El papel de los evangélicos en la historia política de Chile en un comentario al libro de Mansilla y Orellana.

* Miguel Ángel Mansilla y Luis Orellana. Evangélicos y política en Chile 1960–1990: política, apoliticismo y antipolítica.Santiago, Ril Editores y Universidad Arturo Prat, 2018, 201 páginas.

Publicada originalmente en Estudios Evangélicos.

“La historia de Chile está por hacerse”, diría Julio César Jobet [1], y en registro similar, Gabriel Salazar ha señalado que “Chile es un país mal estudiado” [2]. Algo parecido podríamos decir de la historia del protestantismo chileno. Si bien es cierto, se han realizado importantes esfuerzos por reconstruir la historia de este movimiento diverso por antonomasia, pocos de ellos sobrepasan las primeras tres décadas del siglo XX, teniendo como punto de quiebre el año 1925 y la Constitución que termina con la lógica del estado confesional, quizá por un prurito positivista. Las excepciones a la regla en lo que podríamos denominar “historias generales” la realizan Karl Appl y Juan Sepúlveda. Desde el campo católico romano ese límite temporal fue sobrepasado tempranamente en los libros de Ignacio Vergara y Humberto Muñoz [4]. Sobre la relación del protestantismo con la política, están los estudios de Humberto Lagos y Evguenia Fediakova [5], junto con una serie de tesis de grado en universidades chilenas [6], y una serie de papers en revistas académicas, entre las cuales los autores del libro a comentar, Miguel Ángel Mansilla y Luis Orellana, han colaborado con sus comunicaciones.

Ocupando las categorías de Peter Winn, en el tratamiento de la historia reciente y del trabajo con la memoria, se manifiestan dos dimensiones, una reconstructiva y otra interpretativa [7]. En ese sentido, el trabajo de Mansilla y Orellana realiza un avance pasando a la fase interpretativa, aunque todavía desde las fuentes documentales más clásicas. Y es aquí donde surge la pregunta, ¿frente a qué tipo de trabajo estamos? ¿Se trata de una monografía, de un ensayo, o de plano una compilación de artículos ordenados de tal manera que den la impresión de una secuencia lógica? Si es una monografía, dónde está el problema de investigación que guía el desarrollo de la misma en la comprobación de una hipótesis. Si es lo segundo, qué es lo que se busca discutir y con qué autores. Llama la atención que los autores pretendan abrir un campo inédito sobre todo en el uso de “fuentes evangélicas y seculares” (p. 21), que es la forma más sencilla de validar un proceso investigativo, sin hacerse cargo del estado del arte, sobre todo el que he mencionado en la nota al pie de página número seis. Porque a estas alturas posicionarse desde la extensión de las tesis de Lalive [8] y de Fediakova es, a lo menos, insuficiente. Todo ello hace que como lector me incline por la tercera opción, lo que hace que un documento con aspiraciones académicas pierda fuerza en dicho formato.

Paso, ahora, a describir muy brevemente el contenido del libro. El capítulo 1 presenta un catastro de organizaciones evangélicas durante el período de la dictadura (pp. 23-42). El capítulo 2, quizá el más relevante desde un punto de vista teórico, elabora una conceptualización de los diversos tipos de apoliticismo manifiestos en el mundo evangélico, y particularmente en el contexto del pentecostalismo (pp. 43-70). El capítulo 3 realiza un análisis del contexto y de discurso en torno a la “Declaración de las Iglesias Evangélicas en apoyo al Gobierno Militar” de 1974, firmada por pastores de distintas iglesias evangélicas a nombre de sus congregaciones (pp. 71-114). El capítulo 4 presenta la tarea de la Confraternidad Cristiana de Iglesias, sus vínculos ecuménicos con otras organizaciones principalmente protestantes, y los ejes temáticos de su crítica al gobierno dictatorial (pp. 115-146). El capítulo 5 habla de la “Carta Abierta al General Augusto Pinochet, Presidente de la República de Chile” del 29 de agosto de 1986, en su contexto de producción, como hito y un análisis de los temas abordados en ella (pp. 147-178). El capítulo 6, titulado “Reflexiones finales” tiene dos maneras de presentar su exposición: la recapitulación y fortalecimiento de las materias abordadas en el libro, y miradas de la acción política evangélica del Chile posdictatorial, sobrepasando con creces el marco del año o la década de 1990 enunciada en el título (pp. 179-192).

Si bien es cierto, este libro carece de problema de investigación y de hipótesis, en su desarrollo y conclusiones, elabora una serie de tesis que son susceptibles de discusión, desde un prisma historiográfico, científico social e, inclusive, político.

En primer lugar, quisiera referirme a la categorización de lo apolítico en el mundo evangélico. Como señalé en la breve descripción de los capítulos, esta conceptualización es relevante y, por lo mismo, la que podría generar mayor debate. Estando de acuerdo con los autores respecto a los factores que podrían derivar en lo apolítico, como el miedo a la secularización o a ideas políticas contrarias, el papel de la teología norteamericana -y de su cultura, en una época denominada por el historiador marxista británico Eric Hobsbawm como “los años dorados del capitalismo”-, sobre todo, de aquella emanada del fundamentalismo que en su constructo doctrinal fundía dispensacionalismo con anticomunismo, y junto con ello, lo que autores como José Míguez Bonino y Juan Sepúlveda han denominado un pesimismo antropológico, quisiera poner un matiz considerando dos asuntos de raigambre histórica. Al adentrarse en la tradición política de los evangélicos en Chile, sobre todo más allá de la década de 1920, es susceptible pesquisar la participación de evangélicos en la esfera política, siguiendo a candidatos o participando en acciones colectivas en agrupaciones de diversa índole, tal y como era el marco de la política de aquella época en un contexto de polaridad y tres tercios: izquierda, centro y derecha, específicamente desde el triunfo del Frente Popular, en 1938.

De hecho, no deja de ser interesante que en la referencia a la Revista “Fuego de Pentecostés” de  ese mismo año, citen sólo la declaración en torno a la candidatura a la presidencia de Genaro Ríos y no el artículo del Superintendente, a la sazón Pr. Guillermo Castillo, en la misma página de dicha fuente, en la que señala: “Nosotros los cristianos no debemos comprometernos con ningún candidato político, a menos que sea de nuestra confianza, pero en todo caso individualmente y no exigiendo a otros que lo hagan” [9]. Esto no es contradictorio con la cita de la declaración firmada por Castillo como “El Superintendente” y que dice: nos vemos en la necesidad de DECLARAR que la obra que presido no se mezcla en política, y por lo tanto, no se mantiene ninguna vinculación con partidos políticos o combinaciones de esta naturaleza” [10]. Lo que se salvaguarda es lo que la iglesia en tanto institución realiza. No hay acá un veto o una coerción de la libertad de conciencia de los creyentes y su acción en el espacio público, sino la mantención de un claro distintivo protestante: la diferenciación entre iglesia orgánica e institucional. En ese sentido, la institución es apolítica, el miembro de ella no.

Por otro lado, los autores no se hacen cargo, en esta unidad de historia secular y eclesiástica, que la crisis de lo político es un fenómeno transversal en el país desde el período dictatorial y el proceso transicional. “Política” se transformó en una mala palabra, en un formateo intelectual de los personeros de la dictadura, especialmente de su líder el general Pinochet, que hablaban de la politiquería y de los señores políticos como los culpables de la crisis que derivó en el golpe, asociándola a vicios y corrupción, a diferencia de la tecnocracia neoliberal que produciría una ciencia en pos de “un país ganador” como cantaba la campaña del Sí en 1988. Esa política realizada por profesionales y técnicos fue seguida por los gobiernos de la Concertación, quienes entendieron que la mejor manera de comunicar era no comunicar según la tesis de Eugenio Tironi, lo que implicó el cierre de los medios de comunicación alternativos en el contexto dictatorial [11]. Dicha reacción, entonces, no es sólo evangélica. La declaración “El apolíticismo es una postura política conservadora y de derecha” (p. 45) es más que riesgosa desde un punto de vista histórico.

Además, y sin matizar en ningún grado la condena y el repudio al golpe de estado del 11 de septiembre de 1973, debe llegar el momento en que discutamos la articulación de una memoria oficial que ha colocado en un tabú el tema de la violencia política y social [12], cuando en la época más politizada de nuestra historia todos los partidos políticos legitimaron el uso de la violencia, sea en torno a un proyecto revolucionario o facilitando o legitimando la salida golpista. La violencia política en la historia republicana de Chile no es patrimonio ni de la izquierda ni de la derecha. ¿Por qué señalo esto? Porque el discurso legitimador del golpe, que nos parece aberrante en el presente, tenía condiciones de posibilidad de existencia histórica sobre todo en el momento inicial de la dictadura, la que estaba solidificada por conceptos transversales como el profesionalismo y apego constitucional de las FFAA y, lo que la historiadora María Angélica Illanes denominó “El mito de la diferencia” [13]. El discurso evangélico en la declaración de 1974 no sólo puede ser analogado al de los apologistas del régimen de facto, sino también a las palabras de Eduardo Frei y Patricio Aylwin, entre otros, que en primera instancia defendieron la asonada militar, y quienes hoy por hoy son considerados por un sector de la “centroizquierda” como adalides de la democracia. El repudio no puede rehuir la historización pues el ejercicio de comprender no es similar al de justificar.

Por su parte, un asunto problemático del libro, que dificulta su recepción académica, es el uso de adjetivos que pueden derivar en constructos ahistóricos o, en su defecto, en caricaturizaciones. Ideas como “mundo evangélico del socialismo”, “pastores ideólogos de la dictadura”, “oportunismo político”, o la referencia a los documentos como maldito y bendito, haciendo un juego con la Ley de Defensa Permanente de la Democracia que proscribió de la legalidad al Partido Comunista por diez años (1948), a mi juicio, todas ellas forman parte de un complejo de los estudiosos del pasado evangélico en el país, que tienden a exagerar la importancia de actores e hitos propiciados en nuestras filas, que no son referidos en otros estudios históricos de importancia sobre el proceso. Ni Francisco Anabalón puede ser comparado con Jaime Guzmán, ni la declaración laudatoria del régimen en 1974 que acusa al marxismo internacional puede ser analogada a la “ley maldita”.

Tampoco el socialismo o el radicalismo pueden ser entendidos de manera gruesa como opciones de izquierdas o de “centroizquierda” en Chile en el siglo XX. El Partido Radical fue un partido de centro, y que en el fenómeno de polaridad del Chile de 1938 a 1973, atrajo hacia su proyecto centrista a fuerzas de izquierda (durante el gobierno de Aguirre Cerda y mínimamente en el de Ríos) o giró a la derecha con González Videla. Grupos salidos del radicalismo apoyaron a Ibáñez, bajo el nombre de Partido Radical Doctrinario y después, con la configuración del FRAP y luego de la UP apoyó a Allende no sin disidencias y divisiones. Por su parte el Partido Socialista de Chile, en el contexto de los gobiernos radicales, sobre todo en las décadas de 1940 y 1950, vivió divisiones que dieron vida a los Partidos Socialista Auténtico y Socialista Popular, con sectores aliados y opositores al comunismo. El Partido Socialista Popular no sólo apoyó a Ibáñez en las elecciones de 1952, sino que aportó en la primera parte de su gobierno con dos ministros: Felipe Herrera y Clodomiro Almeyda. Entonces, es más que probable que los sectores evangélicos cercanos al radicalismo y al socialismo lo hayan hecho más bien pensando en un proyecto nacional-desarrollista y de estado benefactor, que siguiendo principios propios de las culturas políticas de izquierdas.

Concuerdo con los autores del libro en varios de sus análisis de los documentos de 1974 y 1986, con sus críticas y apoyos al Consejo de Pastores y la Confraternidad Cristiana de Iglesias, respectivamente. Claramente, mientras unos torcieron el mensaje de la Escritura para defender a un régimen que no trepidó en usar el terrorismo de estado, otros analizaron con mayor seriedad el texto bíblico haciendo justicia a su llamado por la verdad, la justicia y la reconciliación nacional, muy de la mano del proyecto de la entonces Alianza Democrática (no por nada, dicha carta fue publicada en parte o íntegramente en las revistas Análisis y Mensaje). No obstante, hay una serie de juicios que sobrepasan las posibilidades de correlato empírico o que, muestran una dosis mayor de crítica o de empatía según el caso, situación que un estudio de carácter académico no puede concederse a modo de licencia, so pena de perder su seriedad. Por ejemplo:

 · “Los pastores y líderes pentecostales eran conocidos por su lucha por los pobres y su apoyo a políticos y partidos que apoyaban a los trabajadores” (p. 71). ¿Eso implica opciones de izquierda o “centroizquierda”? Esto es desconocer las lecturas que tuvo el Partido Conservador, del cual emergieron las distintas Acciones Católicas sectoriales, por no mencionar su papel de liderazgo en la formación de la Federación Obrera de Chile; o, el papel preponderante que la Democracia Cristiana le dio a la lucha sindical, no siendo menor el recordar que Rodolfo Seguel y Manuel Bustos, principales dirigentes de la Confederación de Trabajadores del Cobre y de la CUT, respectivamente, provenían de dicho partido.

· A diferencia del tedeum católico, en que no se manifiestan explícitamente tendencias políticas, en el evangélico esto sí se ha evidenciado, pese a señalar que se trata de una actividad religiosa de reconciliación y de agradecimiento” (p. 146). Cuando leí esto, no me podía explicar de dónde pudo tomarse la evidencia para sostener tamaña declaración. Sólo por decir algo, en justicia, ¿qué puede ser más político que la referencia al alma de Chile en la homilía del Cardenal Silva Henríquez el 18 de septiembre de 1973? El Te Deum originado en 1811 y con su resemantización ecuménica desde 1970, es no sólo un acto religioso sino también republicano, aunque eso les pese a los laicistas de este país.

· La tesis fragmentaria de izquierdas y derechas en el mundo evangélico llega al hartazgo a la hora de hacer declaraciones en las que no se indican ni referencias ni sujetos. Dado que varios pastores habían sido líderes socialistas e investigaciones sociológicas mostraban que los evangélicos, especialmente los pentecostales, eran afines con el socialismo” (p.183). “Debido a que los líderes del CP se vincularon a grupos y partidos de derecha que siempre se opusieron a leyes de importancia nacional, ya fuera en el plano de la educación pública, derechos reproductivos, derecho de los trabajadores, divorcio o previsión social (p. 184). Más adelante se señala que esos mismos líderes habrían alimentado “los estereotipos del evangélico analfabeto e intolerante” (p. 184). ¿Cuáles son esas investigaciones? ¿Quiénes son esos pastores y líderes? ¿Acaso, dentro de un contexto evangélico no es susceptible pensar en sujetos que estén de acuerdo con derechos consagrados en la Declaración Universal de 1948 y que no sean partidarios, por ejemplo, de los “derechos reproductivos”? ¿Acaso Mamerto Mancilla, Francisco Anabalón y Carlos San Martín fortalecían el estereotipo del analfabeto e intolerante? Les menciono a ellos porque hay registros audiovisuales de su participación en los servicios de acción de gracias en el templo de Jotabeche.

· No deja de llamarme la atención que a la hora de las reivindicaciones de actores no se mencione al pastor Julio Assad de la Iglesia Metodista Pentecostal en Puente Alto, quien aparece como firmante en el documento de fundación del Comité Pro Paz. Tampoco deja de llamarme la atención, que no se haga un tratamiento similar a otros líderes, de los pastores Juan Vásquez del Valle o Enrique Chávez, firmantes del documento de 1974, obispos de la Iglesia Metodista de Chile y de la Iglesia Pentecostal de Chile respectivamente, quienes en el acto memorial pueden ser expurgados de dicha impureza en sus hojas de vida. Tampoco deja de llamarme la atención que se alabe un documento como bendito, publicado en 1986, poco antes del atentado a Pinochet y a tres años del inicio de las jornadas nacionales de protesta, cuando ya se estaba fraguando la salida pactada, idealizando las condiciones de riesgo de los firmantes y callando sobre la demora y la marginalidad de dicha “voz en el desierto”, bajo el alero de una organización fundada en 1985 y que tenía el importante apoyo internacional del CMI. O, por qué no se discute que dicho documento de 1986 también sea firmado por cuadros pastorales e intelectuales, lo que podría llevar a preguntarse, a lo menos, por cuál es su representatividad en “las bases”. Por otra parte, y ya en las reflexiones finales, cuando se habla del papel del COE en la denominada “Ley de Culto” (pp. 188, 189), organización creada con la finalidad de ser la interlocutora evangélica en dicha discusión legislativa, no se refiera a que ella estaba conformada por lo más variopinto del mundo evangélico, uniendo en esa causa a actores que formaron parte del Consejo de Pastores y de la CCI, mostrando que la unidad por un objetivo común era posible en un contexto democrático.

