala actuación o un acto pecaminoso expulsando a los rebeldes y restaurando a los arrepentidos; sin embargo, en todos los casos debemos actuar con amor. Ese amor que abraza, besa, acaricia, exhorta, anima, separa o expulsa y que nunca varía aunque lo manifestemos en forma distinta” [3]. La disciplina es un acto de amor. 

Debemos orar para pedir ayuda a Dios, ya sea para perdonar a quienes nos han dañado, como para dar el paso de pedir perdón, según lo que el mismo Padrenuestro nos enseña. Luego de eso, busca encontrarte con el hermano o hermana que has dañado o que te dañó, y procura la reconciliación. Confiesa tus pecados a Dios. También puedes confesar tus pecados a un hermano de confianza para que te ayude a orar, y con ello, dar tranquilidad a tu conciencia, conduciéndote con fe a la sanidad que Dios puede darte (Santiago 4:12). 

Charles Spurgeon, en su Discursos a mis estudiantes, decía que “No permitamos que nuestra predicación recta y fiel degenere en regaños a la congregación. Algunos llaman al púlpito ‘Castillo de los Cobardes,’ y tal nombre es propio en algunos casos, especialmente cuando los necios suben a él e insultan impúdicamente a sus oyentes, exponiendo al escarnio público sus faltas o flaquezas de carácter” [4]. Ni el púlpito ni las conversaciones de pasillo ni las redes sociales son el espacio para la disciplina. Esa es una actividad propia de la comunidad delegada en sus autoridades. No contamine a la iglesia con su imprudencia. Ella no castiga con justicia ni sana restaurando corazones. Sólo produce daño. Daña a personas, daña comunidades y daña el testimonio del evangelio. En definitiva, daña al mismo Jesús. 

Luis Pino Moyano.

 


 

[1] R. C. Sproul. Todos somos teólogos. Una introducción a la Teología Sistemática. El Paso, Editorial Mundo Hispano, 2015, p. 283. 

[2] Sagrada Biblia Nácar-Colunga. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1969, p. 1069. Nota a Mateo 18:18. 

[3] David Hormachea. El adulterio. ¿Qué hago? Nashville, Grupo Nelson, p. 266. 

[4] Charles Spurgeon. Discursos a mis estudiantes. El Paso, Casa Bautista de Publicaciones, 1996, pp. 154, 155.