Kuyper, una alternativa reformacional y el socialismo. Una precisión conceptual.

Publicada en Estudios Evangélicos.

Si hay algo que fortalece el desarrollo del pensamiento es el debate de ideas, pues como diría Rosaria Butterfield “donde todos piensan lo mismo nadie piensa mucho” [1]. Y si pensar y debatir son una aventura, escribir implica riesgos. Y el riesgo principal – sobre todo en la narrativa no ficcional- radica en el acto de desnudar la mente y exponer lo que se piensa ante un público diverso, con lectores que entienden la realidad de manera similar o discordante. Y entre los últimos, hay quienes piensan diferente, pero tienen el vivo ánimo de comprender, en detrimento de quienes no les interesa comprender, sino buscar lo que se puede tijeretear para atacar con el sustento de una apologética miope y sorda.

Sin lugar a duda, la reseña escrita por Ángelo Palomino sobre el libro “Ni un centímetro cuadrado. Una introducción al pensamiento reformacional” [2], procede de una lectura seria y rigurosa, que tiene el ánimo de comprender. Con la presuposición de dicha buena fe, la que se ve avalada por el tenor de su escritura, y con el respeto que me merece el sitio web “Estudios Evangélicos”, es que me permito escribir esta respuesta al modo de una precisión conceptual. Palomino en su reseña, en el párrafo dedicado a mi artículo sobre Abraham Kuyper [3], bosqueja de manera sucinta los puntos principales que se encuentran él y, al final, comenta lo siguiente: “Aquí cabe señalar que a Kuyper se le califica acertadamente como un demócrata cristiano, como referente de un proyecto alternativo al liberalismo individualista y el socialismo estatista. Aunque hay que preguntarse si son adecuadas las referencias que plantean la lectura de un Kuyper cercano a la izquierda, por ejemplo cuando el autor señala que con él se está frente a un régimen ‘socialista’. Kuyper es más bien un socialcristiano” [4]. ¿Por qué responder a un fragmento tan breve de una reseña? Por dos razones que creo de suyo relevantes: la primera, ya fue señalada, por el respeto al interlocutor y al medio en que se difunde la reseña; y, junto con ello, el ambiente crispado de la discusión política entre creyentes, tanto en Chile como en América Latina, lo que ha generado en el mundo evangélico ruptura de relaciones fraternas y, lamentablemente, la estigmatización de hermanos en la fe, comunidades eclesiásticas e instituciones paraeclesiales.

Creo que la mejor forma de realizar la precisión conceptual que pretendo es realizando una cita directa de un texto de Abraham Kuyper, luego citar lo que escribo sobre dicho asunto (pensando en quienes aún no han leído el libro), explicar el uso del concepto “socialista” presente en el texto del teólogo holandés y cómo éste ha sido abordado por otros autores que han estudiado su obra.

La cita de Abraham Kuyper fue tomada del libro “El problema de la pobreza”. Para la realización del artículo tuve a la vista una cuidadosa traducción al portugués. Digo cuidadosa, pues en dicho ejercicio, por ejemplo, cuando Kuyper habla de “lucha de clases” lo traducen como “conflicto de clases”, precisamente para no alarmar a un grupo de lectores que no conocen que dicho concepto se origina en el Medioevo y no de la pluma de Karl Marx. “El problema de la pobreza” es el discurso que Abraham Kuyper realiza en la inauguración del Congreso Socialcristiano, realizado en Holanda en noviembre de 1891, al alero del Partido Antirrevolucionario. Cito extensamente:

“En lo que concierne a la insustentabilidad de la situación social, nacida como tal del individualismo de la Revolución Francesa, no debe haber una opinión diferenciada entre los cristianos. Si aún estuviera sintiendo un corazón humano latiendo en su pecho y si el ideal de nuestro santo Evangelio aún le inspira, entonces su deseo debe ser de repudio en relación con la situación actual. Al final, percibimos que, si las cosas continuaran así, tendremos cada vez menos cielo y cada vez más un poco del infierno en este mundo. Nuestra sociedad está, poco a poco, desligándose de Cristo. Está inclinándose en el polvo frente al dios Mammon. Y por el estímulo inquieto del egoísmo brutal, vacilan, como el salmista lamentaría, los fundamentos de la tierra. Todas las vigas y anclajes de la estructura social se desajustan. La desorganización cultiva la desmoralización. Y, en el creciente libertinaje de unos en contrapartida con la siempre creciente necesidad de otros, es posible verificar la descomposición de un cadáver en vez de un rubor vivaz y de una fuerza muscular de un cuerpo saludable y lleno de vigor.