 

En vista de todo lo anterior, creo que el libro carece de honestidad epistemológica a la hora de no evidenciar hasta el final su tesis más relevante. Cito las palabras finales de Mansilla y Orellana: “Desde el período de dictadura, por lo tanto, algunos sectores evangélicos buscaron la venia de la derecha política para adquirir un estatus de respetabilidad; sin embargo, no lo lograrán mientras la religión evangélica siga representando a los pobres, indígenas y trabajadores” (p. 192). La pretensión de los autores es dar pie al mito de la continuidad y homogeneidad atacada por una posición innovadora. El mundo evangélico para los autores está ligado a las demandas históricas de los movimientos de izquierdas, por ello, los intentos de derechas no triunfarán en nuestras filas. Esa lectura, que no hace caso de la amplia diversidad del mundo evangélico no se encuentra en las fuentes ni en la historia que podría construirse con su estudio, sino en un fórceps interpretativo emanado de un exceso de sociologismo o cientificismo-social, que fuerza los hechos, procesos y actores para que calcen en el marco teórico del cual se hace gala, y que sí es referido de manera constante y detallada. Aquí todo el tiempo vemos que, si la realidad no se condice con la teoría es la realidad la equivocada. Es conservadurismo teñido de ideas de avanzada, en el cual el vocabulario excluye la crítica antes de que la crítica pueda comenzar a actuar” [14]. Es historia inmanente, idealismo y mecanicismo de un sistema que sólo puede ver oposiciones binarias. Es la miseria de la teoría al decir de E. P. Thompson.

Esperamos que Mansilla y Orellana en sus futuras investigaciones se hagan cargo de las falencias teóricas, metodológicas e históricas que están presentes en este libro. No obstante, por ahora les agradecemos el que hayan propiciado una discusión sobre el accionar evangélico en la historia política del país.

 Luis Pino Moyano. Licenciado en Historia con mención en Estudios Culturales de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.


 

Notas bibliográficas.

[1] Julio César Jobet. “Notas sobre la historiografía chilena”. Revista Atenea. Año XXVI, Nº 291/292, septiembre-octubre de 1949.

[2] Entre los varios lugares en los que el Premio Nacional de Historia 2006 ha realizado esta afirmación se encuentra el siguiente artículo: Gabriel Salazar. “Historiografía chilena siglo XXI: transformación, responsabilidad, proyección”. Luis De Mussy (Editor). Balance Historiográfico Chileno. El orden del discurso y el giro crítico actual. Santiago, Ediciones Universidad Finis Terrae, 2007.

[3] Karl Appl. Bosquejo de la historia de las iglesias en Chile. Santiago, Editorial Platero, s/f (la última fecha mencionada en una cronología es 1996); Juan Sepúlveda. De peregrinos a ciudadanos. Breve historia del cristianismo evangélico en Chile. Santiago, Fundación Konrad Adenauer y Comunidad Teológica Evangélica, 1999.

[4] Ignacio Vergara. El protestantismo en Chile. Santiago, Editorial del Pacífico, 1965; Humberto Muñoz. Nuestros hermanos evangélicos. Santiago, Ediciones Nueva Universidad, 1974.

[5] Humberto Lagos. La libertad religiosa en Chile, los evangélicos y el gobierno militar. Santiago, Vicaría de la Solidaridad, Arzobispado de Santiago y UNELAM, 1978. Tomo 1: Investigación Exploratoria. Tomo 2: Anexos; Humberto Lagos. Crisis de la esperanza. Religión y autoritarismo en Chile.Santiago, Presor y Lar, 1988; Evguenia Fediakova. Evangélicos, política y sociedad en Chile. Dejando el refugio de las masas” 1990-2010. Concepción-Santiago, Centro Evangélico de Estudios Pentecostales e Instituto de Estudios Avanzados, 2013.

[6] María Francisca Calderón. En busca de la Tierra Prometida… Cultura Política de Líderes Evangélicos. Tesis para optar al grado de Magíster en Ciencia Política, Universidad de Chile, 2008; Andrés Hurtado. La participación de las iglesias evangélicas durante el Régimen Militar: la revolución material del pentecostalismo. Tesis para optar al grado de Licenciado en Historia con mención en Estudios Culturales de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, Santiago, 2012; Matías Maldonado. Evangélicos y política en Chile, 1974–1986. El Consejo de Pastores y la Confraternidad Cristiana de Iglesias. Informe final para optar al grado de Licenciado en Historia de la Universidad de Chile, Santiago, 2012 (la única de esta lista citada por los autores); Luz Araya y Linda Escaida. Evangélicos y los poderes del Estado chileno. Memoria para optar al título de Periodista de la Universidad de Chile, Santiago, 2017.

[7] Peter Winn. “El pasado está presente. Historia y memoria en el Chile contemporáneo, en Anne Pérotin-Dumon (dir.). Historizar el pasado vivo en América Latina. En: http://etica.uahurtado.cl/historizarelpasadovivo/es_contenido.php (Consulta: julio de 2012, sitio discontinuado).

[8] Christian Lalive dEpinay. El refugio de las masas. Estudio sociológico del protestantismo en Chile. Santiago, Centro Evangélico de Estudios Pentecostales e Instituto de Estudios Avanzados, 2009.

[9] Guillermo Castilo. “Carta abierta”. En: Fuego de Pentecostés. Nº 117, Santiago, julio de 1938, p. 8. Este documento se encuentra disponible en el sitio Pensamiento Pentecostal con una nota contextualizadora de quien suscribe este comentario de libro. En: https://pensamientopentecostal.com/index.php/2017/11/13/carta-abierta-a-los-pastores-obreros-y-miembros-de-nuestras-iglesias-por-guillermo-castillo/ (Consulta: febrero de 2021).

[10] “Declaración”. En: Ibídem.

[11] Quien mejor trabaja a mi juicio ese asunto es: Tomás Moulian. Chile actual: Anatomía de un mito. Santiago, LOM Ediciones, 1997, pp. 31 y ss. Hago referencia, fundamentalmente, al capítulo 2 titulado “Páramo del ciudadano”.

[12] Debo esta reflexión del tabú de la violencia a: Hernán Vidal. Frente Patriótico Manuel Rodríguez. El tabú del conflicto armado en Chile. Santiago,Mosquito Editores, 1995.

[13] María Angélica Illanes. La batalla de la memoria. Santiago, Editorial Planeta, 2002, pp. 163-175.

[14] Edward P. Thompson. Miseria de la teoría. Barcelona, Editorial Crítica, 1981, p. 130.

Documental sobre la historia de los evangélicos en Chile.

El año 2017, en medio de las celebraciones por los 500 años de la Reforma Protestante, se desarrollaron diferentes actividades que invitaban al recuerdo y la reflexión respecto de nuestro pasado. Una de ellas fue desarrollada por una organización denominada “La Reforma que viene”, y que derivó en la publicación de “El libro de los 500 años” y en la realización de un documental, que pasa de lo acaecido en Europa en 1517 a la realidad chilena. 

Aportaron a esta mirada del pasado: Cristian Parker, Ximena Prado, Humberto Lagos, Javier Arcos, quien suscribe estas líneas, entre otros. Recomiendo su revisión. 

 

A la par de la participación en el documental, al que contribuí con la entrevista, datos de hechos históricos y de posibles entrevistados, estuvo el aporte respecto de una mirada histórica al pentecostalismo chileno, publicada en el libro referido, artículo que ustedes pueden revisar haciendo clic aquí.

Luis Pino Moyano.

 


 

* Nota aclaratoria: entre quienes me conocen, saben que cuando me piden una referencia académica digo: “Licenciado en Historia”, y que me da un poco de pudor cuando me llaman “historiador”. Pero como esto no sólo lo ven quienes me conocen, me permito decir que la información que me hace aparecer como “Dr.” es errónea, no la di yo. Sólo se trata de un error de la persona que editó el vídeo. Gracias. 

“Mucho valor tiene a los ojos del Señor la muerte de sus fieles”. A la memoria del hermano Pablo Hoff.

* El recorte de prensa es del archivo del Pr. Manuel Díaz, profesor del IBN. 

Durante la mañana de ayer, 23 de junio de 2019, nos hemos enterado de la noticia de la muerte de Paul Hoff Bieker, más conocido en el mundo evangélico chileno, y especialmente a quienes nos formamos en el Instituto Bíblico Nacional, como el “hermano Pablo”. Él había nacido el 23 de febrero de 1924, y se formó académicamente como Bachiller en Artes Liberales con mención en Historia de la Universidad Taylor y Magíster en Teología del Seminario Bautista del Norte, y que desarrolló su tarea como misionero de las Asambleas de Dios en Bolivia, Argentina y Chile, fundamentalmente en la tarea de la docencia teológica y la pastoral. Chile, país al que llegó en 1978 fue donde desarrolló su ministerio de más larga data, y que tuvo como su fruto principal y más maduro el Instituto Bíblico Pentecostal, fundado en 1979, y que desde 1999 recibe el nombre de Instituto Bíblico Nacional fortaleciendo su carácter interdenominacional, lo que va acompañado de sedes en más de veinte ciudades a lo largo del país. 

Ligado a su tarea docente surgieron sus libros, la mayoría de ellos publicados por Editorial Vida, relacionados con las diversas áreas del saber teológico, escritos a mano y luego escritos a máquina por su esposa, la hermana Betty, y más tarde a computador y estilizados al idioma castellano por personas ligadas al Instituto que él formó. Libros que demuestran un conocimiento profundo de la Escritura, y que facilitan su acceso a la misma, por el fuerte talante pedagógico que poseen y que, por sobre todo, invitan a mirar a Cristo Jesús cuando avanzan en el aspecto devocional. Estos libros son: 

  • “El Pentateuco” (1978), 
  • “Los libros históricos” (1980),
  • “El pastor como consejero” (1981),
  • “Se hizo hombre” (1990, sobre los evangelios sinópticos),
  • “Otros evangelios” (1993, sobre religiones comparadas),
  • “Libros Poéticos” (1998),
  • “Defensa de la fe” (en coautoría con el teólogo chileno David Miranda, publicado por Editorial Mundo Hispano, 1997),
  • y “Teología Evangélica” (Tomo 1, 1999; Tomo 2, 2000; obra reunida en un solo ejemplar, 2005).

Él diría en una introducción a uno de sus libros: “Tal vez el lector apresurado se sienta tentado a estudiar las lecciones del libro sin leer previamente las partes correspondientes de la Biblia. Si así procede, se estará defraudando a sí mismo y no aprovechará al máximo este estudio, porque la Biblia es siempre más importante que lo que dicen los hombres acerca de ella” (El Pentateuco, p. 11). A ello se suman muchos artículos desperdigados en folletos, revistas y periódicos evangélicos. Como escribió Juan, el apóstol: “Dichosos de aquí en adelante los que mueren unidos al Señor. Sí – dice el Espíritu-, ellos descansarán de sus trabajos, pues sus obras los acompañan” (Apocalipsis 14:13 DHH). En 2011, Editorial Vida publicó el libro biográfico escrito por Stuart Allsop, titulado “Mi Dios les proveerá. La apasionante historia de Pablo Hoff”, el que lamentablemente no ha sido difundido en las librerías de nuestro país. Es de justicia que lo hagan con prontitud. 

Conocí al hermano Pablo en el año 2000 cuando ingresé al Instituto Bíblico Nacional. Era un joven pentecostal, tenía 18 años y cargaba una cantidad de sueños y anhelos de servicio al Señor, sobre todo porque al comienzo de ese año sentí fuertemente un llamado al ministerio pastoral, y para eso había que prepararse. Si bien es cierto, estudiar teología tenía mala prensa, porque “la letra mata”, en mi comunidad de esos tiempos había un buen recuerdo del hermano Pablo, siendo la Iglesia Pentecostal Naciente una de las primeras denominaciones en recibir bien a este misionero. Recibí dos libros de él para iniciar el ciclo, los que leí con avidez, y que profundizamos en clases con los profesores, compañeros de curso, y principalmente con mi amigo y compañero de andanzas, Cristian Estrada. Fue fácil admirar a este ministro del evangelio, porque no sólo leímos sus libros, sino que además compartimos con él. Nunca he podido olvidar que a las dos semanas de entrar a estudiar, estaba trabajando en el Parque Bustamante como encuestador, cuando él pasa por la vereda de en frente (vivía cerca de allí), me vio, cruzó la calle, se me acercó con su característica sonrisa, me dio un fuerte apretón de manos y me preguntó por mi parecer respecto del IBN, luego se despidió con un “Dios le bendiga en todas sus labores”. 

Luego, fueron las conversaciones con él mientras tomábamos un café o sus ilustraciones testimoniales en medio de sus sermones en las que le conocimos más: su conversión a muy temprana edad, su paso como soldado en la 2ª Guerra Mundial, sus estudios teológicos en los que recibió la influencia de autores del ala conservadora y de la neoevangélica, siendo tributario de Carl Henry y Millard Erickson. Luego su trabajo misional en Bolivia y Argentina y su venida a Chile, llena de hechos providenciales: su solicitud de abrir un Instituto Bíblico para los pentecostales chilenos fue antecedida, sin mediar conversación entre ellos, por la solicitud del Pr. Francisco Anabalón de apoyo de las Asambleas de Dios para abrir un centro de estudios en el país. El trabajo misional en Chile estuvo marcado por desafíos y dificultades, pero en el que Dios abrió caminos: de las clases en el templo de la Corporación Vitacura, en Calle Rosas (frente al que hoy es el Teatro Teletón) al edificio de seis pisos en calle Ejército. Cómo él mismo no cesaba de señalar, citando la Escritura: “Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús” (Filipenses 4:19, RV 1960). 

De acento “agringado”, pese a los años que llevaba en Chile, era un deleite escuchar sus predicaciones, las que eran bíblicas, llenas de fuego, y con una característica muy particular a la hora de aplicar: bajaba la voz y con voz suave golpeaba nuestros corazones y conciencias. Aunque también le vimos apasionado y molesto. Dos momentos que recuerdo vívidamente. A principios de los 2000 algunos profesores comenzaron a señalar, sin ambages, su mirada escatológica amilenarista, yendo contra la mirada dispensacionalista, hegemónica en el mundo pentecostal. En una reunión de profesores se dio la discusión, muy acalorada, de la que algunos fuimos testigos indirectos mientras realizábamos nuestras tareas en la biblioteca. La discusión terminó con un golpe de mesa y con la voz firme del hermano Pablo diciendo: “no importa cuándo el Señor viene o cómo viene; lo que nos importa es que Él viene”. El momento terminó con oración y ánimo reconciliado. 

El otro momento, fue una de las últimas capillas (momento devocional) que se hizo al final de las clases, dando cuenta que muchos se retiraban y no participaban de la misma, nos exhortó a la luz de la Palabra la importancia de una espiritualidad profunda. Ahora, con justo enojo, golpeó el púlpito y dijo “si alguno cree que estudiar Teología es para agrandar cabezas y no corazones no es digno de este Instituto”. Y esto me permite cerrar mi relato testimonial. Pablo Hoff más que un teólogo fue un valiente siervo del evangelio, un respetable creyente, que nos enseñó con la palabra y la vida que los peores enemigos de los estudios teológicos no eran quienes decían que la “letra mata”, sino aquellos que estudian y tienen “un más alto concepto de sí que el que deben tener” (Romanos 13:3). Pablo Hoff, fue un valiente misionero que entendió que el servicio a Cristo y su Reino no tiene fronteras ni barreras que el Señor de la misión no pueda derruir, y que por lo mismo, asume con una alta cuota de voluntarismo el llamado que le constriñe a ser un obrero del evangelio. Todo esto, era una invitación que no dejaba de lado la erudición, pero que fortalecía la práctica servicial y buscaba forjar carácter cristiano. Se trataba de buscar un “conocimiento ungido”. Y dicho conocimiento fortaleció al bullente pentecostalismo chileno y excede sus veredas, edificando también a creyentes de otras banderías eclesiales. 

