Pelé y Ratzinger: el fin de una época, el fútbol y el goce del quehacer. 

Pelé murió el 29 de diciembre de 2022. Dos días después, el 31 de diciembre, Joseph Ratzinger expiró. Han pasado algunos días del fin de las historias de dos actores y testigos de una época que traspasó el siglo XX. Ambos sujetos fueron hijos del rigor, les costó llegar donde llegaron, pero deslumbraron desde su juventud. Pelé lo hizo a los diecisiete años de edad, cuando fue bautizado como “el niño maravilloso de Suecia”, en el primer mundial que ganaba el Scratch, en el que no sólo aportó con su vigor y talento, sino con seis goles, la mitad de los que marcó en jornadas mundialeras. Por su parte, Joseh Ratzinger a los 25 años ya era profesor en un seminario y en 1959, siete años después, era profesor de la Universidad de Bonn. No fue sorprendente, entonces, que para el Concilio Vaticano II, el momento en que la Iglesia Católica Romana entraba a la Modernidad, el teólogo sirviera como asesor, protagonizando importantes debates. 

Dos hijos predilectos dentro de sus oficios, en tanto arte que se ejecuta con las manos (o con los pies): uno en las canchas de fútbol, el otro en las aulas teologales. Y desde esos lugares fueron testigos y protagonistas de los vientos de cambio del mundo, de revoluciones y dictaduras militares que impactaron no sólo la política, sino también la economía, la cultura, las artes, y por cierto, la forma de concebir la teología y el deporte. Sus acciones en sus áreas de quehacer pasaron del blanco y negro al color. Ambos jugaron de blanco en sus respectivas canchas: Pelé en el Santos, Ratzinger como Benedicto XVI, de Papa. Pelé de blanco, marcó muchos goles que lo llevaron a ser nombrado “tesoro nacional” en su país, Ratzinger, movió los hilos para abrir los primeros juicios a importantes actores del clero por pedófilos o por negocios turbios al alero del Banco del Vaticano. Amados y odiados. No se puede ser indiferentes ante Pelé y Ratzinger. Y sí, puede sonar drástico, pero con la muerte de ambos, muere también una época. 

Pero, además de la época en común, ¿podríamos trazar otros nexos entre el jugador brasileño y el teólogo alemán? Creo que a lo menos hay dos ejes que podrían ser vislumbrados: el fútbol y el goce en el quehacer. 

La dimensión futbolística de Pelé es demasiado clara. Como señala un libro sobre grandes jugadores en las citas mundialeras, Pelé era “Un atleta completo. Veloz, potente, pateaba y gambeteaba con las dos piernas, poseedor además de un juego aéreo sobresaliente. Ninguna faceta le quedaba chica, con una fortaleza física y anímica incontrarrestable. Nadie ha podido hacer lo que él hizo en la cancha, sobre todo en tiempos en que la violencia campeaba y amenazaba a los talentosos. Goleador, jugaba y hacía jugar. En resumen, O Rei” [1]. Prueba de ello, es que haya hecho 1283 goles en 1367 partidos, lo que le valió el apelativo del “rey del fútbol” y ganado tres mundiales con su selección. Pelé era increíble. Basta ver los vídeos de YouTube con las compilaciones de jugadas y goles para saberlo. Si bien la hipótesis de un vídeo, viralizado estos días, que le muestra como creador de todas las grandes jugadas que otros cracks hicieron en la historia es riesgosa, porque hay tantos grandes jugadores de los que sólo tenemos memorias o crónicas periodísticas en formato escrito, no obstante es indudable su talento. Nadie, inclusive los maradoneanos más acérrimos (como quien suscribe estas líneas) puede negarlo. Yo escuché de niño a mi tata y a mi papá hablar de Pelé. Ese conocimiento aumentó con libros de fútbol y con una película donde Pelé le enseña a jugar fútbol a un muchacho estadounidense (algo así como “Retroceder nunca rendirse jamás”, pero en versión fútbol -Pelé y Bruce Lee pueden ser analogados-). De tanto visto y escuchado, cada vez que dicen Pelé, dentro de todas sus grandes jugadas y goles, pienso en dos momentos, ambos del Mundial de 1970. Uno terminó con el balón dentro de las redes. El otro ha sido llamado “el gol que no fue”. Final del Mundial, gran jugada de Brasil que parte desde el campo propio. La tocan Clodoaldo, Rivelino, Jairzinho y Pelé, quien recibe el balón fuera del área grande. Podría haberle pegado al arco o haberla tocado a Tostão que estaba dentro del área, frente a él. Pero la toca al vacío en diagonal, para que aparezca Carlos Alberto y con un cañonazo marque el cuarto gol de Brasil contra Italia. La mejor jugada colectiva de la historia de los mundiales, lejos. El otro momento, es en el partido contra Uruguay, en el que Pelé arranca en solitario y recorta al arquero Mazurkiewicz pasando el balón a la derecha cuando él avanza hacia la izquierda. Pelé avanza hacia el balón y le pega con la derecha fuerte, abajo y cruzado, para que el balón pasa rozando el vertical izquierdo. Cuando jugaba a la pelota con amigos, esa siempre fue la jugada que soñé hacer. 