No, no es necesario que eso continúe así. Puede mejorar. Y la mejoría se encuentra -sin duda alguna, y no tengo miedo de usar la palabra- en el camino del socialismo. No obstante, no en el socialismo entendido como un programa proveniente de la socialdemocracia. Sin embargo, el uso de esta hermosa palabra debe ser entendida de tal forma que nuestra sociedad, nuestra patria amada, entre en sintonía con las palabras de Da Costa. Que ella ‘no sea como un pedazo de tierra lleno de muchas almas’, sino que sea una sociedad querida por Dios, un organismo humano vivo. No un mecanismo hecho de partes distintas, no un mosaico formado por adoquines incrustados al lado del pavimento de una calle, como Beets diría: no un montaje. Pero sí un cuerpo en sumisión a la ley de la vida, la cual afirma que somos miembros los unos de los otros. Un cuerpo en que, por tanto, el ojo no puede faltar al pie, ni el pie puede ser alguna cosa sin el ojo. Y esa verdad humana, científica y cristiana que fue profundamente incomprendida, vehementemente negada y gravemente derrumbada y ridiculizada por la Revolución Francesa. Y es contra esa negación, con su cuna en el individualismo de la Revolución Francesa, que todo el movimiento social de nuestros días se ha posicionado.

Por tanto, es un engaño pensar o incluso imaginar que el socialismo de nuestros días tenga como fuente la utopía confusa de los fanáticos o tenga su origen en las mentes de los hambrientos exaltados” [5].

Por su parte, esto es lo que señalo en mi artículo:

“Kuyper es consciente que se hace visible un conflicto o lucha de clases, dando cuenta de un fenómeno histórico y no de una opción política. Para Kuyper la opción política se da dentro de la institucionalidad, por lo cual, un gobierno tiene como finalidad proteger a los más débiles frente a los abusos de los poderosos de la tierra, en un régimen de tipo ‘socialista’. Un lector apresurado de Kuyper, desde nuestros tiempos, podría sentir confusión a lo menos con una declaración como esa. Pero la definición de esta alternativa refiere a ‘una sociedad querida por Dios’, en la que el rasgo comunitario se hace manifiesto en la figura de un cuerpo en el que cada sujeto es un miembro de él y, por ende, que reporta bienestar a los demás. Una sociedad en la que la misericordia no tiene que ver con sólo dar dinero, sino con el amor cristiano que consiste en ‘una donación completa’, es decir, ‘una donación de sí mismo, de su tiempo, de sus fuerzas y de su empatía’. Una sociedad en el que principio de propiedad es respetado desde un prisma teológico y con un alto sentido ético y de apego a la legalidad, puesto que: ‘La propiedad absoluta es solamente encontrada en Dios. El hombre que vive de acuerdo con la Palabra de Dios debe recordar que todas nuestras propiedades son solamente usadas como préstamo. Toda nuestra gestión es vista como mayordomía’. Un principio de propiedad que no olvida que el fruto de la tierra y la semilla que produce pan deben beneficiar a todo el pueblo. Estamos frente a un ‘socialismo comunitario’, ‘comunitarismo social’ o ‘socialcristianismo’ en el pleno sentido de la expresión, que hace un guiño a las redes simbióticas de Johannes Althusius, que tal y como explica Guilherme de Carvalho, ‘Kuyper está pensando aquí en una sociedad civil fuerte, con esferas de soberanía saludables que nada tengan sino sólo a Dios encima de ellas, y en las cuales las personas cooperan en paz para alcanzar sus fines comunes’. Por ello, la opción política del neocalvinismo no puede ser subsumida ni por planteamientos de derechas ni de izquierdas, ni mucho menos, usada como excusa para tapar otras premisas ideológicas, a no ser que se tenga una vocación para el suicidio intelectual (‘un reino dividido contra sí mismo no puede subsistir’, dijo Jesús). Y no puede ni lo uno ni lo otro, no porque sea ilegítimo que un cristiano asuma tal o cual posición, sino porque el pensamiento reformacional, consciente de la justicia de Dios expresada en la Escritura, es de por sí un camino alternativo, ‘propio’ como decían los democristianos chilenos en la década de los cincuenta y sesenta del siglo XX” [6].