Como alguien que se siente honrado de haber hecho sus primeras armas del conocimiento teológico en el instituto que él formó, de manera agradecida digo frente a nuestro querido hermano Pablo: muchas gracias, seguiremos “preparándonos mejor, para servir mejor” con la ayuda de Aquél que vive y permanece para siempre. 

¡Hasta pronto!

Luis Pino Moyano.

 


 * Recomiendo, para quienes quieren tener un acercamiento mayor al testimonio de vida del hermano Pablo Hoff, ver la entrevista realizada por la hermana Sara Ossa, en el Canal de YouTube de Corporación Sendas, y el texto biográfico escrito por el hermano Pablo Villouta. 

Convertir la tragedia en oportunidad.

Escribo estas líneas sin un ápice de gozo. Fui pentecostal “a la chilena”, miembro en plena comunión por quince años de una iglesia fundada en 1966 en la comuna de Puente Alto (la Iglesia Pentecostal Naciente), que venía del tronco de una de las iglesias más tradicionales de ese mundo, la Iglesia Evangélica Pentecostal; y,  a pesar de mi alejamiento de dicha comunidad en el año 2009, mantengo mi aprecio y admiración por tantos hermanos y hermanas que han “peleado la buena batalla de la fe” y de quienes aprendí tanto desde la Palabra y la acción. Siendo hoy presbiteriano, he seguido teniendo la posibilidad de colaborar con algunas iglesias pentecostales en la predicación y la enseñanza, y he mantenido como uno de mis temas de estudio en la investigación y docencia en el área de la historia eclesiástica al pentecostalismo endógeno, cruzando tanto la mirada historiográfica y crítica con la deuda de amor a quienes sigo viendo como hermanos. Enuncio esto al comienzo de mi reflexión para que se sepa desde un comienzo que no estoy hablando desde una posición de superioridad teológica y/o moral. 

Es indudable que el hecho noticioso de Eduardo Durán, obispo de la Primera Iglesia Metodista Pentecostal, conocida en el mundo evangélico como “Jotabeche” ha copado los medios informativos, pasando desde el tono de “farándula” a la investigación acuciosa. El escandaloso mal uso de dineros que convierte al pastorado en “profesión lucrativa”, como las relaciones extramaritales sostenidas por él, han sido como un potente golpe en el estómago a la identidad evangélica del país. Los “canutos” chilenos a veces podíamos ser reconocidos como poco dados a la sociabilidad con no creyentes (el refugio de las masas, ¿se acuerdan?), y hasta con ciertos rasgos de intolerancia, pero muy pocas veces se dudaba de nuestra honestidad. Esa imagen del evangélico honrado, nuevamente, es minada por el testimonio pésimo de quienes no han entendido a Jesús diciendo que “la vida del hombre no depende de los muchos bienes que posea” (Lucas 12:15, RVC -como todas las citas en adelante). Estamos frente a una nueva muralla que nos aleja de las personas a la hora de compartir nuestra fe. Pedro lo señaló con toda claridad en su primera carta: “Que ninguno de ustedes sufra por ser homicida, ladrón o malhechor, ni por meterse en asuntos ajenos” (1ª Pedro 4:15). Cuando, en jerga futbolística, “dejamos la pelota dando botes frente al arco”, no podemos acusar persecución contra la fe cristiana. Hemos sido nosotros los que manchamos el evangelio de Cristo con nuestros actos. 

Por lo mismo, la mirada fraterna hacia el pentecostalismo, sea desde dentro de la iglesia en la que se enmarca el hecho convertido en noticia, como desde fuera de sus muros, no puede realizarse a modo de una lectura sentimental. Y aquí el principio paulino se transforma en clave de lectura: “Porque es preciso que haya disensiones entre ustedes, para que se vea claramente quiénes de ustedes son los que están aprobados” (1ª Corintios 11:19). La mirada que no disocia amor y verdad, no deja de dolerse ni de expresar cariño frente a una circunstancia tan adversa, pero a la vez tiene clara y rigurosa idea de lo que se vive: este hecho ocurrido al interior de Jotabeche nos enseña, una vez más, que la disensión en tanto contrariedad de propósito, es mala para la comunidad, pero misteriosa y realmente es prueba de la fe en Jesucristo, que señala el juicio de un Dios que no puede ser burlado, que da a cada uno lo que merece (Gálatas 6:7,8). Sin lugar a dudas, cuando caen los que tienen que caer, no podemos hacer otra cosa que mirar, con mucho temor y temblor, la mano providente de Dios en la historia. 

Frente a esto, más allá que hoy el obispo Durán esté sentado en el tribunal del “juicio social” frente a una “tan grande nube de testigos” (Hebreos 12:1), se hace pertinente que ese no sea nuestro punto focal principal. Porque nada, o muy poco, se soluciona con la salida del pastor de marras, si no se realizan tareas que lleven a que la iglesia supere históricamente el desafío de reformarse sin dividirse. Aquí, con toda claridad, el problema es tanto Durán como el sistema eclesiástico hecho a su imagen y semejanza a manera de un ídolo con pies de barro. Y como dice un himno clásico de avivamiento entonado tantas veces en la liturgia pentecostal, debemos orar y estar expectantes en la tarea que hace el Espíritu Santo cuando “Destruye el egoísmo, sí, / y quema todo mal / Ven vivificanos aquí / con fuego celestial”. Y como ocurre a lo largo de la Escritura, la oración que mira al Dios soberano es la que diseña nuestra agenda de trabajo, por lo que, hay mucho que hacer. Y este difícil momento exige acciones concretas para convertir esta tragedia en oportunidad. Propongo los siguientes elementos a tener en cuenta:

a. El caso del obispo Durán es el primero en salir a la palestra pública.

Cuando apareció en la escena pública el caso Karadima, hubo un intento inútil por pensar que esto era una excepción a la regla, inclusive, cuando había muchos “susurros” del terror y el ejercicio abusivo del poder con implicancias que caminan de lo sicológico a lo sexual. ¿Alguien imaginaba, con la salvedad de las víctimas, que Cristián Precht, reconocido por su defensa de los derechos humanos al alero de la Vicaría de la Solidaridad, y Renato Poblete, el sacerdote que tomó la posta de Alberto Hurtado en el Hogar de Cristo, estarían involucrados en este tipo de prácticas abusivas? Pero los periodistas siguieron investigando, y los tribunales civiles y la justicia eclesial hicieron su trabajo, y lo siguen realizando (no entraré, por ahora, en juicios de valor frente a lo ejecutado en algunas de estas instancias).

Nada peor que creerse curado de espanto con las acciones dolosas del obispo Durán, porque el ojo periodístico y el de los organismos fiscalizadores y de justicia ya penden sobre nosotros. Y acá no sacamos nada con realizar el ejercicio pedagógico de decir, “no somos de los mismos”, si eso no va acompañado de una ética preocupada por el testimonio. No vivimos para satisfacer el que dirán, porque Cristo es nuestro juez, pero al amar la gloria de Jesucristo sigamos sus palabras cuando nos pide a todos los creyentes “que la luz de ustedes alumbre delante de todos, para que todos vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre, que está en los cielos” (Mateo 5:16). Si no nos hemos preocupado de salir de la oscuridad, procuremos arrepentirnos desde ya. Es lo primero que debemos hacer: acercarnos a Dios a sabiendas de nuestra vulnerabilidad y profunda necesidad de la gracia.

b. Se requiere una reforma en el entendimiento del liderazgo como en su ejercicio práctico. 

No deben existir más pastores que aparezcan diciendo al mundo y a viva voz “que quien me nombró acá como obispo a cargo de la congregación no fueron los hombres sino que fue Dios Todopoderoso”, cuando lo que merecen por sus acciones es la disciplina de la iglesia que confronta, sanciona y restaura. A su vez, cuando esos actos están reñidos con la legalidad, amerita que el organismo estatal competente aplique la sanción pertinente en justicia. Pero para que esas palabras vergonzosas y temerarias, porque culpan a Dios de algo que es propio de nuestros ejercicios responsables de la voluntad, no ocurran, debemos cambiar la percepción del liderazgo eclesiástico. 

Los ministros (¡palabra que significa SIERVOS!) del evangelio no son prohombres ni héroes ni “grandes hombres de Dios” ni menos parte de un clero (¡sacerdocio universal de los creyentes!), sino más bien miembros de la iglesia llamados a un oficio particular por Dios y su congregación, que son santos-pecadores que necesitan de la gracia de Dios y que su rol exige un alto compromiso y responsabilidad más que beneficios y suntuosidad. La congregación, por lo mismo, debe entender que los pastores no son “papitos” ni “generales de Dios” ni tampoco “modelos terminados” de los que se presupone su impecabilidad. Esa pastorlatría mata la iglesia y pervierte el pastorado y facilita prácticas autoritarias coercitivas o cooptativas, al modo del “palo y bizcocho” del sistema portaliano. Es esa pastorlatría junto con las heridas causadas a hermanos en la fe la que ha generado más migración de iglesias que la rebeldía a la autoridad, la lucha de poder, las convicciones teológicas o el ascenso del capital cultural de las bases de la pentecostalidad. 

Y en la práctica eso debe conllevar que los pastores deben ser entendidos como trabajadores de la iglesia, que deben desarrollar su labor de acompañamiento en visitas, conversaciones y consejerías; en la mentoría y capacitación de líderes y, por supuesto, en la elaboración de sermones, estudios bíblicos y materiales educativos para su comunidad, y que por ende debe rendir cuentas de dicho trabajo y ser evaluado por los mismos. Además, cuando sus actos ofenden y dañan al cuerpo de Cristo deben ser disciplinados según lo realizado: ¡no deben existir los intocables en la iglesia!

c. Se necesita entender que el problema no radica ni en el sistema de gobierno eclesial ni en los diezmos, sino en la manera en que se desarrolla la tarea financiera de la iglesia. 

Este problema no tiene que ver con el episcopalismo de la Primera Iglesia Metodista Pentecostal, puesto que cualquier sistema de gobierno eclesiástico puede ser conservado y ejercido en pureza espiritual, o corrompido y pervertido por nuestra pecaminosidad. Por tanto, urge que las iglesias cuenten con tesorerías descentralizadas (¡los diezmos de la iglesia no pueden ser manejados por una sola persona a su arbitrio, sea pastor o laico!), con regulación interna, información transparente, revisiones de cuenta y ejercicios de auditoría cuando surgen dudas respecto de su manejo. Todo esto requiere de la introducción de nuevos líderes y personas con habilidades y herramientas para una iglesia re-configurada. 

Sin negar la importancia del testimonio, y que cuando lo oculto sale a la luz produce reacciones de rechazo y enojo, debemos decir que la corrupción de ciertos líderes no debe obstaculizar nuestra lectura bíblica de los diezmos y/o de las ofrendas, porque los hechos no pueden confundirse con los principios. Por eso urge la transparencia y el ejercicio de la frugalidad en el liderazgo evangélico. 

Y como planteé en otro lugar, los papeles pueden decir mucho, pero acá el problema no sólo tiene que ver con la legalidad, cosa que a los creyentes nos debe importar, pero unido siempre a nociones éticas e inclusive estéticas: es ofensivo y grosero que en Chile un ministro del evangelio tenga ingresos millonarios, sobre todo cuando parte importante de su congregación trabaja esforzadamente para ganar poco más del mínimo y sostener durante un mes los avatares del presupuesto familiar. El pastor debe contar con un sueldo justo, que compense el trabajo y esfuerzo realizado, y que tenga nociones de generosidad y amor cristianos, ajustándose a la realidad socioeconómica de su iglesia, evitando así la ofensa a los pobres y que él mismo sea cooptado por líderes que cuenten con más recursos económicos.

d. Se requiere desarrollar un trabajo político consistente, es decir, no uno por la mera búsqueda de cuotas de poder. 

No es necesario aplicar una “hermenéutica de la sospecha” para pensar que mucho del interés concitado por Eduardo Durán responde a los incidentes ocurridos en el Servicio de Acción de Gracias del 2017 (conocido popularmente como “Te Deum Evangélico”), que si bien es cierto no rompió con la tradición original vivida desde 1975, aquella que convierte el púlpito en una plataforma de la política chica, de la panfletería, la lisonja, y en algunos casos, de la ordinariez, de una u otra manera generó un efecto performático mayor. Tanto el discurso de candidatura del hoy diputado Eduardo Durán Salinas, como la “oración” del pastor Lino Hormachea, que no estaban estipuladas en la planificación original, como las salidas de libreto del operador político Patricio Moya al dirigir la liturgia, fueron planificados por la red del obispo Durán para incomodar, lo que fue azuzado por parte de la congregación presente con los aplausos a los candidatos opositores a la expresidenta Bachelet, y los gritos de “¡asesina!” por la aprobación de la ley de aborto en tres causales. Nunca antes un alto dignatario de la república había salido arrancando del lugar. Y se puede argüir que lo que se estaba diciendo allí era la verdad, pero tanto el contenido como la forma estuvieron lejos de ser una protesta profética, que también podría producir rechazo o incomodidad, pero que nadie podría aducir como práctica alejada de la ética cristiana ante la disociación verdad/amor. 

El sentido común hace pensar a la prensa como “opinión pública”, cuando en realidad siempre es opinión privada con incidencia en el espacio público, y en ese sentido, su práctica investigativa nunca rehuye su subjetividad política ni la línea editorial de un grupo que sigue lógicas de red, y que alcanza a personas que ejercen poder en el país. Hubo un momento muy álgido de investigaciones periodísticas, acompañadas por acciones judiciales o de auditoría en organismos estatales, entre diciembre de 2018 y febrero de 2019 hacia las realizaciones de Durán que podrían haber tenido su germen en una suerte de “vendetta” por lo ocurrido en el Te Deum, como muchos evangélicos, inclusive lejanos a la figura del obispo metodista pentecostal, pensaron. El gran problema de ese análisis, es que parafraseando a la Escritura, los periodistas que buscaron, hallaron; y lo que encontraron fue un patrimonio excesivo para la figura de un pastor que daba cuenta de un usufructo económico feroz, junto con la relación extramarital con dos mujeres en distinta temporalidad. Es más, es sumamente decidor, que sea el mismo discurso pro-familia esbozado por Durán el que termina por llevarlo al juicio social que hoy vive: no fue la cantidad de dinero ni su consumo conspicuo el que llevó a la demanda de renuncia al obispado y a su rol de pastor por parte importante de la membresía de Jotabeche (cosa que nos debería preocupar), sino su moralidad. Y a diferencia de lo que algunos analistas fuera del mundo evangélico aducen, más que la pulsión por una moral evangélica respecto de la sexualidad humana, lo que aquí pesa más es la inconsistencia entre lo que se dice y lo que se hace. Piensen ustedes lo terrible que debe ser para alguien que escucha que la familia es la base de la sociedad (no Cristo, la roca inconmovible), que el emisor de dicho mensaje hable pésimo de su esposa en público y que desde la autojusticia y victimización presente la cantidad de tiempo en que ha adulterado la relación matrimonial que la Biblia enseña. 

La política, como muchas cosas en la vida es sin llorar. Y aquí algunas élites evangélicas han tenido, por medio de la configuración de algunas redes con actores de la clase política civil, la ilusión de que acceden al poder político, “conquistando espacios de influencia”, sin ser parte de aquello que el historiador liberal Alberto Edwards denominó “la fronda aristocrática”, lo que se releva en que sus hijos no estudian en los mismos colegios, no participan en los mismos clubes, no vacacionan en los mismos balnearios, no tienen la misma estabilidad laboral, no influyen ni en la política con mayúscula ni en la economía ni en la academia ni en la cultura. Todo eso es parte de un globo que debe ser pinchado: el de la fiestita politiquera de un cosmos que aparece inasible. 