¿Y qué relación tiene el fútbol con Ratzinger? El teólogo, no sólo fue un reconocido hincha del Bayern München fue comentarista de fútbol para el Mundial de 1974 e hizo una charla sobre este deporte con ocasión de la cita planetaria en Argentina 1978, titulada “El entusiasmo por el fútbol puede ser algo más que mera diversión”. Allí Ratzinger señala: “El juego sería también una especie de anhelado retorno al paraíso, la salida de la seriedad esclavizadora de la cotidianidad y sus preocupaciones vitales, hacia la libre seriedad de aquello que no tiene que ser y por ello es hermoso. […] Todo esto se puede pervertir con una lógica comercial, que somete todo a la estéril seriedad del dinero y transforma el juego en una industria, que genera un mundo ilusorio de terribles dimensiones. Pero incluso este mundo aparente, no podría subsistir si no hubiera una razón positiva, que está en la base del juego: el ejercicio de la vida y la superación de la vida en dirección de un paraíso perdido” [2]. Fíjense a qué compara con el fútbol este teólogo: al paraíso perdido. Al lugar donde la “libre seriedad” permite encontrarse con lo hermoso, con la vida por sobre la seriedad de la muerte. Belleza que es opacada cuando el mercado se apodera del fútbol haciendo que la pelota se manche, aunque con su fuerza creadora y subversiva, el anhelo del paraíso sigue sobreviviendo. Palabras que tienen más razón en 2022, a propósito del Mundial de Qatar, manchado en la previa con explotación y muerte, pero que en la cancha durante un mes nos mostró un gran torneo, el mejor que muchos hemos visto. A partir de otro texto, el cientista social Fernando Mires, reflexiona sobre la teorización futbolística de Ratzinger, a propósito del gol con la mano de Maradona a los ingleses en México 1986. Dice: “Maradona sabía que había marcado el gol con su mano y no con la mano de Dios. Para un teólogo rigorista, Maradona habría incurrido en un doble pecado. Primero: mintió, y segundo: ‘nombró su santo nombre en vano’. Pero quienes entienden de fútbol, seguro, aunque sean rigoristas, ya lo han perdonado. Y quienes sienten a Dios, como Benedicto XVI, quizás también. Porque de una manera u otra, Maradona estaba diciendo, a quienes le escuchábamos, que existe una mano de Dios en nuestra vida y que a esa mano invocamos cuando más la necesitamos. O por lo menos -como dio a entender Maradona- que quisiéramos que la mano de Dios aparezca en el juego de la vida, y no nos dejara tan, pero tan solos, como a veces nos sentimos” [3]. El fútbol nunca hace olvidar la providencia y la gracia. 

El otro eje que une a Pelé y a Ratzinger es el goce en el quehacer. Pelé era un jugador que gozaba del fútbol, al que colocaba todo su talento, fuerza, sentido colectivo y alegría. Pelé era de esos jugadores que sonríen. Por eso, su juego genera hasta el día de hoy tanta adhesión. Eduardo Galeano lo sintetiza de la siguiente manera: “Quienes tuvimos la suerte de verlo jugar, hemos recibido ofrendas de rara belleza: momentos de esos tan dignos de inmortalidad que nos permiten creer que la inmortalidad existe” [4]. Por su parte, Ratzinger es un teólogo que no sólo habló, sino que escribió y debatió. Y lo hizo por el amor que sentía por la verdad que estaba afirmada en su corazón. El teólogo que hablaba gozando del fútbol es el mismo que debatía erudita y fervorosamente con Habermas. Su “Introducción al cristianismo” y su trilogía sobre la vida de Jesús de Nazaret ameritan ser leídas profusamente por su erudición y lectura preclara de la Biblia y la teología. Vuelvo a citar a Mires, quien plantea que: “Leer a Ratzinger será siempre un placer para el intelecto, un gusto para el entendimiento, y una alegría para el corazón. La palabra de Ratzinger nunca es fariseo. Su retórica está muy lejos de aquel guardián celoso de la fe que han construido los medios de comunicación. En el fondo de cada argumentación suya, hay una transmisión de inocultable amor, por Dios, por Jesús, por la vida, por los humanos” [5]. Ver jugar a Pelé y leer a Ratzinger son placeres de la vida porque su juego y su teología, respectivamente, son fruto de la alegría, de aquello que apasiona, de lo que entusiasma en el sentido etimológico de la palabra, pues es Dios llenando con su gracia común a sujetos en su quehacer. 

Como maradoneano me alejé por muchos años de Pelé. Recientemente, un documental de Netflix sobre la figura del astro brasileño me volvió a acercar a él, porque esa fuente fílmica nos lo muestra en su dimensión humana, su grandeza como futbolista, su relación con la dictadura brasileña y la de ésta con el fútbol, pero también releva cómo opositores a dicho régimen pudieron acercarse a ese deporte y amar a Pelé a pesar de ello. Por otro lado, por muchos años estuve lejos de Ratzinger. Sus críticas a la teología de la liberación, a lo que se sumaba la imagen mediática del celoso guardián de la fe ultraconservador, generaban un prejuicio enorme e infundado. Fue la lectura del libro de Fernando Mires, un sujeto que no puede ser sindicado como un intelectual de derecha, la que me permitió contextualizar y conocer al autor y su pensamiento, a lo que se sumó la lectura directa de sus libros. Recomiendo también, a propósito de canales de streaming, la película “Los dos Papas”, que representa, en conjunción entre realidad y ficción, las grandezas y miserias, junto con las fortalezas y debilidades, de Ratzinger y Bergoglio (Francisco), en un buen acercamiento a dos sujetos cuyo conocimiento es imprescindible para entender el mundo de hoy y para reflexionar sobre la fe cristiana en este siglo. A quienes profesamos la fe cristiana no se nos puede pasar por alto la figura y el pensamiento de uno de los principales teólogos del siglo XX e inicios del XXI, quien dijera en 1963 que: “Lo que la Iglesia necesita no son los alabadores de lo establecido, sino hombres en los que la humildad y la obediencia no son menores que la pasión por la verdad, hombres que aman más a la Iglesia que la comodidad y seguridad de su destino” [6]. 

En definitiva, lo que unió a Pelé y a Ratzinger, más que la época, el fútbol y el goce en el quehacer fue el amor que vence la comodidad conformista. 

Luis Pino Moyano.

* Agradezco a mi amigo Carlos Parada su sugerencia de escribir este post uniendo a ambos sujetos de la historia reciente. 