¿En qué momento de mis palabras sitúo a Kuyper como un sujeto cercano a la izquierda? La verdad, es que no lo veo. El concepto socialismo lo ocupa el propio Kuyper, no es algo impuesto ni una analogía con otra palabra suya. Luego, explico el uso que el autor da a dicho concepto, señalando el énfasis comunitario que tiene para él y que emerge, huelga decirlo acá, desde una rehabilitación tomista en el protestantismo. Esto es de suyo relevante, debido al contexto histórico, en tanto el Congreso Socialcristiano se realiza el mismo año en que es publicada la Encíclica Rerum Novarum, que origina lo que se conoce como “doctrina social” en la Iglesia Católica Romana, que es lo que permite a algunos neocalvinistas construir una relación del concepto “soberanía de las esferas” con el de “subsidiariedad”, no obstante, Kuyper ocupa el primero y no el segundo, lo que por cierto no deslegitima dicha analogía. A su vez, al final del texto citado queda suficientemente claro que no hay ninguna intención de acercar a Kuyper a posiciones de izquierdas. De hecho, es la única vez en el artículo que hago alusión a ese sector del espectro político con categorías geolocalizadoras. Poco antes del texto aludido por Palomino señalo que la actitud de Kuyper respecto del derecho a sufragio del “pueblo menudo” y a la sindicalización, siguiendo la tónica de los partidos demócrata cristianos en el mundo, es consistente con su concepción política sustentada en su mirada cosmovisional porque: “se era antirrevolucionario con relación a la revolución francesa y el liberalismo, a la socialdemocracia y al socialismo estatista, lo que sentó las bases para la crítica posterior a los totalitarismos fascista y bolchevique. Kuyper era conservador y antirrevolucionario, lo que no implica negar la posibilidad de la transformación social, pues no estamos frente a un reaccionario con relación a la historia. Nadie que crea en el poder redentor de Jesucristo puede serlo” [7].

La edición en portugués del discurso de Kuyper cuenta con exposiciones de otros autores brasileños dedicados a la producción teólogico-pública. De Carvalho, antes del texto citado en mi artículo para el libro señala que, ante la disyuntiva presentada por la Cuestión Social, la solución de Kuyper está en el “socialismo”. Dice: “La perplejidad aquí resulta innecesaria: el ‘socialismo’ de Kuyper no es aquel concebido desde el influjo del principio revolucionario, que él denuncia con todas sus fuerzas, sino el socialismo entendido como la existencia de una sociedad viva y orgánicamente cohesionada, un ‘cuerpo’ con muchos miembros, con funciones diversas e interdependencia. El ojo educado sabrá que Kuyper tiene en mente la sociedad de redes simbióticas de Johannes Althusius (1557-1563), algo que estaría más próximo, hoy, de un comunitario social” [8]. Por su parte, Lucas Freire dirá que Kuyper “busca redefinir el sentido de ‘socialismo’ para significar un énfasis en la sociedad como un ‘organismo humano vivo’ en reconocimiento de la majestad de Dios” [9]. Con todo esto, estoy relevando que Kuyper resemantiza el concepto de socialismo en su uso, cristianizándolo, y ocupándolo con un fin alejado no sólo del “socialismo secular” en sus versiones marxistas o socialdemócratas, sino que también de miradas funcionalistas y mecanicistas en boga en el siglo XIX. Su mirada comunitaria tiene siempre en cuenta a la persona humana. Si este aspecto resemantizador no queda lo suficientemente claro en mi artículo del libro, inclusive con la advertencia a los lectores apresurados, aquí espero que lo esté (más todavía). Con esto, desde mi intención comunicativa me hago cargo principalmente de lo que escribí y, secundariamente, de lo que se entiende, no obstante, crea que es importante, en este caso particular, dar una explicación con el mismo talante serio con el que mi interlocutor reseñó el libro.