Por ello, es que los pastores debieran dejar de aspirar a ser representantes de “la” iglesia evangélica, una entelequia que no sólo algunos periodistas precisan derruir, sino que algunos líderes anhelan para tener un boato que no les pertenece, y dedicarse al trabajo al que Dios les llamó (si es que eso en verdad ocurrió) y cumplir su rol de capacitar a la comunidad para su tarea misional en la iglesia y el mundo. Además, el amplio mundo evangélico requiere entender que su mirada no debe totalizar una parcela de la vida, sea esta la de la moral sexual o la de la justicia social, sino que debe trabajar para que, desde una teología bíblica, se aprehenda y solidifique la cosmovisión cristiana que permite entender y dar sentido a la vida desde una perspectiva que vive bajo la soberanía de Dios.

Ocupé en el título el concepto de tragedia consciente de su origen que alude a una obra dramática cuyo nudo argumental trama una lógica marcada por el sufrimiento, el dolor y la muerte. Cuando en la antigua Grecia se observaba una tragedia, se sabía que casi con toda seguridad el personaje principal de la obra iba a morir. Por ende, la motivación a ver un espectáculo de esa índole radicaba en conocer el comportamiento que dicho sujeto tendría (debo esta idea a Alfredo Jocelyn-Holt en su libro “El Chile perplejo: del avanzar sin transar al transar sin parar). Hoy estamos ante una tragedia frente a la cual, si sólo se toman acciones remediales superficiales, podría constituirse en la “crónica de una muerte anunciada” (no de la Iglesia, pero sí de algunas iglesias). Por eso, quienes amamos al pentecostalismo chileno anhelamos que la hermandad de las iglesias aludidas y por aludir se comporte a la altura de esta circunstancia. Oramos para ello. Pues hoy, como ayer, seremos conocidos por nuestros frutos. 

Luis Pino Moyano.

Mirando el pentecostalismo chileno a 500 años de la Reforma Protestante.

Fotografía: Estudio Bíblico de Pastores de la Iglesia Pentecostal Naciente, realizado en la comuna de San Miguel entre los días 12 y 15 de octubre, 1978.

Luis Pino Moyano[1].

Publicado en Pensamiento Pentecostal.

1517, 1909. Wittemberg, Valparaíso. Lutero, Hoover. Siglos y geografías diversas. Mucha historia corriendo con viveza en los actos de hermanos nuestros del ayer. Qué sentido tendría, entonces, escribir algo sobre el pentecostalismo chileno en el marco de la conmemoración que nos convoca este año, a saber los 500 años de la emergencia pública de las 95 tesis del teólogo Martín Lutero. Tiene sentido, y mucho. Jacques Le Goff, destacado medievalista francés señalaba que “los hechos son sólo la espuma de la historia”[2]. Esta metáfora es fascinante, pues puede extenderse con mucha facilidad: los hitos históricos son sólo la espuma de la ola, no la ola ni, mucho menos, el mar. La protesta de Lutero es la espuma de la ola, la Reforma del siglo XVI podría ser la ola (o un conjunto de varias de ellas), mientras que el cristianismo, en la larga duración, viene a ser el mar. El pentecostalismo chileno es otra espuma de la ola, que no puede entenderse fuera del mar.

Debo señalar de inmediato la dificultad de hablar de “pentecostalismo chileno”, en singular, puesto que no damos cuenta de una corriente teológica ni de una denominación eclesial, sino de un movimiento caracterizado por la heterogeneidad y la polifonía de voces, donde cada iglesia y cada pastor construyen un microespacio singular. Sin embargo, hay elementos transversales, o a lo menos similares, que nos permiten presentar un análisis del pentecostalismo chileno, en singular, y siempre desde su movimientalidad. Hablamos de pentecostalismo chileno para relevar su diferencia, en relación al pentecostalismo clásico[3] (proveniente de los Estados Unidos, particularmente, de la mano de las Asambleas de Dios) y del neopentecostalismo como fenómeno de más reciente data. De hecho, es precisamente ese marco de exoticidad que porta el pentecostalismo chileno el que ha generado una amplia preocupación por el análisis de este hecho religioso[4].

¿Cómo generar una ligazón analítica entre la Reforma Protestante y el pentecostalismo chileno? La idea es que lo hagamos desde la utilización de dos conceptos caros para la disciplina historiográfica: continuidad y cambio. Veremos, cuáles elementos de continuidad con la Reforma prevalecieron y/o se mantienen en el pentecostalismo chileno, y cuáles son más bien una ruptura con él, concluyendo con una reflexión final a modo de balance y perspectivas.

  1. Elementos de continuidad con la Reforma Protestante.

 a. La relación con la Biblia.

En los pentecostales chilenos, más allá de los prejuicios que se tienen acerca de él, que llevan a la imposición del mote peyorativo de “ignorantes” (construcción mítica de la que quiero referirme con profusión en un próximo artículo), existe un marcado aprecio por la Biblia, la que se lee desde una consideración literal y devocional, que se memoriza (en porciones a veces extensas) y se aterriza con rapidez a la vida. La lectura bíblica, con regularidad, responde al contexto vital de quien realiza el ejercicio lector. “-¿Qué me dice el texto a mi?”, pasa a ser la pregunta hermenéutica preponderante. La Biblia es la espada, que acompaña siempre, siguiendo la metáfora, al soldado del evangelio.

Existe una fuerte motivación a la proclamación y divulgación de la fe, haciendo uso de la palabra en espacios públicos mediante los “puntos de predicación”, que ya se daban en otras denominaciones protestantes en el Chile decimonónico, pero que los pentecostales radicalizaron producto del avivamiento y de la experiencia vivaz a la que se apela. También se realiza esta divulgación de la enseñanza bíblica por medio de la publicación de revistas y tratados, siendo “Chile Pentecostal” y “Fuego de Pentecostés” ejemplos paradigmáticos.

No es menor decir, que en gran parte del proceso migratorio reciente a iglesias históricas, sobre todo aquellas de cuño reformado, por parte de jóvenes pentecostales, dicho fenómeno emerja de la lectura bíblica y de producción teológica, o por la escucha de predicaciones. Existe una avidez por conocer, lo que puede constatarse en el gusto por aquella predicación que presenta con claridad y fervor lo que la Biblia dice.

b. La relación positiva con la teología protestante.

Existe un fuerte apego a la doctrina trinitaria (salvo el grupo que derivó en unitarismo), la que se expresa en el culto en himnos y cantos, lo que reporta una ortodoxia muy ligada al cristianismo histórico, aunque con énfasis fundamentalista.

Respecto del bautismo, muy interesantemente, y por herencia wesleyano-metodista (que algo recoge de la teología del pacto), los pentecostales chilenos, específicamente la Iglesia Metodista Pentecostal y la Iglesia Evangélica Pentecostal, junto con las iglesias que surgieron de divisiones de ellas, bautizan por mucho tiempo a niños, haciéndolo por aspersión y bajo fórmula trinitaria. Tensiones contemporáneas en el seno de las mismas, responde a la lectura de fuentes anabaptistas, asumiéndolas como propias, haciendo caso omiso de la cuestión del origen: el que las Asambleas de Dios[5] tuviese su origen en iglesias bautistas.

Probablemente, el aspecto de mayor cercanía con los frutos de la Reforma Protestante en el pentecostalismo, tenga que ver con el bagaje doctrinal que lo sustenta. El pentecostalismo chileno no generó una ruptura con la matriz teológica metodista, lo que se ve expresado en los 25 Artículos de Fe, uno añadido a los 24 de Wesley (sobre los gobernantes), que a su vez fueron tomados y resemantizados de los 39 artículos de la Iglesia Anglicana, documento base, por ejemplo, para la Confesión de Fe de Westminster. De allí perviven muchos aspectos relacionados con el cristianismo histórico y el protestantismo. Muy interesantemente, uno de los artículos señala “Ofrecer oración pública en la Iglesia o administrar los sacramentos en una lengua que el pueblo no entiende, es cosa evidentemente repugnante tanto a la Palabra de Dios como al uso de la Iglesia primitiva”[6]. Sin ánimo de polemizar, sino de constatar la realidad polifónica y movimiental del pentecostalismo chileno, este artículo pone en una posición compleja a quienes experimentando una manifestación espiritual hablan en otras lenguas. No puedo cerrar este punto, sin señalar que ha sido la Iglesia Evangélica Pentecostal la más fiel en resguardar la tradición doctrinal metodista, aunque en varios microespacios de la misma, estos no se divulgan (salvo su publicación en el himnario) ni mucho menos son base para un proceso de catecumenado.

c. La concepción de la iglesia.

A nivel eclesiológico es muy interesante relevar el hecho que las iglesias pentecostales fundaron iglesias nacionales (en el sentido de una división legítima por separaciones geográficas e idiosincrásicas, sin el prurito nacionalista), con gobierno propio e independencia en la administración de los recursos económicos.

Otro elemento a relevar acá es la realización de un culto que posee canto, oración y predicación en lenguaje vernáculo, contextualizado en la realidad que les toca por la providencia. Esto es muy importante de destacar, pues el pentecostalismo no sólo fue un espacio de comunicación del evangelio, sino de promoción de la educación, muy similar al perfil redentorista frente a la “cuestión social” del Chile de fines del siglo XIX y principios del XX. Muchos aprendieron a leer con Biblias e Himnarios y enriquecieron su lenguaje con el uso de la Reina Valera (en sus revisiones de 1909 primero, y 1960 después). Me permito un ejemplo de esto: hace unos años yo participaba del ministerio carcelario en el CDP de Puente Alto. Allí uno de los líderes de nuestros hermanos internos me contó que un periodista había ido a realizar un reportaje sobre los evangélicos en la cárcel. Él fue entrevistado. En un momento el periodista detuvo sus preguntas y le pidió hablar en coa, es decir, con códigos carcelarios. Este hermano le respondió: “-Cuando Cristo me redimió, redimió también mi lenguaje”.

  1. Elementos de cambio del pentecostalismo.

 a. La experiencia pentecostal.

Un primer elemento que necesita ser tenido en cuenta es el que constituye lo pentecostal, a saber, la experiencia del bautismo del Espíritu Santo y luego, el ejercicio de los carismas, poniendo mucho énfasis en los dones manifestacionales o extraordinarios. Allí hay debate dentro de los distintos tipos de pentecostalismo, respecto a sí “la experiencia pentecostal” es una segunda o tercera obra de la gracia (conversión-bautismo / conversión-santificación-bautismo). El pentecostalismo chileno tendió a la primera opción, junto con la consideración sobre la evidencia inicial definida como toda manifestación del Espíritu y de poder, poniendo en muchos microespacios especial énfasis a las “danzas”. El planteamiento de la única evidencia del bautismo del Espíritu en el hablar otras lenguas, no es propio del pentecostalismo chileno, teniendo su origen en el pentecostalismo clásico[7].

En mi lectura, debo señalar que el elemento doctrinal distintivo del pentecostalismo se encuentra en esta experiencia, que genera una lectura continuista de los dones de lenguas, profecías y milagros, por lo que ante una ausencia de confesionalidad o de promoción de ella, el cariz polifónico de un movimiento puede preservarse sin generar incoherencias a la hora de la práctica. Es decir, y a modo de ejemplo, un pentecostal puede asumir las llamadas “doctrinas de la gracia” desde el perfil calvinista, sin renunciar ni a la pentecostalidad ni a la membresía de su iglesia, toda vez que eso no pone en cuestión el elemento preponderante. Lo central en lo pentecostal no es el arminianismo mediado por Wesley, sino la experiencia de poder del Espíritu.

b. Lecturas teológicas divergentes de la Reforma.

En su cristología, el énfasis del pentecostalismo chileno es de continuidad con los movimientos de santidad, en la idea de sostener que Cristo es salvador, bautizador en el Espíritu, sanador o santificador, y rey venidero, generando un punto focal distintivo y diferenciador del protestantismo clásico.

Siguiendo al teólogo Juan Sepúlveda los ejes de la teología del pentecostalismo chileno en su etapa inicial (1910-1960), están caracterizados por una visión maniquea del mundo, que tiende a separar radicalmente lo sagrado de lo profano; por el determinismo y pesimismo antropológico; por el reconocimiento de múltiples manifestaciones espirituales y de la realidad de una relación cercana con el Espíritu; por la ausencia de mediación de los profesionales religiosos en la lectura bíblica de los creyentes laicos; y por la configuración de una iglesia militante, a la que se ingresa por conversión y en la que se vive un compromiso total[8].

No puede dejar de decirse algo sobre el premilenarismo dispensacional dentro del elemento diferenciador, porque su adopción por el pentecostalismo chileno, si bien es cierto, tiene que ver principalmente con la lectura escatológica (sobre todo la de corte más popular), genera complicaciones mayores en otros ámbitos. Porque el dispensacionalismo es un método interpretativo de la Escritura en su totalidad y no sólo respecto de los acontecimientos del fin. Mi punto acá no tiene que ver en si hay un rapto secreto o no, o si la iglesia pasa o no pasa por la gran tribulación, sino en que éste sistema atenta contra el pentecostalismo en su base doctrinal y práctica más fundamental, a saber, en la continuidad de las experiencias carismáticas. El dispensacionalismo por definición teológica es cesacionista respecto de los dones espirituales[9]. Cuando se logra reconocer esto, puede entenderse con mayor facilidad la razón de ser de la constante discusión de los pentecostales con “la teología” (a secas), porque ésta mataría la espiritualidad, secando corazones y cerrando mentes a los dones de Dios.

La heterogeneidad teológica de un sector del protestantismo que tiene definiciones fundamentalistas, que es paidobautista, que porta elementos de continuidad del metodismo y de los movimientos de santidad, aquí adquiere una radicalidad polifónica que tensiona el discurso por la práctica.

c. La misiología pentecostal.

El dispensacionalismo, del que nos referimos en el punto anterior, generó en el pentecostalismo chileno una urgencia misional, pues la evangelización se potencia por la noción del “rescate de los perdidos”. Y si bien es cierto, los esfuerzos misionales del pentecostalismo no son mayores que el de otros movimientos y denominaciones en la historia cristiana, sí generó un crecimiento explosivo, que ha llamado la atención de quienes estudian la historia del protestantismo y las misiones en América Latina[10].

La misión, particularmente desarrollada en un arduo proceso de “plantación de iglesias”, estuvo caracterizada por un profundo asentamiento en los sectores populares, por ser un fenómeno eminentemente urbano, por su relevancia contextual (por lo menos, en su primera y segunda generación), junto con un perfil autoeducador y redentorista, por la fundación de iglesias nacionales con fomento de liderazgo autóctono, y por su alto sentido del deber en la misión[11].

d. El poder eclesiástico.

El pentecostalismo chileno, a pesar del papel protagónico dado a los laicos, a lo largo de su historia manifestó particulares problemas con el ejercicio del poder de sus líderes, tendiendo a la construcción de un autoritarismo cooptador y paternalista, llegando en algunos casos, a dirigir muchos aspectos de la vida de los fieles: negocios, matrimonios y hasta las vacaciones. Esto derivó en “pastorlatría”, nepotismo, y muchos procesos divisivos. A muchos líderes eclesiásticos “se les llegó a obedecer a Biblia cerrada y mirándolo[s] hacia arriba”[12].

Lo más lamentable del proceso de migración a otras iglesias, ha tenido que ver con experiencias de abuso espiritual no corregido por adecuados procesos disciplinarios sustentados en el principio protestante del “sacerdocio universal de los creyentes”. Desde el aprecio que tengo del mundo pentecostal, debo decirles que a la migración eclesiástica no sólo se le pone coto con una afirmación doctrinal, sino eminentemente desde la práctica de cuidado de las personas con fuerte sentido pastoral. El abuso espiritual y eclesial debe dejarse de lado por el bien de sus propias iglesias y por el buen testimonio evangélico que debemos dar.