[1] Danilo Díaz et al. Cracks de los mundiales 1930-2010. Santiago, Confín Editores, 2013, p. 79

[2] Tomado de: “Ratzinger sobre el fútbol”. En: http://www.latinitas.va/content/cultura/es/dipartimenti/sport/risorse/giocoratzinger.html (Consulta: enero de 2023). Es la transcripción de la charla del Arzobispo de Munich-Freising, el Cardenal Joseph Ratzinger, en la transmisión «Zum Sonntag», de la Bayerischer Rundfunk, del 3 de junio de 1978.

[3] Fernando Mires. El pensamiento de Benedicto XVI (Joseph Ratzinger). Santiago, LOM Ediciones, 2006, p. 203. 

[4] Eduardo Galeano. El fútbol a sol y sombra. Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2021, p. 152. 

[5] Mires, Op. Cit., p. 10. 

[6] Joseph Ratzinger. Crítica y obediencia. En: https://seleccionesdeteologia.net/assets/pdf/007_07.pdf (Consulta: enero de 2023). Publicado originalmente en Word und Warheit, Nº 17 (1962), pp. 409-421.

Messi, su banda y la copa para la alegría del pueblo argentino.

Siempre he tenido un cariño memorioso hacia el Mundial de Italia 90. Fue el primero que tengo en la memoria, pues tenía ocho años. De los cuatro años no se recuerda nada, o casi nada. En cambio, a los ocho ya se podía juntar un álbum, cuyas láminas había que pegarlas con cola fría o con goma de pegar, y para obtener más de las que se podían comprar, se jugaba a darlas vuelta con un golpe de mano, previo cachipún (piedra, papel o tijera, para otras latitudes). Fue el Mundial con el que recuerdo a Maradona. Fue allí donde se transformó en mi jugador predilecto y desde ese momento surgió mi apoyo a la selección argentina en los mundiales, especialmente cuando no está la Roja linda y querida. Es que era imposible no entusiasmarse con un equipo en el que la 10 la tuviera puesta Diego. Esa jugada que hizo para el gol de Caniggia debe estar dentro de las más emocionantes de la historia del fútbol, sobre todo cuando se conoce cómo estaba su tobillo. 

De Italia 90 han pasado treinta y dos años. De los ocho mundiales que se han jugado después de ese torneo, cinco han contado con la presencia de Lionel Messi. Y hasta acá, su presencia no había logrado ser gravitante, a pesar que en 2014 recibiera el premio al mejor jugador del Mundial no sin polémica. Tenía a su haber una final perdida. A las que se sumaron las dos Copas América perdidas con la selección chilena. Esa ruta comenzó a romperse con la Copa América del 2021, con un triunfo sobre Brasil nada más y nada menos que en el Estadio Maracaná. De ahí en adelante, la significación de Lionel Messi en tanto jugador de la selección argentina comenzó a cambiar. Además, si bien es cierto, Diego sigue estando en la memoria del pueblo argentino, Messi comenzaba a ser el héroe vivo de esas mismas personas. Si alguien podía catalizar las esperanzas futbolísticas de la albiceleste era el 10 que había salido de Rosario a Barcelona y de Barcelona a París. En la canción más popular de la hinchada transandina, era el Diego, con su viejo y su mamá, “alentándolo a Lionel”. Esa jugada es clave: Evita, Diego, Lionel. Cuando el apellido es sustituido por el nombre propio se está en el Olimpo de nuestro país vecino. 

Y Messi lo entendió. Sabía que llegaba a este Mundial en su madurez futbolística y que podía ser su última oportunidad de alzar la copa, esa que sólo una pléyade de jugadores han sabido cuánto pesa. Pero no sólo eso, sabía que llegaba con una buena selección, un grupo unido, y que de una vez por todas, de la mano de Lionel Scaloni, había tomado tomado la decisión de jugar para el 10. Messi no se llevaba el peso del equipo en el mediocampo, para eso estaban De Paul y Mac Allister, que hicieron un tremendo mundial. El Dibu Martínez que no es un gran arquero, siempre apareció en los momentos importantes (¡vaya tapadón en el 118 de la final!). Otamendi aportó garra y sapiencia. Montiel y Di María, unos cracks por donde se les mire. Y Julián Alvarez, el joven delantero del City, brilló con colores propios, pues “goles son amores” reza el viejo adagio futbolero. Messi podía ser él, de la forma que más le agrada, con un equipo así. 

Pese a la derrota con Arabia Saudita (1 a 2), Argentina logró sobreponerse y ganar todos los siguientes partidos, en ocasiones de manera indiscutida y, en otras, sufriendo. 2 a 0 a México, 2 a 0 a Polonia, 2 a 1 a Australia, 2 a 2 y 4 a 3 en penales contra Países Bajos y 3 a 0 a Croacia en semifinales (selección que dejó afuera a uno de los favoritos, Brasil). Messi, el mejor jugador del fútbol mundial de esta época, destacó en cada partida con sus goles, pases precisos, jugadas. Pero, por sobre todo, por un giro. Le vimos con un carácter inédito, más capitán que nunca, con fiereza y pundonor. Este era un Messi maradoneano, como el del 86, con un talento y una categoría incontrarrestables. 

Y llegó la final del mejor mundial que he visto en mis 40 años de vida. El mejor mundial porque tuvo buenos partidos, fue excesivamente entretenido pues tuvo muchos goles y poca especulación. Mi hijo Miguel estaba allende los Andes, en Mendoza, por lo que no vimos el partido juntos. Cuando Francia empata 2 a 2, de mi cabeza no se podía apartar la final del 86, con Argentina ganando 2 a 0, Alemania empatando a 2 (con goles de córner que hicieron sufrir a Bilardo) y terminando con un triunfo de 3 a 2 con gol de Burruchaga tras gran habilitación de Maradona. Escribí el mensaje en WhatsApp y luego en mi Twitter con ese dato, cuando en menos de un minuto Messi anota el tercero. Pero luego, vino el tercero de Francia. Sí, hubo cuatro goles en los noventa minutos, dos goles en el alargue y venía la tanda de penales, en un partido que fue una radiografía del mundial. Vino la tanda de penales: Messi, Dybala, Paredes y Montiel hicieron los suyos para coronar el proceso de los doce pasos en 4 a 2. Argentina era campeón del mundo por tercera ocasión. 