En todo análisis lector, no sólo en aquellos que tienen que ver con lo político, es sumamente relevante decir que los conceptos no tienen identidad, son neutros hasta que son utilizados por un autor, lo que abre posibilidades múltiples de significados. Es el uso de los conceptos por determinados actores, dando cuenta de una experiencia histórica, que los conceptos revelan la identidad, lo que hace notar la conmensurabilidad semántica de los mismos, puesto que se modifican con-y-en la práctica histórica. Los conceptos en política tienen una “dimensión ilocucionaria”, en otras palabras, permiten aterrizar el proyecto a la acción y adentrarse en la disputa que se genera por una mediación discursiva [10]. En la literatura evangélica esto es notorio en conceptos tales como “religión” o “humanismo”, con usos positivos y negativos, en ocasiones inclusive en un mismo autor. Este es el caso del discurso de Kuyper, en el que usa el concepto “socialismo” positiva y negativamente, dependiendo de lo que pretenda plantear o criticar. Por eso, cuando doy cuenta de su alternativa digo “de tipo ‘socialista’” y no “socialista” a secas, todo eso antes de la explicación de lo que refiere para él. Lo importante cuando leemos a Kuyper no es lo que nosotros pensamos que significa el socialismo, sino lo que él pensaba en la afirmación y en la crítica. Es ahí donde se encuentra, a mi juicio, la raíz del error en la lectura de Palomino a mi artículo. Es por ello, que escribí esta réplica.

De todas maneras, mi agradecimiento por la lectura de Ángelo Palomino, que motiva a seguir reflexionando sobre estos asuntos que siguen siendo relevantes, política y espiritualmente, a la hora de pensar y vivir en el Chile actual.

Luis Pino Moyano, Licenciado en Historia con mención en Estudios Culturales de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.

 


[1] Rosaria Butterfield. Pensamentos secretos de uma convertida improvável. Brasília, Editora Monergismo, 2013, p. 25.

[2] Jonathan Muñoz (coordinador). Ni un centímetro cuadrado. Una introducción al pensamiento reformacional. Santiago, Libros de Teología Ediciones y Fe Pública, 2021.

[3] Luis Pino. “Pensar, vivir y trabajar con los ojos puestos en el Soberano. Una lectura a Abraham Kuyper”. En: Ibídem, pp. 18-41.

[4] Ángelo Palomino. “Una propuesta de soberanías para nuestra realidad y vida pública. Reseña del libro ‘Ni un centímetro cuadrado. Una introducción al pensamiento reformacional’”. En: Estudios Evangélicos. http://estudiosevangelicos.org/una-propuesta-de-soberanias-nuestra-realidad-y-vida-publica-resena-del-libro-ni-un-centimetro-cuadrado-una-introduccion-al-pensamiento-reformacional/(Consulta: 29 de abril de 2022).

[5] Abraham Kuyper. O problema da pobreza: a questão social e a religião cristã. Rio de Janeiro, Thomas Nelson Brasil, 2020, pp. 119-121 (Traducción propia, al igual que todas las demás tomadas de dicho libro). Véase también la traducción al inglés: Abraham Kuyper. Christianity and the class struggle. Grand Rapids, Piet Hein Publishers, pp. 39-41.

[6] Pino. Op. Cit., pp. 36-37. Las citas de Kuyper son tomadas del libro referido en la nota anterior en las pp. 120, 128, 133, 134. La cita del otro autor corresponde a: Guilherme de Carvalho. “Préfacio”. En: Kuyper. Op. Cit, p. 16.

[7] Pino. Op. Cit., p. 34.

[8] De Carvalho. Op. Cit.

[9] Lucas G. Freire. “Epílogo”. En: Kuyper. Op. Cit, p. 156.

[10] Véase: Cristina Moyano. “La historia política en el bicentenario: Entre la historia del presente y la historia conceptual. Reflexiones sobre la Nueva Historia Política”. Revista de Historia Social y de las Mentalidades. “Historia conceptual y lenguaje político. Debates teóricos y estudios de caso”. Departamento de Historia Universidad de Santiago de Chile, Volumen 15, Nº 1, 2011.

¿Cómo, por qué y para qué la Historia? Una lectura a tres propuestas posmodernas.