Reflexión final.

 Es indudable que el pentecostalismo chileno ha proporcionado un tremendo aporte a este país, llenando cada ciudad con iglesias construidas con mucho esfuerzo, con sus cánticos alegres sean con instrumentos o a viva voz, con su proclamación del evangelio y por supuesto, con vidas redimidas integralmente. Por otro lado, más allá de las rupturas y elementos de cambio, se han preservado elementos de continuidad con el protestantismo y con el cristianismo histórico. Y es respecto de esto que me quiero permitir una reflexión final.

La gran dificultad del pentecostalismo en el presente se ha vivido porque ha institucionalizado lo que en la primera y segunda generación de pentecostales fue su lógica de movimiento vivaz, convirtiéndolo en pesada tradición. El pentecostalismo fue explosivo no por su novedad, sino por su relevancia, porque tuvo algo que decir al hombre y mujer del siglo XX. El pesado tradicionalismo ha anquilosado al pentecostalismo en formas pasadas, dando poca importancia al diálogo con el presente. Súmese a esto, la ausencia de una confesionalidad propia, que reporte una lectura de la fe desde el pentecostalismo chileno y que no genere incoherencias doctrinales, como la señalada respecto del dispensacionalismo. Esto no puede ni debiese llevar a una ruptura con la producción teológica que otros cristianos hicieron en el pasado.

Lamentablemente, la lectura de la historia acá nos puede jugar una mala pasada. El perfil restauracionista que se le da la Reforma Protestante, como si ésta rompiera con el oscuro pasado medieval, es muy similar al dado al pentecostalismo y el hito fundacional de 1909, como si el cristianismo primigenio, después de un largo intervalo -a lo menos desde el s. III d. C.- hubiese vuelto a existir por la restauración de su pentecostalidad. Ni el protestantismo es una secta de 500 años[13] ni el pentecostalismo chileno es una secta de 108 años. Somos parte de la larga historia de la iglesia de Jesucristo, plural y diversa en tiempos y espacios, pero marcada por la redención conquistada en la cruz.


 

[1] Licenciado en Historia con mención en Estudios Culturales de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Plantador de la Iglesia Refugio de Gracia, Avanzada de la 5ª Iglesia Presbiteriana de Santiago en Maipú. Este artículo fue publicado originalmente en: Daniel Contreras (editor). El libro de los 500 años. Santiago, Sociedad Bíblica Chilena, 2017, pp. 80-86. Para esta edición en Pensamiento Pentecostal, el artículo se ha editado reconfigurando su orden y ampliando algunos de sus análisis, sin perder el carácter de texto de difusión.

[2] “‘Seguimos viviendo en la Edad Media’, dice Jacques Le Goff”. En La Nación, miércoles 12 de octubre de 2005. http://www.lanacion.com.ar/746748-seguimos-viviendo-en-la-edad-media-dice-jacques-le-goff (revisado en julio de 2017).

[3] Véase sobre este asunto: véase: Frederick Dale Bruner. Teología do Espírito Santo. A esperiência pentecostal e o testemunho do Novo Testamento. São Paulo, Editora Cultura Cristã, 2012; y Kittim Silva. La experiencia pentecostal. El despertar que sacudió a la iglesia. Miami, Editorial Carisma, 1996.

[4] Existe literatura clásica al respecto: Christian Lalive d’Epinay. El refugio de las masas. Estudio sociológico del protestantismo en Chile. Santiago, Centro Evangélico de Estudios Pentecostales e Instituto de Estudios Avanzados, 2009; e Ignacio Vergara. El protestantismo en Chile. Santiago, Editorial del Pacífico, 1965. Capítulo tercero “La tercera Reforma”, pp. 109-128. De producción más reciente: Miguel A. Mansilla. La cruz y la esperanza. La cultura del pentecostalismo chileno en la primera mitad del siglo XX. Santiago, Editorial de la Universidad Bolivariana, 2009; José Míguez Bonino. Rostros del protestantismo latinoamericano. Buenos Aires, Nueva Creación, 1995, pp. 57-79. Luis Orellana. El fuego y la nieve. Historia del Movimiento Pentecostal en Chile, 1909-1932. Tomo 1. Concepción. Centro Evangélico de Estudios Pentecostales, 2006. No puede dejar de señalarse acá el relato testimonial de Willis Hoover. Historia del avivamiento pentecostal en Chile. Concepción, Centro Evangélico de Estudios Pentecostales, 2008.

[5] Refiero a esta denominación no sólo por el hecho de ser el correlato con el pentecostalismo clásico, sino por la influencia doctrinal en el mundo pentecostal, particularmente, en los cuadros pastorales y laicos formados luego de la fundación del Instituto Bíblico Pentecostal por el misionero de dicha denominación, el Rev. Pablo Hoff. Véase una de las principales lecturas en el área de Teología Sistemática propiciadas por dicha institución: Myer Pearlman. Teología Bíblica y Sistemática. Miami, Editorial Vida, 1992, pp. 258-261.

[6] Artículos de Fe de la Iglesia Evangélica Pentecostal. Artículo XV. En: http://www.geocities.ws/cuerpojovenes/articulos.pdf (revisada en julio de 2017).

[7] Véase Pearlman, Op. Cit., pp. 203-250. Corresponde al capítulo 10, sobre el Espíritu Santo.

[8] Citado por Míguez, Op. Cit., pp. 66, 67.

[9] Véase respecto de esto: John MacArthur. Fuego extraño: El peligro de ofender al Espíritu Santo con adoración falsa. Nashville, Grupo Nelson, 2014. Desde una perspectiva continuista el análisis de esta lectura por un exprofesor del Seminario Teológico de Dallas, bastión del dispensacionalismo: Jack Deere. Sorprendido por el poder del Espíritu Santo. Miami, Editorial Unilit, 1999.

[10] Véase: Rodolfo Blank. Teología y misión en América Latina. St. Louis, Concordia Publishing House, 1996, pp.200-223; H. Fernando Bullón. Historia de la iglesia y responsabilidad social. Buenos Aires, Ediciones Kairós, 2008, pp. 194-203; Pablo Deiros. Historia del cristianismo en América Latina. Buenos Aires, Fraternidad Teológica Latinoamericana, 1992, pp. 751-755, 795-800; Samuel Escobar. Cómo comprender la misión. Buenos Aires, Certeza Unida, 2007. Capítulo 7: “El Espíritu Santo y la misión cristiana”, pp. 147-166; Ondina González y Justo González. Historia del Cristianismo en América Latina. Buenos Aires, Ediciones Kairós, 2012, pp. 373-386; y Ruth Tucker, Ruth. Hasta lo último de la tierra. Historia biográfica de la obra misionera. Miami, Editorial Vida, 1994. Capítulo 12, “El surgimiento del pentecostalismo: ‘Una expansión espectacular’”, pp. 369-372, 379-383.

[11] Esto ha sido trabajado con mayor profusión en: Luis Pino. “Pentecostalismo chileno y plantación de iglesias. Notas reflexivas”. En: Estudios evangélicos. http://estudiosevangelicos.org/pentecostalismo-chileno-y-plantacion-de-iglesias-notas-reflexivas/ (revisado en julio de 2017).

[12] Oscar Pereira. Presencia y arraigo. Protestantismo evangélico en Chile 1845-1925. Santiago, Ediciones Sociedad Bíblica Chilena, 2016, p. 233. Véase, también, respecto de este asunto: Pablo Deiros. Protestantismo en América Latina. Nashville, Editorial Caribe, 1997, p. 61; Pablo Deiros. Historia del cristianismo en América Latina. Buenos Aires, Facultad Teológica Latinoamericana, 1992, p. 754; Kittim Silva. La experiencia pentecostal. El despertar que sacudió a la Iglesia. Miami, Editorial Carisma, 1996, p. 76.

[13] Debo esta idea a mi amigo el Pbro. Carlos Parada.

Pentecostalismo chileno y plantación de iglesias. Notas reflexivas.

Luis Pino Moyano

Artículo publicado en Estudios Evangélicos.

Sin lugar a dudas, uno de los temas que reclama atención en el protestantismo latinoamericano es la plantación de iglesias, como modelo misional. Gran parte de lo que se está leyendo sobre el tema proviene de otros países, fundamentalmente de Estados Unidos, lo que no es por definición negativo, pero cuando esto busca instalarse como “calco y copia” mediante un fórceps en nuestras iglesias, es como si aceptáramos el falaz presupuesto de que “si la teoría no se condice con la realidad, es la realidad la que está equivocada”. Hemos caminado mucho tiempo con esa lógica sin mirar el enorme potencial que tenemos en nuestra región, y particularmente desde Chile, país desde donde hablo, si tomáramos en cuenta la experiencia del pentecostalismo chileno. Y sí, no podemos abstraernos de la necesidad hablar del pentecostalismo chileno como un fenómeno particular, que si bien es cierto surge contemporáneamente con la oleada pentecostal de inicios del siglo XX, junto a Estados Unidos, India, Venezuela y Noruega, el que emergiera del metodismo de perfil misiológico combativo-proselitista, sumado a su amplia base popular y a las condiciones históricas propias del país, constituyeron un modelo propio, divergente del “pentecostalismo clásico”[1]. Es decir, partir de los hechos conocidos como “Avivamiento Pentecostal”, desde 1909, se articula una nueva experiencia de fe.

 No es la finalidad de esta breve comunicación sentar una mirada histórica al pentecostalismo chileno, habiendo a estas alturas importante (no suficiente) producción sobre él[2], sino más bien generar unas notas reflexivas, que no temen al uso extemporáneo del concepto “plantación de iglesias”. Esto, porque aunque acudo a herramientas historiográficas para el análisis, estoy haciendo una lectura desde el presente y sobre todo desde la misión, con la finalidad de reconocer elementos basales de las tareas eclesiales del pentecostalismo chileno que nos permitan mirar dicha experiencia, con ojo crítico, pero también con la finalidad de aprender. Sí, lo digo con todas sus letras: de aprender. No por nada, el pentecostalismo chileno protagonizó una fuerte extensión del mensaje evangélico, impactando con él a un sector importante de la población, sobre todo en relación a las otras expresiones denominacionales del protestantismo, lo que ha llamado la atención a quienes estudian globalmente la historia del cristianismo en América Latina, como también los fenómenos misioneros[3]. A la luz de las lecturas de los trabajos realizados desde las ciencias sociales, como de algunas de sus publicaciones propias (los órganos oficiales denominacionales), la escucha por años de testimonios de hermanos y hermanas pentecostales, como mi propia vivencia de veinte años en iglesias pentecostales[4], considero que los siguientes elementos son claves en la conformación de una identidad y praxis misiológica en el pentecostalismo chileno:

  1. El profundo asentamiento del pentecostalismo chileno en el mundo popular.

 Uno de los elementos importantes dentro del mundo pentecostal en Chile, fue su desarrollo y crecimiento en los sectores populares de la población. Y, de hecho, el pregón pentecostal, basado en las ideas perfeccionistas del metodismo y del movimiento de santidad, tiene un interesante paralelo contemporáneo, en los inicios de este movimiento, con los discursos respecto a la llamada Cuestión Social, que daban cuenta de las condiciones paupérrimas de dicho sector social en las postrimerías del siglo XIX y principios del siglo XX. Los conventillos y la vida hacinada (pequeñas casas-dormitorio, pareadas, con un patio central donde se llevaba a cabo la vida social y sin alcantarillado), las amplias horas laborales sin descanso dominical, las altas tasas de desocupación, la escasa higiene y el problema del alcoholismo, eran atacados con un discurso que buscaba propiciar la redención o regeneración del pueblo y la construcción de una moral ad hoc para el sujeto renovado. Si uno lee los discursos de Recabarren, fundador del Partido Obrero Socialista y los compara con la predicación de los primeros pentecostales, en lo relacionado a la ética y a la lucha contra la intemperancia, se encontrará con amplias similitudes[5]. Lo que hacía diferente al pentecostalismo, y por ello, una alternativa para el mundo popular, es que se trataba de una “regeneración hacia adentro”, que propiciaba una separación del mundo, constituyendo a la iglesia y la casa en un microespacio de fe y novedad de vida.

 El sujeto pentecostal configuró una nueva y férrea ética del trabajo, siendo sumamente responsables. Es el que paga las deudas y que no genera desórdenes, no roba, no bebe ni fuma, sumándose a ello una estética que les caracteriza: la corbata en los hombres y el pelo largo en las mujeres, sumado a una vestimenta formal (era lo propio en la época para las ocasiones importantes, particularmente aquello que era expresión de fe, usándose la expresión “andar vestido de domingo”). En otras palabras, el pentecostal era un sujeto que se notaba. Era el vecino en que se podía confiar y, sobre todo, el que “ungía”[6] a los hijos cuando estos enfermaban, especialmente, cuando no había solución médica. La predicación con palabra y testimonio hizo que muchas personas accedieran a la fe evangélica.

 Parker y Orellana señalan a este respecto: “La grandeza del pentecostalismo es que fue un fenómeno religioso que no tuvo mentores e iniciadores como Calvino, Lutero o Wesley para que recibieran sus nombres; no nació en seminarios, aulas magnas o escritorios; nació en la calle. El pentecostalismo ha significado la ‘latinoamericanización’, ‘indigenización’, ‘tercermundización’ y/o ‘sureñización’ del protestantismo”[7]. La fe evangélica se encarnó, con el pentecostalismo en el mundo popular. Esto es sumamente importante, porque lo que debiésemos aprender del pentecostalismo no es sólo el alcance que tuvo del mundo popular, sino su ejercicio de contextualización encarnacional.

 Y si bien es cierto, el pentecostalismo pone su mirada en la venida del Señor y está marcado por un dualismo fe/mundo, éste sí respondió a las necesidades del aquí y el ahora. Con todo el respeto que merece una obra precursora como la de Lalive d’Epinay (publicada en 1968), las iglesias pentecostales fueron mucho más que “el refugio de las masas”, caracterizada por la apoliticidad y la escasa participación social. Respeto crítico que vislumbra el “lugar de producción” del autor, donde el concepto “masa” es clave de lectura, pues sobre todo para la generación sesentista la acción política estaba ligada de manera intrínseca a la militancia partidaria. El partido, como eje de la acción colectiva, era entendido como la vanguardia del quehacer político en la sociedad, y quienes siguen pasivamente a candidatos y programas, son masa, que como tal son volubles a los dictámenes de otros. A partir de eso, claramente los pentecostales son masa. ¿Pero qué ocurre si leemos a los pentecostales, convertidos a la fe de Jesús, que sin salir de sus lugares de habitación ni cambiando su condición de clase, como parte del mundo popular, pujaron por predicar el evangelio, llenar Chile con sus iglesias construidas a veces con materiales precarios, ayudaron a tantos otros a salir de la delincuencia, el alcoholismo y, más recientemente, de la drogadicción sin recibir un solo peso del Estado para ello. ¿Puede llamarse a eso “huelga social”? ¿Puede ser esa acción autónoma, responsable y proyectiva, la acción de una “masa”? Alberto Hurtado, en su libro ¿Es Chile un país católico?, problematiza la acción evangelizadora del romanismo chileno comparándolo con los esfuerzos misionales del protestantismo, relevando en numerosos momentos a los pentecostales a quienes trata, por decir lo menos, con distancia como “fervientes”. El sacerdote jesuita dijo: “Una de las causas del éxito de esta campaña en Chile es la falta de cultivo religioso de nuestra masa popular. Son ovejas sin pastor, pero con un fondo profundamente cristiano. Y esos hombres que poco a poco han ido alejándose de la Iglesia, al ver que los protestantes vienen a ellos con el Evangelio en la mano, hablándoles de Cristo, con desinterés, con insistencia, buscándolos en sus hogares, faltos de cultura para ver la diferencia profunda que separa esta predicación de la católica, abrazan muchos el protestantismo, no por alejarse de la Iglesia, sino porque creen acercarse a Cristo”[8]. Y desde este lado de la vereda, puedo decir firmemente, no sólo creyeron acercarse… sino que Cristo se acercó. Además, la hipótesis de que estos grupos “fervientes” desaparecerían, todavía no tiene correlato empírico con la realidad.