“Los caminos de la vida no son lo que yo esperaba”, cantaba Vicentico. En este caso, eran los que esperábamos. Era maravilloso ver a Messi y su banda tan felices con la copa en sus manos como resultado de un esfuerzo gigantesco. Lionel Messi, el 10 y capitán de la albiceleste, en ese acto, por fin podía sacarse la mochila de Maradona, para poder continuar su historia sólo con su propia mochila. Se trata de un justo campeón. Argentina mereció con creces ganar este mundial. 

Cierro mis palabras, las últimas que dedicaré a la selección argentina, con un poema que escribí el día viernes 16 por la noche:

Que gane Argentina

su tercera copa mundial.

Que ese triunfo sea

por Diego, su zurda mágica

y su inquebrantable

puño en alto.

Por Messi

y sus silenciosas gambetas

y por Miguel que lo admira

como el gran jugador que es.

Por Charlie, Fito y Mercedes

-la negra querida-

por su música que le pone 

banda sonora a la vida.

Por el tango, ese apasionado 

que no salió de los arrabales.

Por el cine, 

ese que apela a la memoria

y a la sencilla cotidianidad.

Por Pizarnik y Cortázar

con sus letras de la noche, 

y por cronopios y famas.

Por los muchachos de Malvinas

cuya dignidad no será olvidada.

Por el mate amargo 

y las facturitas del día a día.

 

Que gane Argentina.

Que gane.

“¡Al gran pueblo argentino salud!”.

 

Menos a uno, o unos que no importan,

porque ensucia(n) la historia.

 

Por todo el resto del pueblo

“los libres del mundo”

decimos ¡Salud!

Luis Pino Moyano.

Un último brindis por la generación dorada.

Es imposible hablar de esta generación dorada sin referir a Marcelo Bielsa, el “Loco”, ese sujeto que desde la banca, al igual como Fernando Riera para la Roja del 62, nos aportó no sólo en juego, sino también en dignidad, haciéndonos levantar la cabeza, jugar de igual a igual, se ganara o se perdiera. En esta hora triste y que nos deja en la boca el amargo sabor de la derrota, haríamos bien en recordar sus palabras: “El éxito es deformante, relaja, engaña, nos vuelve peor, nos ayuda a enamorarnos excesivamente de nosotros mismos; el fracaso es todo lo contrario, es formativo, nos vuelve sólidos, nos acerca a las convicciones, nos vuelve coherentes. Si bien competimos para ganar, y trabajo de lo que trabajo porque quiero ganar cuando compito, si no distinguiera qué es lo realmente formativo y qué es secundario, me estaría equivocando”. 

Y sí, el éxito deforma. Contribuye al olvido. No ayuda a ponderar adecuadamente la realidad. Chile ha asistido a nueve mundiales: 1930 por invitación, 1950 sin clasificatorias por retirada de selecciones, 1962 como anfitrión (se obtuvo el tercer lugar, única vez que se ha avanzado más allá de la segunda ronda), 1966, 1974, 1982, 1998, 2010 y 2014. Matemática simple: con el de Qatar, sumaremos trece mundiales en los que no hemos participado. Esas solas cifras hacen valorar lo conseguido. Dos mundiales seguidos a los que se llegó luego de las eliminatorias más difíciles, donde todos juegan contra todos, y donde Brasil, Argentina y Uruguay siempre están clasificados, cuando hay cuatro cupos directos y uno que tiene que jugar un repechaje.

Para quienes crecimos escuchando eso de “jugamos como nunca, perdimos como siempre”, esta generación nos imprimió otro modo de mirar el fútbol. Un equipo vertical, que jugaba hacia adelante, que intentaba ganar o morir con las botas puestas. Donde Bravo, Medel, Isla, Aránguiz, Díaz, Fernández, Valdivia, Sánchez, Suazo, Vargas, Beausejour y tantos otros, nos dieron tantas alegrías. Esta generación me hizo llorar por un partido perdido, frente a Brasil en el Mundial de 2014, y me brindó la alegría de dos copas América consecutivas. Esta generación me regaló el gol que más grité, frente a Uruguay en la Copa América del 2015, ese de Isla con un tiro imparable. Esta generación me permitió ver al mejor defensa, el mejor volante mixto y el mejor “10” de mis tiempos, fuera de los libros y archivos de vídeo: Medel y su chispeza, Vidal y su amor por la camiseta, Valdivia y la magia de verdad.

El éxito deforma, porque nos hace exigir a jugadores que, estando activos y en buen nivel, ya tuvieron su mejor versión, bregar como si fueran los mismos del 2010, 2014, 2015 y 2016. Ya habíamos quedado eliminados para el mundial anterior. Y, a pesar de todo, seguimos creyendo – o anhelando en nuestro fuero interior- que podíamos ir al repechaje, esperando las derrotas o empates de Perú y Colombia. Seguimos creyendo, porque el éxito anterior se presenta como una cortina de humo frente a la realidad. Por eso, es que quiero hacer un último brindis por esta generación dorada. No porque algunos de quienes la conforman no vayan a estar en un proceso clasificatorio al mundial subsiguiente, sino porque ese período ya pasó. Es hora de que ellos, estando en la selección, sean los compañeros-mayores de Cortés, Suazo, Paulo Díaz, Kuscevic, Montecinos, Brereton y otros que vendrán. Aunque estén, ya serán otra generación. No serán la voz cantante, sino la voz de la experiencia, esa que empuja y enseña, la que genera la calma madura cuando los otros corren aportando intensidad.