De manera posterior a la segunda guerra mundial los elementos fundantes de la modernidad se ponen en duda. Ya no se cree ni en linealidades ni en progresos. Se caen los metarrelatos y, al decir Lacan, quien revierte uno de los eslóganes de los jóvenes del mayo del ’68, “las estructuras salieron realmente a la calle”. Es así como nos acercamos a la mentada “crisis de la historia”. Gérard Noiriel postula que esta crisis se debe a una pérdida de identidad, debido a que se ha producido una multiplicidad de respuestas a la pregunta que define la disciplina: ¿qué es la historia? [1] Estamos en presencia de un debate polifónico por antonomasia. Se viviría bajo lo que Lyotard denominó “la condición posmoderna”, la que se caracteriza por la deconstrucción, la discontinuidad y la relatividad, elementos que se mueven como tormentosas aguas [2]. Dicha escena permite la configuración de un nuevo paradigma histórico que presenta el texto histórico como un artefacto literario. Entonces, a partir de la lectura de Hayden White, Michel Focault y Keith Jenkins [3], y el acercamiento a la cuestión metodológica, que implica no sólo el contenido del discurso sino también su forma (el cómo), podemos extender la discusión a la finalidad y utilidad de la historia (el por qué y el para qué). 

Hayden White sitúa la discusión sobre la disciplina historiográfica, en el cuestionamiento de la existencia de un método propio de la historia y de una conciencia histórica. A su vez, el debate se hace parte de la discusión que señala el carácter ficticio de las reconstrucciones históricas, su lucha por insertarse en el estatuto epistémico de las ciencias sociales [4]. ¿Es ciencia rigurosa o arte auténtico? En ese sentido, White rescata las dudas de filósofos ingleses y estadounidenses que plantean que la conciencia histórica viene a ser la base teórica de una posición ideológica cuyo prejuicio se transforma en el fundamento de la superioridad de la sociedad industrial moderna. 

White define la obra histórica “como lo que manifiestamente es: es decir, una estructura verbal en forma de discurso de prosa narrativa que dice ser un modelo, o imagen de estructuras y procesos pasados con el fin de explicar lo que fueron representándolos” [5]. Entre sus modelos reconocidos, el autor ve a (historiadores tradicionales) Michelet, Ranke, Tocqueville y Burckardt y a (filósofos de la historia) Hegel, Marx, Nietzsche y Croce. Éstos asentarían un canon que permite señalar qué es y no es una obra histórica. Los historiadores tradicionales organizan su relato en el campo de la crónica, que no es más que el ordenamiento de los hechos, en el orden temporal en que ocurrieron. Cuando los elementos se organizan en el relato, presuponemos la ordenación de hechos como componentes de un espectáculo, con un comienzo, medio y fin. Los hechos no son coherentes en sí mismos, es el relato el que los dota de coherencia, permitiendo su comprensión. Aquí el elemento clave es la trama. White define tramado como “la manera en una secuencia de sucesos organizada en un relato de cierto tipo particular” [6]. El historiador se encuentra obligado a tramar y lo puede hacer de cuatro modos de trama: romance, tragedia, comedia y sátira. Para el autor, hasta la historia más sincrónica y estructural se encuentra tramada de alguna manera. La sátira es el relato organizado en el modo irónico. Por su parte, el romance es, fundamentalmente, un drama de autoidentificación simbolizado por la trascendencia del héroe del mundo de la experiencia, su victoria y su liberación final. Tenemos también la tragedia y la comedia. La primera de ellas, desemboca en una revelación de la naturaleza de las fuerzas que se oponen al hombre. La segunda, desemboca en la reconciliación final de fuerzas opuestas. Estas cuatro formas arquetípicas de relato nos proporcionan un medio de caracterización de los distintos tipos de efectos explicativos que un historiador puede alcanzar en el nivel de la narrativa y, nos permite distinguir las narrativas diacrónicas o procesionales de las sincrónicas o estáticas, en las que domina el sentimiento de continuidad estructural. Estas narrativas indican solamente una diferencia en la relación continuidad-cambio. En ese sentido, la argumentación formal es el sentido o significado de todo lo que el historiador ya tramó. Es por eso que el autor habla de una poética de la historia recalcando su componente imaginativo. Y es ese componente, el que le permite establecer que el historiador está implicado ideológicamente, se encuentra posicionado. Para White, la ideología es “un conjunto de prescripciones para tomar posición en el mundo presente de la praxis social y actuar sobre él” [7]. 