  1. El pentecostalismo chileno como fenómeno urbano.

Si bien es cierto, en un recorrido por Chile, probablemente encontremos iglesias pentecostales hasta en los lugares más alejados de la urbe, el pentecostalismo chileno creció al ritmo que las ciudades crecían. Los procesos migratorios campo-ciudad que marcaron la primera mitad del siglo XX, no fueron ajenos de la misión pentecostal. Influidos por la lógica metodista, las iglesias pentecostales crecieron mediante el establecimiento de iglesias centrales, algunas de ellas en los centros urbanos, o muy próximas a él, y el esparcimiento de locales de avanzada en la mayor cantidad de poblaciones y villas. El pastor Hoover, en su relato memorial “Historia del Avivamiento Pentecostal en Chile” publicada entre 1926-1930, en secciones de las Revistas Chile Pentecostal y Fuego de Pentecostés, señala, a 20 años del inicio de la obra pentecostal que “Las tres congregaciones en que comenzó su existencia se han multiplicado hasta que en la actualidad son más de ciento veinte, bajo el cuidado de veinte pastores ordenados y diez sin ordenación, con otros obreros laicos”. Las iglesias centrales eran dirigidas por pastores (presbíteros, diáconos y probando) y los locales de avanzada, o clases, eran presididas por un guía, que era un hermano laico, recurrentemente quien también era (o llegaba a serlo) oficial de una iglesia local. Estos locales de avanzada estaban conformados por miembros de una iglesia central que vivían en la población o villa en la que se levantaba dicho espacio. Era un lugar de encuentro y fortalecimiento de la vida espiritual, donde el protagonismo lo tenían los laicos. Probablemente, uno de los factores que más incidiera en el crecimiento de estos locales fuese que no eran una “invasión foránea”, sino un esfuerzo misionero de gente que vivía en el lugar, experimentando las mismas realidades, lo que incluye no sólo alegrías, sino también sufrimientos. Era una misión que no necesitaba empatizar, pues simplemente vivía codo a codo circunstancias similares. El crecimiento era tal, que de manera paralela al establecimiento de “poblaciones callampa”[9], crecían las “iglesias callampa”, que de la noche a la mañana se levantaban y llenaban el espacio urbano. Un fenómeno similar ocurrió, desde la década de los sesenta en las “tomas de terreno”, ocupaciones ilegales que en algunos casos, de manera posterior, eran formalizadas por el Estado en su lógica benefactora y solidaria[10]. Lo mismo ocurría con las poblaciones levantadas por los esfuerzos gubernamentales con viviendas sociales. No es exagerado decir que, en tanto la ciudad crece, las iglesias pentecostales crecían con ella.

Aquí los pentecostales lograron leer, a mi juicio, muy acertadamente la idiosincrasia chilena. Pues, si bien es cierto, muchas iglesias y locales de avanzada comenzaron a funcionar dentro de casas, muy rápidamente eso derivaba en la construcción de templos, algunos dentro de dichas casas[11] o en lugares comprados, literalmente, “con el sudor de la frente” de hermanos y hermanas, quienes con diezmos, ofrendas y una serie de actividades de financiamiento, y más adelante, mediante créditos hipotecarios, adquirían propiedades y trabajaban en la construcción de templos[12]. Pongo acento en esto, pues la sociedad chilena, en términos muy globales, tiene una pulsión por el orden, por lo estructurado. María Rosaria Stabili habla del “‘pequeño Portales’ que vive dentro de cada chileno”[13]. Los pentecostales entendían que para dar seriedad a la obra y con ello alcanzar al chileno, había que quitar toda huella de improvisación. Para ellos, reunirse en un templo, no sólo facilitaba las actividades cúlticas, sino daba muestras elocuentes de que lo que se estaba haciendo no era sólo obra del fervor, sino que resultado de una racionalidad organizativa. Ahora bien, importaba poco la pequeñez del recinto, o si los materiales de construcción eran ligeros, lo importante era levantar una “casa de oración y una puerta del cielo”. Estos recintos de reunión eran en su mayoría construidos mediante trabajo voluntario, por hermanos de la comunidad, lo que, en algunos casos, implicaba hacer trabajos nocturnos, de manera posterior a la jornada laboral formal. Muchos de esos templos, con el espacio del tiempo debían ser ampliados, o derechamente reedificados para recibir a mayor cantidad de personas.

  1. El pentecostalismo chileno, la relevancia y la educación.

 No se podría entender el éxito del pentecostalismo chileno sin entender que fue relevante por varios años. De hecho, su crisis de hoy dice relación con que, a diferencia de antaño, no está sabiendo leer los signos de los tiempos. Es decir, el traspaso de pentecostales de tercera y demás generaciones a otras denominaciones, entre ellas, de las llamadas “iglesias históricas”, no sólo dice relación con el crecimiento de capital cultural de sus fieles ni sólo con la ausencia de confesionalidad, sino en la carencia de una lectura clara y pertinente del momento actual. Lo que hoy día es tradición inamovible, ayer era una “puesta al día”, el llamado a una sociedad que podía identificarse con la experiencia pentecostal.

El pentecostalismo chileno, a pesar de la escasa formación teológica de sus cuadros pastorales, fomentaba la lectura bíblica. Dentro de la estética pentecostal no hay miembro de iglesia sin su Biblia a mano. Recuerdo con claridad al hermano Marco Dinamarca, ayudante de guía del local de avanzada de la Iglesia Evangélica Pentecostal en la Población Angelmó de San Bernardo, que me envió de vuelta a mi casa “del punto de predicación”, a mis ocho años de edad, porque debía ir a buscar mi Biblia, puesto que “un soldado nunca anda sin su espada”. Incluso, aquél hermano que es analfabeto la porta en su mano, lo que es también una señal al mundo en derredor del cambio de vida. ¡Cuántos de nuestros hermanos aprendieron a leer, inclusive, milagrosamente sólo con la Biblia como libro de texto! La predicación bíblica era sencilla de entender, sin grandes aspavientos. No sólo era vernácula porque hablaba en el idioma del país, sino porque era clara y entendible. Y eso de que fuera hablada en el idioma español era clave, ante la Iglesia Católica que a la sazón hacía sus misas en latín. Hasta el día de hoy puede oírse a los viejos pentecostales, y a otros por imitación de ellos, decir en sus predicaciones al aire libre, cuando se invita a la iglesia decir que “estos medios de gracia son en castellano y al alcance de todo entendimiento”. La versión de la Biblia leída era la Reina Valera 1909 y posteriormente la de 1960, que con toda la crítica que puede recibir de un sector de eruditos, en cuanto a traducción, sólo desde el perfil de “artefacto literario”, es una joya de la literatura española. Su uso y la memorización, fomentada desde la temprana infancia, sin duda enriquecía el vocabulario de los hermanos pentecostales. Ahí, la clase de la Escuela Dominical, con el texto (versículo) que había que memorizar, cumplía, y cumple, un rol fundamental. En una ocasión, un hermano interno en el Centro de Detención Preventiva de Puente Alto, me comentaba que unos periodistas los habían ido a entrevistar, y luego de hablar con ellos, les pedían hablar en jerga carcelaria, en coa, a lo que él respondió, “-cuando Cristo me redimió, también redimió mi lenguaje”.

Un papel similar cumplen los himnos y coritos pentecostales, los que se cantan una y otra vez, que no sólo terminan siendo vehículo de expresión de la espiritualidad, sino que además, son facilitadores y aplicadores de la doctrina pentecostal. Algunos de ellos proceden de la época de los Wesley, de otras expresiones evangélicas, y otros tantos que fueron creados desde la época del avivamiento. En el caso de la Iglesia Metodista Pentecostal, el uso del banjo, instrumento que originariamente se ocupaba en los prostíbulos del campo o de los arrabales urbanos, se transformó en un objeto evangélico por antonomasia, tal y como ocurrió con el pandero. Dicha denominación eclesial adoptó la influencia de las tunas estudiantiles, las tonadas. ¡Cuántas personas llegaron a los recintos de la IMP con la intención de aprender música (tocar guitarra, sobre todo), porque era el único lugar al que podían acceder, y luego permanecieron allí! Es necesario reconocer el aporte realizado por el musicólogo Cristian Guerra al estudio del canto pentecostal, al que no sólo derivo, sino que recomiendo por su rigurosidad metodológica e histórica[14]. Por otro lado, la otra denominación fundacional del pentecostalismo chileno, la Iglesia Evangélica Pentecostal, que canta a capela y sólo en ocasiones acompañada por un armonio u órgano, se caracterizaba por la formación de coros polifónicos. Estos conjuntos, no tenían como finalidad originaria la profesionalización de la música de la iglesia, o el mero espectáculo vocal, sino enseñar a cantar a la congregación. Ese perfil proviene de la influencia de Hoover. Y aquí, nuevamente el aspecto educador, que hace que gente del mundo popular acceda a conocimientos que en la época eran propios de la élite. En la Iglesia Pentecostal Naciente de Puente Alto, en la década de los sesenta, el iniciador del coro polifónico fue el hermano Jorge Madrid, que desempeñaba el oficio de la jardinería en plazas municipales, y que de manera autodidacta aprendió música, llegando a cantar en las cuatro voces, y enseñando a hermanos y hermanas a hacerlo. Testimonios como ese, se repiten una y otra vez en las iglesias pentecostales.

Pero insisto, la relevancia del pentecostalismo radicaba en que traía una palabra esperanzadora para el momento actual de las personas, para la situación de vida de ellas. El pentecostal era un portador de la buena noticia, que contagiaba a otros el amor de Jesucristo. Nuevamente, me permito citar a Alberto Hurtado quien da cuenta de una serie de testimonios: “Otra costumbre de los canutos es hacer oración con cualquier persona que llega a la casa. Antes de las comidas y después dan gracias, con frecuencia postrados en tierra. / La afiliación de la gente de nuestro pueblo al protestantismo, en la mayoría de los casos, suele ser duradera. La mujer de un marino, muy devota de la Santísima Virgen, recogió por lástima en su casa a una pobre mujer. Esta pobre hizo evangélica a su señora y ésta a su marido, por el gusto al Evangelio. Un hombre de mala vida catequizado por los evangélicos, que vive ahora honradamente en una choza cubierta con latas, hace 22 años que se pasó al Evangelio; aprendió a leer con suma dificultad para estar en mejores condiciones de conocer la Palabra de Dios”[15]. El evangelio tiene el poder de cambiar la vida, toda la vida y todas las vidas. Eso un pentecostal chileno lo sabe bien. Y no sólo ellos, sino también, quienes les rodeaban. Nicomedes Guzmán, en su novela La sangre y la esperanza, refiere a un grupo de pentecostales diciendo: “La fe era en sus corazones como una seda nacida de los más tersos capullos o podía ser también como un puño firme desafiando la maldad. -¡Canutos, canutos malditos! – rumoreaba alguien a sus espaldas. -¡Canutos farsantes! / Pero ellos no oían. La lógica de una lucha en que tenían puesto todo su corazón y toda su conciencia los hacía enteros. Cumplían con una función en la vida: luchaban y en su lucha inútil [sic], eran felices”[16]. Un preclaro testimonio del voluntarismo vitalizador del pentecostal chileno, del que hablaremos en el último punto.

  1. Los pentecostales fundaron iglesias nacionales.

 El pentecostalismo chileno se caracteriza por su carácter autóctono. Desde un comienzo se le dio ese cariz, más allá de la influencia del metodismo y de que uno de sus principales líderes, Willis Hoover, fuese estadounidense. Y más allá, de que cruzara las fronteras a otros países de la región e, inclusive, a otros continentes. En cada iglesia pentecostal del mundo, donde se alcen las manos y se den “tres glorias a Dios”, a modo de salva militar de honor, es porque la influencia chilena llegó hasta allí. Este carácter nacional tiene como hitos a la primera comunidad en transformarse en cuerpo autónomo, la 1ª Iglesia Metodista de Santiago, ubicada en calle Jotabeche (que hoy es sede de una de los tres grupos que se llaman Iglesia Metodista Pentecostal); y al primer pastor pentecostal chileno, Víctor Pávez, que presidió la 2ª Iglesia, ubicada en la calle Sargento Aldea (que hoy es una de las sedes de la Iglesia Evangélica Pentecostal). Antes de llamarse Iglesia Metodista Pentecostal, nombre acuñado en la invitación a Hoover para ser superintendente, estas comunidades ocuparon desde 1909 el nombre de Iglesia Metodista Nacional. Esto no sólo era un gesto, sino el marco de un camino que se seguiría de ahí en adelante. No sólo los pastores y guías de clase en su mayoría serían chilenos, sino también los fondos que la solventarían. Fue a partir de la contribución de las familias pentecostales que esta obra avanzó y se autogestionó, sin necesidad de recurrir a los aportes foráneos. De hecho, luego de la muerte de Hoover en 1936, hubo intentos de parte de las Asambleas de Dios de ligar a su conjunto de iglesias a la Iglesia Evangélica Pentecostal, lo cual no prosperó. Se dice que “quien pone la plata, pone la música”, y las iglesias pentecostales chilenas no generaron situaciones que potencialmente las encaminaran a la cooptación. Esto no quiere decir que los aportes foráneos a obras nacionales no sean bienvenidos cuando tienen como mira la extensión del Reino de Dios. Lo que no es bienvenido es el ánimo de dominar y controlar planes y programas, para que las cosas se hagan según modelos implantados por fórceps en nuestras diversas realidades.

Ligado a esto, dentro de las iglesias pentecostales chilenas se dio un fenómeno sumamente interesante. Éstas, con la incapacidad histórica de no poder reformarse sin dividirse, no vieron sus recursos disminuidos aún en circunstancias adversas como la salida de parte importante de contribuyentes, más otras situaciones críticas (discusiones, difamaciones, historias con mitos fundacionales, etcétera). La politóloga Evguenia Fediakova señala en una de sus investigaciones: “Por el contraste con el protestantismo histórico, que al obtener la autonomía administrativa y financiera de las iglesias titulares extranjeras entró en un período de declinación y disminuyó el número de fieles, la independencia y las divisiones no solamente no debilitaron el movimiento pentecostal, sino que fueron factores para su mayor crecimiento y propagación explosiva en todo el país. Sin tener ningún tipo de apoyo de la iglesia extranjera, las iglesias pentecostales demostraron una gran capacidad para la gestión autónoma, utilizando sus propios recursos (diezmos, ofrendas y otros tipos de donaciones) para el mantenimiento y desarrollo de la iglesia y formación de cuadros pastorales”[17]. Contra todo pronóstico, las iglesias formadas mediante procesos de división, también crecían y mantenían su condición de autogestión. El principio por aprender acá no es la división, sino más bien, el hecho de que en la misión el dinero no es lo más importante ni, mucho menos, lo que constituye las tareas de la iglesia. Los pentecostales chilenos han sabido ser iglesia no sólo en “la tierra que fluye leche y miel”, también lo han sido “en el desierto”. La fe en que el Espíritu Santo está en misión, yendo delante de la iglesia, es una verdad que no debe ser monopolio de un grupo eclesial, sino de todo el pueblo de Dios. Eso no fue inventado por los pentecostales, fue asumido por ellos, pero se desprende de la Escritura y en otros momentos de la historia de la iglesia ha sido declarado y vivido por distintos creyentes y comunidades que estuvieron, y están, en misión.

  1. Los pentecostales y su alto sentido del deber y la misión.

 Si hay algo que puede definir con mucha precisión a un pentecostal chileno es el concepto “militante”. Es decir, se trata de un sujeto que vive toda su realidad desde la idea de ser un “hijo del Rey”, un “soldado de Jesucristo”, lo que dota a su práctica de un voluntarismo vitalizador, lo que tiene muchas implicancias. Para el pentecostal, heredero del metodismo y, sobre todo de Wesley, “el mundo es su parroquia”. Todos los lugares son campo de misión y todas las personas son susceptibles de ser evangelizados. Y como todo creyente se ve a sí mismo como un misionero, constantemente comunica su fe y su testimonio de cambio de vida a otros que no son creyentes, ya sea familiares o desconocidos que encuentra en un trámite, en el hospital o en un microbús. Pasar de un adherente de la iglesia a alguien que comunica su fe marca un antes y un después en la praxis religiosa. Es evidente, que el premilenarismo dispensacionalista tan característico en estas comunidades dota de un sentido de urgencia a dicha predicación. Predicar no sólo implica comunicar el mensaje del Reino sino “sacar personas del infierno”. El pentecostal se siente un deudor de aquellos que van sin salvación, parafraseando uno de sus cantos.