El fracaso nos enseña, porque nos permite ver la realidad con toda su dureza y complejidad, y si bien la entendemos, nos permitirá configurar las acciones que nos permitan caminar. El fracaso no fue de Lasarte, que vino cuando nadie quiso, que unió a un equipo fragmentado al final del proceso de Pizzi y que encontró a algunos jugadores para el recambio, esos que Rueda no vio o no quiso ver. El fracaso es de Salah, que trajo a un técnico como Rueda que instaló un fútbol pacato, sin ganas, especulativo, y que además cometió la falta antiética de negociar con otra selección sin dejar de ser entrenador de la Roja. El fracaso es de la ANFP que se farreó el mejor momento de la selección chilena para tomar medidas a largo plazo. El fracaso es de los clubes que no han potenciado sus divisiones inferiores. El fracaso es de las sociedades anónimas que se han adueñado del fútbol, haciendo que representantes -uno en particular- tome las decisiones por sobre los técnicos. El fracaso sólo es formativo cuando hace tomar acciones. Mientras sigan ocurriendo los mismos males, el fracaso deformará tanto como el éxito.

Y esto que estamos viendo, lo vemos por una generación que, futbolísticamente, corrió los límites de lo posible. Por eso, ante esta generación dorada, no queda más que agradecer. Siempre estarán en la memoria de quienes amamos el juego con la pelota que no se mancha. 

Gracias. Salud.

Luis Pino Moyano.

Ser colocolino. Memorias y significado.

Enero de 1987, era de noche y estaba en la casa de mi Tata Manuel y de mi Mamita Chela. Voy a una de las piezas, donde había una tele a color, levanto la perilla y estaba jugando Colo-Colo con Palestino. Era la final del torneo 1986. Hugo Rubio recibe un pase, corre casi toda la cancha y lanza un tiro fuerte que derrota la resistencia de Marco Antonio Cornez. Luego de eso, el Pájaro sale corriendo se saca la camiseta, la arroja a la galería y adelanta algo de la vuelta olímpica para terminar de rodillas, rodeado de jugadores y periodistas. Vino el pitazo final y Colo-Colo era campeón. En ese equipo jugaban el Cóndor Rojas, Astengo, el Chano Garrido, el Chupete Hormázabal, Jaime Pizarro, Raúl Ormeño, el Pillo Vera entre otros. Este es mi primer recuerdo de Colo-Colo. Estaba a dos meses de cumplir cinco años y ya era colocolino. Tal vez lo era de antes, pero ese es el primer recuerdo que mantengo intacto en mi cabeza: el gol del Pájaro Rubio, su celebración y la copa.  

Son muchos los recuerdos que vienen a mi mente cuando pienso en Colo-Colo. El tricampeonato 1989-1991. El 90 yo también vestí el uniforme amarillo de José Daniel Morón. La Copa Libertadores de 1991, siguiendo la primera ronda por un canal que se veía mal en la tele, en la señal 2 y con los relatos y comentarios del área deportiva de canal 7 (¿alguien más lo vio así?). Luego, de manera oficial las transmisiones las hicieron en Megavisión, con el relato de Milton Millas y los comentarios de Héctor Vega y Carlos Caszely. Todo eso era fortalecido por la revista Triunfo que salía en La Nación, los cantos en la micro amarilla de la Escuela Getsemaní en la previa de los partidos y las notas de la radio y televisión. Supe que Colo-Colo estaba haciendo algo importante cuando le ganamos a Boca Juniors, y mi Tata hincha de la U desde los tiempos del Ballet, veía a solas el partido en la cocina y aplaudía los goles de Martínez y Barticciotto, en un partido en el cual la palabra polémica le queda pequeña. La final fue transmitida conjuntamente por los canales 7 y 13. Vimos ese partido en mute, pero con la radio a todo volumen, con el relato del cantagoles, Vladimiro Mimica. Que noche más maravillosa esa del 5 de junio, con los goles de Lucho Pérez y Leonel Herrera, en el triunfo contra “el rey de copas”. Esa noche, la copa se miró y se tocó. No nos quedamos con el sabor a victoria como el mismo albo en 1973, la Unión Española en 1975 y Cobreloa en 1981 y 1982. El grito de campeón prorrumpió en el país de la democracia naciente.

Ese año 1991 mi abuela me regaló el libro “La historia de los campeones” de Edgardo Marín y ahí supe de los primeros campeonatos de 1937 y 1941, de la revolución de Platko, del Tigre Sorrel, Atilio Cremaschi, los hermanos Robledo, Misael Escuti, el cuá-cuá Hormázabal, Luis Hernán Alvarez y sus 37 goles en el torneo de 1963. Para qué hablar del Colo del 73, con Nef, Galindo, Páez, Valdés, Ahumada, Véliz y el Chino Caszely y sus goles que hicieron corear a un estadio completo “se pasó”. Al año siguiente se ganó la Recopa ante Cruzeiro, con el equipo reforzado por Borghi y Adomaitis. A mediados de los 90 vino el equipo de Benítez con el Rambo Ramírez o Arbiza en portería, con Pedro Reyes, Murci Rojas, Emerson Pereira, Espina, Sierra, Barticciotto y Basay. ¿Cómo olvidar el campeonato en la quiebra del 2002? Cuando todo parecía el final, el albo con jugadores plenamente identificados con el club y que se juramentaron “morir por el Colo” bajaron la estrella más significativa, aquella que nadie esperaba pero que representa el “empuje y coraje” de quienes llevan al anciano lonko en su pecho. Vino el Colo-Colo de la era Borghi, con el adelanto de la generación dorada, con Bravo, Vidal, Valdivia, Fernández, Alexis, junto a Riffo, Lucho Mena, Fierro, el chupete Suazo y tantos otros, que jugaban con belleza y alegría. El de la Sudamericana de 2006 es el equipo que más me ha gustado, el que más disfruté de ver. Y el que hasta este año, el que me causó la mayor pena futbolera: la derrota en la final. ¿Qué habrá pasado con las longas que quedaron cerca de la parrilla que no se prendió en la casa en la que los amigos de la vida vimos ese torneo? En este último tiempo es imposible no mencionar al Pajarito Valdés y al goleador histórico del fútbol chileno, Esteban Paredes, gran capitán de nuestro equipo. “Laureles deja por todos los caminos”, dice nuestro himno. Esta es la época en la que he podido ir al estadio con mi hijo Miguel, que podrá contar más adelante que él vio en cancha a Valdivia, Paredes, Barroso. 