Una de las características más importantes de la evangelización pentecostal es su método del “punto de predicación”. Es decir, el encuentro de hermanos en un horario de la tarde en una determinada intersección de calles, aledañas al local de avanzada o de la iglesia central, en la que se comunica a viva voz el evangelio. La predicación siempre es antecedida por un himno ad hoc (“Ven a él, pecador”, tal vez sea el más conocido de ellos), el que es cantado a capela o con instrumentos dependiendo de la denominación. La predicación es sencilla, se comunica la noticia de que Cristo murió y resucitó, teniendo poder para salvar. En la mayoría de las ocasiones va acompañada de un testimonio de conversión o sanidad, además de palabras respecto al fin del mundo, buscando que el oyente tome conciencia de la urgencia de su decisión de fe (nótese el cariz arminiano o wesleyano). Este método dio resultados fructíferos por largo tiempo, teniendo poca efectividad al día de hoy. No es lo mismo el Chile de puertas abiertas, con juegos de niños y conversaciones de adultos en la calle, al Chile postdictatorial del amurallamiento y enrejamiento que es expresión de un cambio en el modo de vivir. La predicación a la calle era un método que decía relación con una realidad que hoy no se ve de manera profusa. Allí hay que decir una palabra para las nuevas generaciones de pentecostales: una de las grandes virtudes del pentecostalismo chileno fue la de saberse movimiento, es decir, cada método y forma, sin alterar el contenido central, debían responder al momento presente; por ende, cuando dichas prácticas de vuelven tradición inmodificable, eso anquilosa a las iglesias. El pentecostalismo impactó al Chile del siglo XX, porque era un movimiento del siglo XX. Si no se hace ese cruce dialógico, el decrecimiento será un desagradable resultado para el pentecostalismo de hoy.

Ahora bien, dicha tarea evangelística no daría resultado alguno, sin el voluntarismo de sus miembros, de lo cual hay muchas pruebas. Dos ejemplos de ello: a) La predicación en las cárceles, al punto que un símbolo de la conversión de los reclusos sea el “ponerse la corbata”, ha sido fruto del esfuerzo pentecostal, lo que ha derivado en la rehabilitación de miles de sujetos que la sociedad veía como desadaptados e, inclusive, como escoria, pero que el pentecostal vio como alguien con “una preciosa alma que salvar”. b) Otro de los elementos, quizá uno de los más coloridos, es la existencia de Cuerpos de Ciclistas. Cuando el movimiento pentecostal emerge, la mayoría de sus miembros carecía de medios de transporte motorizado, por lo cual, la bicicleta era un medio de acercamiento. Organizar a los hermanos con ese medio, los que usan uniforme (como todos los militantes de partidos y agrupaciones políticas de inicios del siglo XX), dotando de una mística de unidad al grupo, fue sustancial de la tarea misional. Estos grupos eran denominados “el brazo largo de la iglesia”, pues podían llegar a lugares que los demás hermanos, caminando, no podían alcanzar. “Y vamos por los campos, también por la ciudad, / por rutas pedregosas con que dificultad, / en los brazos de Cristo, confiando en su poder”[18], es parte del himno del grupo, que estaba grabado a fuego en su identidad misional. El esfuerzo y el cansancio no son nada al lado de la alegría de participar de la misión, cosa que puedo testimoniar desde mi propia experiencia. El miembro de la iglesia, aunque no tenga un cargo de responsabilidad en su comunidad, se esfuerza por igual en la extensión del Reino. Cómo no recordar al hermano Castillo que a sus noventa años lloraba en la puerta de su casa porque ya no podía salir a predicar a la calle, pues ya no tenía las fuerzas suficientes; o al hermano Panchito que cuatro días antes de su fallecimiento, caminaba hacia la Escuela Dominical deteniéndose cada diez metros, porque desfallecía de cansancio y al que, al encontrarlo en el camino, llevé del brazo; o la hermana Carmelita Olmedo que, en sus últimos días, caminaba afirmándose de las rejas y de los postes de luz, para llegar a la casa del Señor; o el hermano Villa, que participó en cuánta construcción de templos pudo en su trayectoria y un día se lamentaba de no haber hecho nada por la obra del Señor. Santos-pecadores que, con una multitud de errores, sembraron la preciosa semilla con lágrimas, para que ellos, junto a otros, con regocijo recogieran el fruto de ella (cf. Salmo 126:5,6).

Otra muestra del alto sentido del deber del pentecostal chileno es la comprensión que tiene del llamado pastoral. Cuando un pentecostal es vocacionado para dicha labor, entiende que su tarea como obrero del evangelio es urgente, por lo que obedece dicho llamado. Y aquí importa poco la distancia y los recursos. Es sabido que muchos pastores pentecostales en los albores del movimiento, y al inicio de su tarea ministerial, aplicaron el ideal barthiano de andar con la Biblia y el diario debajo del brazo; ahora bien, el diario lo ocupaban para taparse en las noches donde el sueño los encontrara, y no para informarse del acontecer cotidiano. Conocí pastores, en estos tiempos, que dejaron sus labores, algunas de ellas bastante productivas, para ir al trabajo pastoral, teniendo escasez de alimentos y de un techo que los cubriera, porque lo importante era extender el Reino de Dios. El primer pastor evangélico que tuve en mi infancia, era un ministro que a lo largo de su carrera ha presidido una veintena de iglesias, por breve tiempo, pues su labor central ha sido trabajar en comunidades dañadas por procesos de división o ante la disciplina de su anterior pastor. Cuando la iglesia estaba sana, emprendía hacia un nuevo destino donde comenzaba una nueva labor. He ahí el ejemplo de la radicalidad de la obediencia que lleva al desarraigo, frente a amigos y bienes temporales. ¿Cuántos pastores fueron en los inicios de su ministerio zapateros, panaderos, albañiles, gasfíteres, maestros chasquilla[19], etcétera, para llevar el pan a su casa? Ahora, entiéndase bien, no estoy idealizando la falta de sostén económico de los nuevos pastores, porque dicha desafección podría conllevar situaciones que nadie quisiera para una familia, y debiese considerarse un error misional. Lo que me importa relevar es el sentido del deber, la obediencia a las autoridades de la iglesia, la comprensión de la necesidad del evangelio y frente a dicha mirada, los recursos económicos no son lo más importante. El evangelio es lo que importa. Y, por otro lado, si los recursos económicos faltaron, no fue por el egoísmo del Obispo o Superintendente, o del Cuerpo de Presbíteros, sino porque, en la mayoría de los casos, no existían. Entonces, ¿dejaremos de predicar porque la situación es adversa? ¿Dejaremos de obedecer al llamado a la misión porque no tenemos financiamiento? ¿Somos cristianos citadinos o entendemos que nuestro peregrinaje se da en el desierto? ¿Cuánto nos demoramos en la tarea de extender el Reino de Dios porque no hay dinero? La fidelidad pentecostal confronta nuestra comodidad. Y es que el llamado no se desobedece, porque Dios es quien lo ejecuta, y es él, quien con fidelidad y abundante misericordia, provee lo necesario. Y cada pentecostal sabe que lo que hace es por obra del poder del Espíritu Santo, quien capacita con dones al servicio de la iglesia, quien llena de su plenitud, quien santifica, quien garantiza la victoria en la misión más allá de las estadísticas y la mercadotecnia aterrizada en iglecrecimiento. Por eso, es que cuando hablan, al final de cada oportunidad tras un púlpito, ya sea para predicar o testimoniar, digan tradicionalmente: “Para Dios toda la honra y la gloria, y para mí su misericordia”.

Juan A. Mackay decía a mediados de la década de los sesenta del siglo pasado: “Los pentecostales tenían algo que ofrecer, algo que hizo vibrar a gente aletargada por la monotonía y desesperanza de su existencia. Millones respondieron al evangelio. Su vida fue transformada, se les amplió el horizonte; la vida cobró un significado dinámico. La realidad de Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo –que previamente no habían sido sino términos sentimentales ligados al ritual y al folclore- cobraron un nuevo significado, llegaron a ser medios por los cuales se comunicaba la luz, fortaleza y esperanza al espíritu humano. La gente se transformó en personas, con un propósito para vivir”[20]. La cita de Mackay, con la que cierro estas palabras, reclama dos herencias: la herencia de mi pasado pentecostal y la de mi presente presbiteriano. Actuaría deshonrando a Dios si no leyera mi historia desde la clave de la providencia, siendo un malagradecido de todo lo que aprendí y vi de fieles hombres y mujeres que sirvieron, y sirven, hasta el fin a su Rey y Señor. Mucho se ha escrito sobre los errores y los abusos del pentecostalismo, cuestión justa y necesaria. Pero también, es justo y necesario, relevar la pasión por Jesucristo en la plantación de iglesias, por parte de estos hermanos, siervos de Dios. Fueron los pentecostales quienes llenaron Chile con la locura de la predicación y, frente a eso, no sólo debemos guardar silencio reflexivo, sino también aprender para ponernos manos a la obra, sobre todo, respecto a los cinco puntos enunciados. Así como dice uno de los himnos que tantas veces resonó por las calles de este país: “¡Trabajad, trabajad! somos siervos de Dios; / seguiremos la senda que el Maestro trazó. / Renovando las fuerzas con bienes que da. / El deber que nos toca cumplido será”[21].


[1] Para conocer el pentecostalismo clásico desde su perfil doctrinal, véase Myer Pearlman. Teología Bíblica y Sistemática. Miami, Editorial Vida, 1992. Particularmente su capítulo 10, sobre el Espíritu Santo, teniendo allí, de primera mano, uno de los textos que más ha influenciado a la formación de una pneumatología pentecostal (pp. 203-250). Si bien es cierto, la experiencia carismática del pentecostalismo chileno difiere de lo señalado por Pearlman (por ejemplo, en el bautismo del Espíritu y su “señal única” de hablar en otras lenguas), a partir del ingreso del misionero Pablo Hoff y la creación del Instituto Bíblico Pentecostal en 1979, este libro se transformó en uno de los más importantes manuales de formación de ministros pentecostales en el país. Desde un perfil doctrinal e histórico, véase: Frederick Dale Bruner. Teología do Espírito Santo. A esperiência pentecostal e o testemunho do Novo Testamento. Sâo Paulo, Editora Cultura Cristâ, 2012; y Kittim Silva. La experiencia pentecostal. El despertar que sacudió a la iglesia. Miami, Editorial Carisma, 1996.

[2] Para asentar un panorama lo más completo posible de la experiencia histórica del pentecostalismo chileno véase: Angélica Barrios. “Canuto: un pasado presente a través del concepto. Antecedentes históricos del pentecostalismo en la vida de Juan Canut de Bon Gil”. En: Daniel Chiquete (coordinador). Voces del Pentecostalismo Latinoamericano II. Historia, teología, identidad. Concepción, Red Latinoamericana de Estudios Pentecostales, 2009, pp. 27-44; Matthew Bothner. “El soplo del Espíritu: Perspectivas sobre el movimiento pentecostal en Chile”. En: Estudios Públicos, Nº 55, invierno de 1994, pp. 261-296; Claudio Colombo. Aproximaciones al origen y naturaleza del pentecostalismo en Chile. En: http://www.prolades.com/cra/regions/sam/chi/Colombo_pentecostalismo.pdf (Consulta: julio de 2014). Manuel Díaz. Las sorpresas del movimiento pentecostal chileno. En: http://sites.netlook.cl/sendas/wp-content/uploads/sites/8/2012/12/las_sorpresas_del_avivamiento_pentecostal-_manuel-diaz.pdf (Consulta: julio de 2014); Cristian Guerra. La música en el movimiento Pentecostal de Chile (1909-1936): El aporte de Willis Collins Hoover y de Genaro Ríos Campos. En: http://sites.netlook.cl/sendas/wp-content/uploads/sites/8/2012/12/investigacion_musica_pentecostal.pdf (Consulta: julio de 2014); Cristian Guerra. “Tiempo, relato y canto en la comunidad pentecostal”. En: Revista Cultura y Religión. Vol. III, Nº 2, 2009, pp. 127-144; Christian Lalive d’Epinay. El refugio de las masas. Estudio sociológico del protestantismo en Chile. Santiago, Centro Evangélico de Estudios Pentecostales e Instituto de Estudios Avanzados, 2009, pp. 39-109; Willis Hoover. Historia del avivamiento pentecostal en Chile. Concepción, Centro Evangélico de Estudios Pentecostales, 2008; Martin Lindhardt. “El fin se acerca. Historia y escatología en el pentecostalismo ‘tradicional’ chileno”. En: Revista Cultura y Religión. Vol. VIII, Nº 1, enero-junio de 2014, pp. 242-261; Martin Lindhardt. “Poder, género y cambio cultural en el pentecostalismo chileno”. En: Revista Cultura y Religión. Vol. III, Nº 2, 2009, pp. 94-112; Miguel A. Mansilla. “De la disidencia a la sumisión. La rebeldía como principio pentecostal y los rudimentos de la pentecosfobia en Chile”. En: Cuadernos Judaicos. Nº 27, diciembre de 2010; Miguel A. Mansilla. La cruz y la esperanza. La cultura del pentecostalismo chileno en la primera mitad del siglo XX. Santiago, Editorial de la Universidad Bolivariana, 2009, pp. 11-28; Miguel A. Mansilla. “Morir… dormir… vivir… ¿Cuál es la diferencia? Las actitudes de la muerte en el pentecostalismo chileno (1909-1936). En: Revista Cultura y Religión. Vol. II., Nº 3, 2008, pp. 114-127; Miguel A. Mansilla. “Pentecostalismo y Ciencias Sociales. Reflexión en torno a las investigaciones del pentecostalismo chileno”. En: Revista Cultura y Religión. Vol. III, Nº 2, 2009, pp. 21-42; Nelson Marín. “La representación social del Diablo en el Pentecostalismo: Un estudio de caso en Santiago de Chile”. En: Revista Cultura y Religión. Vol. IV, Nº 2, octubre de 2010, pp. 225-240; Rodrigo Moulian. “Somatosemiosis e identidad carismática pentecostal”. En: Revista Cultura y Religión. Vol. III, Nº 2, 2009, pp. 188-198; Luis Orellana. El fuego y la nieve. Historia del Movimiento Pentecostal en Chile, 1909-1932. Tomo 1. Concepción. Centro Evangélico de Estudios Pentecostales, 2006, pp. 45-79, 103-155; David Oviedo. “Modernidad y tradición en el pentecostalismo latinoamericano. Alcances socio-políticos en el Chile actual”. En: Historia Actual Online. Nº 11, Otoño 2006, pp. 21-31; Manuel Ossa. “Trabajo y religión en el pentecostalismo”. Mella, Orlando y Frías, Patricio (Editores). Religiosidad popular, trabajo y comunidades de base. Santiago, Primus Ediciones, 1991, pp. 45-72; José Peña. Análisis teológico sobre el Avivamiento Pentecostal en Chile. En: http://www.corporacionsendas.cl/descargas/01-Avivamiento%20Pentecostal,%20analisis%20teol%F3gico%20(Jos%E9%20Pe%F1a).pdf (Consulta: julio de 2014); e Ignacio Vergara. El protestantismo en Chile. Santiago, Editorial del Pacífico, 1965. Capítulo tercero “La tercera Reforma”, pp. 109-128.