Por todo ello, este año ha sido más que terrible. Nunca había sufrido tanto viendo a Colo-Colo. Pasando de la pena y la rabia, a la esperanza de un equipo que se afirmó, que no luce pero juega. Y nos quedábamos en primera hasta el pitazo de penal en el minuto 95 frente a O’Higgins el domingo pasado. Pero los hinchas se ven en el momento de la derrota, habría dicho Bielsa, y así fue. Ayer un mar de gente se vio en las calles aledañas al Monumental y en los ramales de la 5 Sur, en el camino a la preparación del partido que se juega hoy en el Fiscal de Talca. No creo que es el partido más importante de la historia de Colo-Colo. A mi juicio, el partido más importante se dio el 5 de junio de 1991. Y le siguen las tres finales de 1973, cuando se nadó contra la trampa de Independiente. Pero este es el partido más sufrido y su relevancia está en que puede hacer que el equipo de los amores de la mitad de Chile viva algo inédito: descender a la segunda categoría del fútbol nacional. ¿Qué pasará? No sé. ¿Podemos ganar? Sí. ¿Podemos perder? Sí, la Universidad de Concepción es un equipo respetable. ¿Qué quiero? Ver a mi equipo morir con las botas puestas en el Fiscal de Talca, ojalá ganando. Nada se termina con el triunfo o la derrota. Pero sí debiese haber un nuevo inicio. Todo esto pide a gritos que de una vez por todas se vaya Blanco y Negro y el Colo-Colo vuelva a ser el Club Social y Deportivo, en el que las decisiones son tomadas con criterio de club y no de empresa, en el que jugadores y directivos entienden el significado del club. Un club que no le cierra las puertas a las exglorias del equipo albo que quieren contribuir con su ayuda, consejo y crítica. Un club que entiende el peso de la camiseta blanca y que no trivializa el mal juego. 

Colo-Colo es el equipo de camiseta blanca por la pureza deportiva, de short negro por la seriedad, de escudo con colores blanco-azul-y-rojo porque representa la chilenidad y sobre todo a su pueblo, ese que al día siguiente del triunfo del equipo popular encuentra “la marraqueta más blanda y el té más dulce” como dijera el gran Zorro Alamos. Y tiene como nombre el del viejo lonko Colo-Colo, un hombre que quedó registrado en “La Araucana” de Alonso de Ercilla por su sabiduría magistral y audaz. Pureza, seriedad, identificación con el pueblo y sabiduría. Todo eso estaba en la mente del profesor normalista David Arellano en la hora de la fundación del Club Social y Deportivo Colo-Colo. A Colo-Colo nadie le ha regalado nada. Todo sus triunfos han sido el logro del esfuerzo de jugadores y equipos técnicos que mojan la camiseta por dar una alegría al pueblo. Arellano, su fundador y primer capitán señaló: “En primer lugar tenemos la más absoluta disciplina, pero no la disciplina que arranca de la imposición ni de la autoridad ejercida sin contrapeso, sino de la que es natural consecuencia de la comunidad de anhelos y de afectos. Entre nosotros, todos nos sentimos iguales y ligados por un vínculo superior: el cariño al club en que militamos y que nació de nosotros mismos. Colo Colo es para nosotros más que un nombre; es un lazo de indestructible unión y este y no otro ha sido el secreto del éxito de nuestro equipo, pese a nuestros detractores”. Ese lazo de indestructible unión se verá el día de hoy, ganemos o perdamos, porque el amor por esta camiseta no se romperá, porque ella está pegada en la piel. 

Porque “en las canchas como el Colo-Colo no hay, all right!”. 

Luis Pino Moyano, profesor e hincha colocolino.

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Con Miguel, en la Ruca, 2019. 

 

Maradona, el partido que se acabó y el que comenzó un 25 de noviembre de 2020.

No tengo memoria de la primera vez que vi jugar a Maradona. Tenía cuatro años para el mundial de México 1986. Pero recuerdo el Mundial de Italia 1990, y el liderazgo deslumbrante de un jugador distinto a todos. Tobillo lesionado y todo, condujo a su equipo a la final, que perdieron con un penal de dudosa reputación. No vi su paso por Argentinos Juniors (1976-1981) ni su primera estadía en Boca Juniors (1981-1982). Tampoco lo vi jugar en Barcelona (1982-1984). No tengo recuerdos de su paso por el Napoli (1984-1992), pero sí cuando llegó al Sevilla (1992-1993) y su paso por Newell’s (1993-1994). Vino el mundial de Estados Unidos 1994, y vimos en cadena mundial como al Diego le “cortaban las piernas” por un dopping de efedrina. Luego vino su etapa final en Boca Juniors (1995-1997) y su despedida en una Bombonera repleta en 2001. En ese tiempo la única posibilidad de ver fútbol extranjero en la televisión era en los compactos de los noticieros, o en los del Zoom Deportivo y Futgol. O cuando jugaba contra un equipo chileno o donde jugara un connacional. Pero era infaltable la ida a la biblioteca del colegio para leer “Don Balón” o “Triunfo”, y así saber del fútbol mundial. Si bien es cierto, fui espectador directo de la segunda etapa de Maradona, bastó aquella para fomentar mi gusto por el 10 y capitán de todos sus equipos. He leído todo lo que me he encontrado sobre él y he visto cuánto documental y vídeos de compilación de jugadas y goles, los mejores que hizo entre sus 312 por clubes y 68 por la selección albiceleste. Más recientemente, he tenido la posibilidad de ver partidos completos de México 86 y del Napoli, en los que se vio al mejor Maradona. Todo eso me ha llevado a pensar que Diego Armando Maradona, el Pelusa, el Barrilete Cósmico, el Pibe de Oro, o simplemente el Diego, fue el mejor jugador en la historia del fútbol mundial. Uf! Qué difícil es hablar en pasado de Maradona.