[3] Por ejemplo, Rodolfo Blank. Teología y misión en América Latina. St. Louis, Concordia Publishing House, 1996, pp. 200-223; H. Fernando Bullón. Historia de la iglesia y responsabilidad social. Buenos Aires, Ediciones Kairós, 2008, pp. 194-203; Pablo Deiros. Historia del cristianismo en América Latina. Buenos Aires, Fraternidad Teológica Latinoamericana, 1992, pp. 751-755, 795-800; Samuel Escobar. Cómo comprender la misión. Buenos Aires, Certeza Unida, 2007. Capítulo 7: “”El Espíritu Santo y la misión cristiana”, pp. 147-166; Ondina González y Justo González. Historia del Cristianismo en América Latina. Buenos Aires, Ediciones Kairós, 2012, pp. 373-386; José Míguez Bonino. Rostros del protestantismo latinoamericano. Buenos Aires, Nueva Creación, 1995. “El rostro pentecostal del protestantismo latinoamericano”, pp. 57-79; y Ruth Tucker, Ruth. Hasta lo último de la tierra. Historia biográfica de la obra misionera. Miami, Editorial Vida, 1994. Capítulo 12, “El surgimiento del pentecostalismo: ‘Una expansión espectacular’”, pp. 369-372, 379-383.

[4] De los 7 a los 12 años asistí a la Iglesia Evangélica Pentecostal en San Bernardo y de los 12 a los 27 años a la Iglesia Pentecostal Naciente, una denominación originada por una división de la IEP en 1966, en Puente Alto. En ella fui miembro en plena comunión y trabajé en los grupos juveniles a nivel local y denominacional.

[5] Véase respecto a la Cuestión Social: Sergio Grez. De la “regeneración del pueblo” a la huelga general: génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890). Santiago, RIL Editores, 2007; y Julio Pinto y Verónica Valdivia. ¿Revolución proletaria o querida chusma? Socialismo y Alessandrismo en la pugna por la politización pampina (1911-1932). Santiago, LOM Ediciones, 2001. Sobre Recabarren, véase: Jaime Massardo. La formación del imaginario político de Luis Emilio Recabarren. Contribución al estudio crítico de las clases subalternas de la sociedad chilena. Santiago, LOM Ediciones, 2008; y Julio Pinto. Luis Emilio Recabarren: una biografía histórica. Santiago, LOM Ediciones, 2013.

[6] No se refiere a “untar con aceite” (aunque no lo excluye en casos extremos), sino a una oración por los enfermos con imposición de manos en la que se declaraba por fe la sanidad.

[7] Cristian Parker y Luis Orellana. “Presentación”. Lalive d’Epinay. El refugio de las masas…, Op. Cit., p. 8.

[8] Alberto Hurtado. Es Chile un país Católico. Santiago, Cámara Chilena de la Construcción, Pontificia Universidad Católica y Dirección de Bibliotecas Archivos y Museos, 2009, pp. 56, 57. Recomiendo leer el capítulo “La campaña protestante en Chile”, pp. 55-67.

[9] Las “Poblaciones Callampa”, eran un conjunto de viviendas en la periferia de la ciudad, levantadas en lo que originalmente eran sitios eriazos y/o desocupados, caracterizada por su desorganización (no hay planificación arquitectónica) y lo liviano de los materiales de construcción, que hacía que rápidamente las viviendas estuvieran formadas (por eso, la alusión a las callampas –hongos-). Tienen su símil con las favelas en Brasil, las villas miseria en Argentina, los cantegril en Uruguay y los pueblos jóvenes en Perú.

[10] Sobre el fenómeno poblacional, véase: Mario Garcés. Tomando su sitio. El movimiento de pobladores de Santiago, 1957-1970. Santiago, LOM Ediciones, 2002. También debe revisarse: Gabriel Salazar. Movimientos Sociales en Chile. Trayectoria histórica y proyección política. Santiago, Uqbar Editores, 2012, pp. 169-226; y Leopoldo Benavides et al. Campamentos y poblaciones de las comunas del Gran Santiago (2ª Edición). Documento de trabajo, Programa FLACSO-Santiago de Chile, Nº 192, Septiembre de 1983.

[11] En algunas ocasiones, no está de más decirlo, esto trajo problemas con los títulos de propiedad, sobre todo cuando familiares reclamaban sus derechos de herencia.

[12] Se ocupa el concepto no en la manera bíblica, sino como es usado de manera común en el mundo pentecostal chileno, y también en otras denominaciones evangélicas latinoamericanas.

[13] María Rosaria Stabili. “Mirando las cosas al revés: Algunas reflexiones a propósito del período parlamentario”. En: Luis Ortega (Editor). La guerra Civil de 1891. 100 años hoy. Santiago, Universidad de Santiago de Chile, 1991, p. 165.

[14] Cristian Guerra. La música en el movimiento Pentecostal de Chile (1909-1936): El aporte de Willis Collins Hoover y de Genaro Ríos Campos. En: http://sites.netlook.cl/sendas/wp-content/uploads/sites/8/2012/12/investigacion_musica_pentecostal.pdf (Consulta: julio de 2014); y Cristian Guerra. “Tiempo, relato y canto en la comunidad pentecostal”. En: Revista Cultura y Religión. Vol. III, Nº 2, 2009, pp. 127-144.

[15] Hurtado. Op. Cit., pp. 58, 59.

[16] Nicomedes Guzmán. La sangre y la esperanza. Lo Hermida, Ediciones Periplos & Peripecias, 2015, p. 48.

[17] Evguenia Fediakova. Evangélicos, política y sociedad en Chile: Dejando “el refugio de las masas” 1990-2010. Concepción y Santiago, Centro Evangélico de Estudios Pentecostales e Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile, 2013, pp. 21, 22

[18] Himnario Pentecostal, Nº 180. Sigo la edición hecha por la Iglesia Pentecostal Naciente.

[19] Un maestro chasquilla es un trabajador informal que hace múltiples labores y arreglos, las que aprendió como autodidactas.

[20] Juan A. Mackay. “Latin America and Revolution – II: ‘The New Mood in the Churches’”: En The Christian Century, 24 de noviembre de 1965, p. 1439. Citado por Míguez Bonino. Rostros del protestantismo…, Op. Cit., p. 58.

[21] Himnario Pentecostal, Nº 116.

¿Por qué expentecostales llegan a una Iglesia Presbiteriana como la nuestra?

Soy expentecostal y llegué a inicios de 2010 a una iglesia que estaba en proceso de plantación. En dicho proceso, a partir de lecturas relacionadas con dicha dinámica misional de la iglesia, corría con fuerza la idea de no recibir gente venida de otras denominaciones, con la finalidad de no introducir vicios y malas prácticas en una iglesia que recién estaba comenzando. Con el paso del tiempo, nos fuimos dando cuenta que a nuestra comunidad llegaban muchos miembros de otras confesiones, sobre todo ex pentecostales. Varios de los elementos que escribo acá los hemos conversado con Vladimir Pacheco, mi amigo y pastor (a quien libero de responsabilidad de lo escrito acá, sobre todo de los desaciertos y omisiones), y surgen de la profunda y larga reflexión que hicimos respecto a esta temática. De una u otra manera, esta es también “mi historia”, por lo cual  me presento acá con profundo respeto por los hermanos de mi antigua congregación, como por otros pentecostales, amigos en algunos casos, que leerán este post, de quienes no hablo. Estoy refiriendo acá a ex pentecostales que llegan a nuestras comunidades, buscando las razones de dicha migración y viendo cómo trabajar con ellos.

A partir de conversaciones y lecturas nos fuimos dando cuenta que estábamos frente a un fenómeno amplio a nivel latinoamericano, del cual, de una u otra manera no podíamos escapar. De hecho, existe literatura especializada que ha abordado esta problemática. La cientista política Evguenia Fediakova plantea que: “Para algunos líderes pentecostales, la crisis del movimiento se manifiesta en la ‘mundanización’ del pentecostalismo y la pérdida de fieles. Según esta visión, la inserción a la sociedad ‘ha contaminado’ al pueblo evangélico con ‘males mundanos’ y ‘corrompido’ los fundamentos morales de creyentes. Muchos jóvenes evangélicos que salen al mundo profesional, abandonan la iglesia al descubrir que la doctrina pentecostal no siempre es capaz de dar respuestas adecuadas a los problemas laborales, interprersonales o existenciales que los esperan en ‘la sociedad’”[1]. Si bien es cierto, el planteamiento que alude, desde un perfil sociológico, que el ascenso en el capital cultural de los “jóvenes pentecostales” ha sido parte del proceso de migración de las iglesias de dichas denominaciones, no necesariamente es la única explicación. De hecho, sin ánimo de negar dicha tesis –por el contrario, es una variable-, no tiene en cuenta factores eclesiológicos que son de suma importancia, y que incluye, no sólo a un sector profesionalizado, sino también, a otras personas de distintas edades y acerbos culturales y sociales.

A partir de nuestra experiencia (que no es normativa, como toda experiencia), me permito enumerar algunas de las razones que complementan la mirada desde las ciencias sociales:

a. La ausencia de confesionalidad del mundo pentecostal, lo que da amplias oportunidades a quienes buscan conocimientos. La ausencia de confesionalidad es otra manera de denominar la ausencia de “comunidad de fe” en una congregación, pues existe la posibilidad de la interpretación particular de las Escrituras. Por otro lado, los procesos migratorios de pentecostales no sólo se dan dentro sectores reformados, sino también a otros espectros teológicos (por ejemplo, a sectores liberales), lo que releva las amplias posibilidades de las nuevas lecturas. El acercamiento al mundo reformado se hace por el encuentro, fundamentalmente, con las doctrinas de la gracia (especialmente, de los cinco puntos del calvinismo), lo que luego deriva en el conocimiento, o descubrimiento, de otros elementos de la teología reformada, que enfatizan en la soberanía de Dios y una cosmovisión centrada en la Escritura, la que no sólo tiene implicancias en lo puramente eclesial, sino en la expresión de fe extra-muros de la iglesia: en el trabajo, en los estudios, en la familia, en la vida misma. El encuentro con la fe reformada trasunta en el encuentro con la Escritura y una visión total, omnicomprensiva, provista por ella.

b. La ausencia de la predicación del Evangelio. El énfasis sinérgico en las obras y en el perfeccionismo (de origen wesleyano, metodista, de donde emerge el pentecostalismo chileno), se traduce en una pesada carga para las personas que luchan toda su vida por “ganar la salvación”. “Andar en novedad de vida” no es resultado de la obra del Espíritu Santo, sino del esfuerzo que merece la gracia. Probablemente, no se enuncie siempre (o nunca) de esa manera, pero ahí está la culpa, vergüenza y lucha que cansa de quienes llegan a nuestra iglesia. Eso se hace patente, por ejemplo, en los exámenes de nuevos miembros, ante la pregunta: “¿qué ha sido lo más significativo de participar en nuestra iglesia?” y la mayoría de las personas, da cuenta de este aspecto, el de la liberación de la culpa y del peso innecesario que implica servir al Señor. El evangelio, transforma la visión y, junto con ello, libera para vivir el amor.

c. La ausencia de prácticas sanas del liderazgo. Otro de los aspectos que en la mayoría de las ocasiones enuncian los nuevos miembros de nuestra iglesia, y que proceden del mundo pentecostal, dice relación con los aspectos referidos al gobierno y administración de su ex comunidad. Abusos de poder de liderazgos tiránicos, uso indebido de recursos económicos, poca posibilidad para servir (escaso discernimiento de los dones de los miembros de las iglesias), ausencia de disciplina bíblica, nepotismo, entre otras. Por eso es que de lo que estamos hablando acá no es del “robo de ovejas”, como suele peyorativamente llamarse a los fenómenos migratorios de iglesias, sino de la sanidad de creyentes dañados en sus prácticas de fe. Es así como el sistema de gobierno presbiteriano, que nos libra de todas las tiranías (la de nosotros mismos y los demás), es de los puntos que más destacan, junto a la transparencia respecto a los recursos, los que vienen a ser elementos que tranquilizan la conciencia y permiten vivir la comunidad sin riesgos ni a la defensiva.

 A partir de dichas realidades eclesiales, ¿cómo trabajar con ex pentecostales?

 Los tres aspectos negativos que he enunciado anteriormente, requieren de un proceso de desintoxicación, tanto en la doctrina y la práctica, que debe darse en la participación de todas las instancias que la vida de la iglesia provee: cultos, estudios bíblicos, cursos de catecúmenos, grupos pequeños, vigilias, encuentros presbiteriales, etcétera. Y es, en dichas circunstancias que hemos notado, que nuestros hermanos no son puros cachos (forma en la que en Chile se refiere a personas que causan problemas), sino una verdadera bendición para la vida de la iglesia. Los ex pentecostales han sido un factor dinamizador de la vida comunitaria, destacándose la solicitud manifestada en un cristianismo militante, que implica la disposición a aprender-obedeciendo la Escritura, y sobre todo al servicio voluntario y diligente, no sólo en los aspectos cúlticos, sino además en la integración, la acogida, los trabajos de aseo y ornato de las dependencias del templo, en el compartir la vida con otros, y más. Sin duda, eso no es un aprendizaje reciente, sino algo que aprendieron y vivieron en sus antiguas congregaciones. Y dicho fervor, por gracia, es contagioso.

 Lo anterior, implica un proceso de resignificación del pasado vivido, en la clave del rescate de lo bueno aprendido y del perdón que restaura el daño o lo malo realizado-y-recibido. Ahí la gracia y la providencia son claves de lectura de la vida. Ellos no perdieron el tiempo en su anterior experiencia de fe, por algo estuvieron ahí, por algo Dios los llamó a la caminata de la fe en dichas iglesias. Por ello, el proceso de inducción al presbiterianismo debe emerger de la lectura de la Palabra y el estudio de la confesionalidad, de tal manera que más que iconoclastas de su pasado, estos hermanos aterricen su fe y la vivan, entendiendo que todo lo que Dios ha hecho es bueno y que, por ende, no pueden ni deben hacer tabula rasa de su pasado. Por ende, estos hermanos deben disponerse a no ser meros consumidores de fe, sino miembros que aprenden y sirven en comunidad en un nuevo proceso de hermandad.

Luis Pino Moyano.


[1] Evguenia Fediakova. Evangélicos, política y sociedad en Chile: Dejando el “refugio de las masas” 1990-2010. Santiago, Centro Evangélico de Estudios Pentecostales e Instituto de Estudios Avanzados de la USACH, 2013, p. 39.

Pentecostalismo chileno.

El día de ayer comenzamos en la Iglesia Presbiteriana Puente de Vida una serie de conversaciones de teología que hemos denominado Summer Theology, las que se realizarán todos los miércoles de enero, a las 20:00 hrs., en las dependencias de nuestra iglesia. En dicha instancia me correspondió hablar sobre el Pentecostalismo chileno, teniendo presente elementos históricos, teológicos y eclesiológicos. Luego de eso, tuvimos la oportunidad de compartir en torno a preguntas y opiniones que extendieron los análisis, todo en un ambiente fraterno. No sólo habíamos presbiterianos (miembros de nuestra iglesia), sino también hermanos pentecostales, bautistas, luteranos y de otros contextos eclesiales.

Por lo mismo, quisiera compartir con ustedes el audio de la exposición (la conversación posterior no fue grabada. Gracias José Luis Sanhueza por dejar un registro de esta primera sesión).

A su vez, les comparto las diapositivas que ocupé como apuntes. Ayer no proyectamos nada, porque fue sentados en una mesa al aire libre. Las diapos son de una clase en la que me tocó exponer a mis compañeros/as del Seminario Teológico Presbiteriano, sobre esta temática. Agradezco en esto a Manuel Alveal Vera, hermano metodista y amigo, quien me facilitó algunas fotografías y materiales, a partir de su trabajo archivístico. Las diapositivas pueden ser descargadas pinchando acá.

Las diapositivas no entregan datos bibliográficos con la finalidad de no recargar la presentación. Pero quienes quieran conocer los textos estudiados con la idea de profundizar en sus estudios, pueden encontrar dicha bibliografía pinchando acá.

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Una de las fotos de la primera conversación del Summer Theology, realizado el 7 de enero de 2015, sobre pentecostalismo chileno.

Para conocer el registro de las otras sesiones, haga clic acá.