Maradona no es mi ídolo. No es objeto de mi adoración (de hecho, no ocupo la palabra adoración en referencia a seres humanos). Él era nada más y nada menos que un hombre, de carne y hueso, con luces y sombras, y no soy ciego frente a ellas. Un hombre de acciones que en ciertos momentos fueron o bordearon lo patético, en una vida llena de excesos en los que nadie le dijo que no. Un hombre con declaraciones que no hacían sentido con la realidad. Maradona fue un drogadicto que luchó desde su estadía en Italia con la cocaína, una droga que más que favorecer su físico y sus cualidades deportivas, nos privó a todos quienes gozamos del fútbol del Maradona que no alcanzamos a ver. Maradona era un hombre que se nos expuso con todas sus miserias. Ahora bien, respecto de sus problemas con las drogas, en la población en la que crecí, me enseñaron y también lo aprendí, que uno no se ríe de “curados” ni “volados” (ebrios y drogadictos). Los males sociales, aunque sean causados por la desidia personal no son motivo de burla. Pueden producir pena o rabia, pero no burla. No justifico a Maradona, pero trato de hacer el ejercicio de comprender su historia, que es la de un muchachito que nació en una villa pobre y que después puede tener todos los tipos de consumo que desee, entre los cuales un Ferrari negro es una buena metáfora. Pero quizá lo más terrible, en el más amplio sentido de la palabra, fue portar la mochila de ser Diego Maradona, el de la gloria y el del barro del fracaso. “Yo erré cinco penales seguidos y seguí siendo Diego Maradona”, dijo para defender a un vilipendiado Lionel Messi en el último mundial. En la sociedad de la transparencia, en la que todos nuestros pensamientos son expuestos en el mundo virtual y real, a veces sacamos lo peor a relucir. He ahí otro mal social: la imprudencia e indolencia caminando de la mano, sumada a la inconsciencia de la propia susceptibilidad que nos hace erigirnos en jueces rigurosos pero autocomplacientes. 

No busco en Maradona un modelo de vida. Él tampoco quería serlo. En su despedida del 2001 señaló: “Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha”. Mi admiración por Maradona es futbolera al hueso. En la cancha, Diego fue un futbolista de una genialidad incomparable, el mejor de sus exponentes. El 10 clásico, ese que desde el mediocampo comenzaba su lucha por avanzar, con velocidad o firmeza, con gambetas o centros al pie de sus compañeros. Las rabonas y los tiros libres, que como una caricia dirigían el balón a donde quisiera. Con la pelota al pie era difícil que alguien lograra arrebatársela sin faltas. La imaginación y el sentido de espectáculo que alegra y emociona, siempre estuvieron presentes en su juego. Maradona era un artista, un rockero del fútbol. El capitán de su equipo, un líder por antonomasia, ese que empoderaba a sus compañeros porque Maradona, que se sabía bueno con el balón y tenía claro la responsabilidad de aquello, nunca perdió de vista que el juego era de 11. En la odiosa comparación que se hace hasta el día de hoy con Pelé, a mi juicio lo que hace a Maradona el mejor futbolista de la historia es que a diferencia del astro brasileño, Pelé fue el mejor porque siempre jugó con los mejores en el Santos y en Brasil, sobre todo en su más madura expresión en la selección campeona del mundo de 1970. Todos jugaban para Pelé, ese era el guión. En cambio Maradona fue el mejor en equipos que no eran los mejores, pero que llegaban a brillar y a triunfar aguerridamente, porque el capitán hacía brillar a sus compañeros. El capitán que les conseguía zapatos de fútbol a sus compañeros. El ejemplo máximo de aquellos se dio en el Napoli, un equipo de poca monta, del Sur de Italia lo que le hacía cargar un peso de discriminación social, pero el Diego lo hizo ser un equipo valeroso, que ganaba, gustaba, goleaba y que llegó a campeonar incluso fuera de sus fronteras. Pero además, Maradona se fundió con la ciudad, y por eso, el amor más pasional de quienes son sus hinchas está den la ciudad donde es “Santa Maradona”. Y para qué decir la Argentina del 86, un equipo que no tenía chapa de favorito, que viajó con severas críticas de su país, pero que le ganó a cuánto rival se le puso por delante, inclusive a Inglaterra, con la mano en uno de los goles, pero luego, con una genialidad, una maravilla inolvidable, en la que Maradona cual “barrilete cósmico”, avanzó ante los defensores ingleses que hicieron todo lo que estaba a su alcance pero sin poder frenar a quien se sabía campeón del mundo. Por eso, quienes más odiaban a Maradona no están dentro de las canchas. De sus compañeros se les escucha hablar de él con respeto y admiración, por su performance en la cancha como en su lucha por los derechos laborales de los futbolistas. Era un rebelde del fútbol, dentro y fuera de la cancha. Alguien que puede ser acusado de muchas cosas, menos de buscar la comodidad propia y ensimismada. Quienes odiaban a Maradona eran espectadores fanatizados del fútbol, pero sobre todo los dirigentes de los cuales Diego no fue un lacayo, y por eso, la mafia FIFA lo malhirió. Esos sujetos son los olvidados de la historia del fútbol, pero pasarán muchos años, y seguiremos hablando de Maradona, de su fútbol, del fuego vital que ponía en la cancha, de la nostalgia ante lo que fue y de aquello que no pudo ser ni hacer, como del brillo de sus ojos cuando hablaba de fútbol y sus colegas de oficio, particularmente de aquellos que admiraba, como Bochini de Independiente, el equipo de sus amores, y Rivelino, el gran ocho de la verde-amarela. 

Maradona murió hoy a los sesenta años de edad. Su corazón dejó de latir. El silencio de la perplejidad nos golpeó también a los que gustamos del fútbol, y que crecimos viendo y disfrutando a Maradona. La tristeza amarga que ningún tango logrará poner en escena. Diego, el mejor del fútbol mundial, siempre será recordado. Hoy, con nostalgia y pena, escuchamos y cantamos en la mente la canción de Calamaro a sabiendas de la verdad que hay en ella: “siempre  te vamos a querer / por las alegrías que le das al pueblo / y por tu arte también”.

El fútbol ha perdido a uno de sus mejores hijos. Pero, la memoria no. 

Luis Pino Moyano.

Las derrotas y la historia.

Quise escribir este post antes del partido de Chile vs. Brasil de hoy, pero no pude. Dejé unas palabras en mi muro de Facebook, las cuales, en cierto sentido serán replicadas, y en el mejor de los casos extendidas. ¿La diferencia? La certeza de la derrota. Hoy se pudo haber ganado. Bravo, Medel, Vidal, Díaz, Aránguiz, Alexis, fueron unos gigantes que hicieron ver deslucido a un equipo brasileño que no es ni la sombra de lo que alguna vez fue el Scratch, sobre todo cuando se lució en su máxima expresión, en el Mundial de México 1970. Hoy la verdeamarelha se mostró desdibujada, especualadora y sobre todo defensiva, renunciando con ello a lo más bello que tiene el fútbol: el ataque, los goles, el virtuosismo, la belleza, todas cosas que mostró el juego chileno. Chile, fiel al juego sostenido desde la época de Bielsa y conservado y solidificado por Sampaoli, salió a atacar, a jugar, a dar todo, más allá de las lesiones y el estar luchando contra todo. Así se le ganó a Australia y a España. Así se perdió con Holanda y Brasil. Fanáticamente atacando. ¿Ejemplos concretos? Vidal jugando luego de su reciente operación. Medel, jugando hoy desgarrado, infiltrado, con un vendaje excesivo, saliendo en camilla en los primeros minutos del alargue.

 Mucho se ha hablado respecto a la historia en estos días. “Los brasileños tienen historia”, nosotros, “los chilenos”, en fútbol, “no tenemos historia”. Expresiones como esas provienen de la gran premisa postulada, implícita o explícitamente, por los hagiógrafos oficiales: “la historia la escriben los vencedores”. No quiero rescatar esa premisa. Prefiero seguir a Reinhard Koselleck quien señala que, efectivamente, la historia la escriben los vencedores, pero la comprensión histórica procede de los derrotados. Él decía: “El historiador que está en el bando victorioso se inclina fácilmente a interpretar el éxito a corto plazo en términos de una teleología ex post a largo plazo. No así los vencidos. Su experiencia primaria es que todo sucedió de forma diferente de como se esperaba o se había planteado… Tienen mayor necesidad de explicar por qué ocurrió algo de lo que ellos pensaban que ocurriría. Esto puede estimular la búsqueda de alcance medio y largo plazo que expliquen… la sorpresa… y generen percepciones interiores más duraderas de, por consiguiente, mayor fuerza explicativa. A la corta, puede que la historia la hagan los vencedores. A la larga, los aumentos de la comprensión histórica han salido de los vencidos”.

 Es dicha comprensión la que permite palpar, en toda su densidad, nuestro campo de experiencias. No somos ilusos. Las derrotas de nuestra selección nos han causado tristeza, pero seguimos hinchando, anhelando. La compresión histórica de la derrota, nos hace pensar, soñar y anhelar un mejor horizonte de expectativas. No rompemos con la historia. Entendemos que ella es dinámica, que los procesos sociales, incluso los que se viven en estadios, no pueden ser reducidos a un laboratorio. Y ahí está lo genial: quienes hemos experenciado la derrota podemos sentir como nuevo, y por ende, con mayor goce, el triunfo. No rompemos con la historia: la vivimos, sentimos, la pensamos y anhelamos una mejor, más allá de golpes y derrotas. Brasil no tiene nada que ganar en fútbol, han ganado cinco veces el mundial. Si ganan éste, ya han experenciado ese sentir. Para nosotros, los que no vivimos el ’62, perdiéndonos el tercer lugar de la Roja, esto será inédito. Los únicos que podemos ver la historia para adelante como alternativa y cambio somos los derrotados.

 Al finalizar el partido de hoy, luego de la tanda de penales que nos dejó fuera del mundial, pateé la puerta de la casa, me senté en el suelo, me cayeron unas lágrimas. Nunca vi tan cerca a la selección chilena de conseguir un lugar meritorio en la historia del fútbol. Consciente de la inexistencia de los triunfos morales, vivo esta historia, la de la derrota, sintiendo amagado el sabor a la victoria, satisfecho de ver a esta generación dorada dar lo mejor de sí y anhelando, algún día, poder celebrar. Todas las contradicciones convergen en ésta historia futbolera. Pena-rabia por la derrota, por cómo perdimos. Goce y disfrute de ver a estos jugadores que defendieron con toda su chispeza la camiseta de la tierra de nuestros padres. ¡Salud!

 Luis Pino Moyano.