A eso se refiere, por su parte Keith Jenkins cuando señala que la historia es “ideológica y posicionada/posicionante”, es “siempre para alguien” [8]. Vale decir, la reconstrucción historiográfica del pasado no es natural ni objetiva ni posible. Siempre hay representación y por ende constructo cultural. Jenkins dirá que “el pasado no existe ‘históricamente’ fuera de las apropiaciones textuales y constructivas de historiadores, por lo cual, habiendo sido hecho por ellos, no tiene independencia propia que le permita resistir a su voluntad interpretativa, en lo particular a nivel del significado” [9]. Y, en ese sentido, si hay una constatación posible al historizar la propia disciplina es que la ideología burguesa se ha articulado en el discurso histórico. 

Es lo anterior lo que nos permite un acercamiento a la propuesta foucaultiana. Foucault propone un sistema de estudio que es la genealogía, que no está interesada en conocer los orígenes, sino, más bien las procedencias. En la genealogía uno se acerca a lo esencial a bandazos, por lo cual uno siempre trabaja a partir de un dominio empírico. Pero para él, la problematización no es la representación de un objeto preexistente ni la creación discursiva de un objeto que no existe, sino más bien, “el conjunto de las prácticas discursivas y no discursivas lo que hace entrar a algo en el juego de lo verdadero y de lo falso y lo constituye como objeto de pensamiento” [10]. Lo importante, en esta forma de reflexión, es el fenómeno a estudiar, ya no en un contexto social, político y epistemológico o en relación con los otros, sino con el problema invertido, en relación al individuo mismo. La pregunta sería: “-¿Cómo lo afecta a uno una situación?” Foucault señala: “He aquí lo que he intentado reconstruir: la formación y el desarrollo de una práctica del yo que tiene por objetivo constituirse a uno mismo en tanto obrero de la belleza de su propia vida” [11]. La metodología, partiría con el tema en los términos en que se plantea en la actualidad, realizando un análisis a partir de una cuestión presente [12]. 

Todo ello nos hace entender al pensador francés cuando señala que “la genealogía no se opone a la historia como la visión altiva y profunda del filósofo se opone a la mirada de topo sabio; se opone, por el contrario, al desplegamiento metahistórico de las significaciones ideales y de las indefinidas teleologías” [13]. Foucault insiste en dos cosas. En que no hay posibilidad de descubrir los orígenes, como causas unívocas, sino más bien relevar emergencias, puesto que la historia, siguiendo la idea nietzscheana, es humana, sobre todo humana. Por ello es que el sujeto que historiza lo que observa siempre mira desde un determinado ángulo. En ese sentido, se debe obviar la pretensión cientificista de la separación del sujeto cognoscente con su objeto de estudio. Y eso otorgaría herramientas. Al decir de Jenkins, el posmodernismo radical, “ofrece al menos la posibilidad de mantener vivo el pensamiento emancipatorio” [14]. No se trata de la mera repetición de lo viejo. 

Debo señalar que la crítica posmoderna a la historia, en muchos aspectos, me hace sentido. Me hace consciente del uso de los conceptos y de su utillaje político, ergo de su carencia de neutralidad. Me hace consciente de mis decisiones a la hora de narrar y de escribir, puesto que no existe historia sin narración y discurso. Bajo ese sentido, puedo distinguir la diferencia entre ficcionalidad y falsedad, en tanto todo hecho o evento en la historia siempre lo miro desde un lugar de producción, lugar que está cargado de toda mi subjetividad, lo que no es reducido por el uso de métodos y herramientas de análisis, por que no son ellas las que me usan a mí, sino al revés. El relato final siempre dice lo que quiero decir, y si no lo hace, no está bien logrado. Eso, además, es lo que me hace dar importancia en mi relato a ciertos sujetos o acciones y minusvalorar e, inclusive, omitir a otros. Pero esos reconocimientos no me pueden hacer obviar a los sujetos. No soy yo el que les da habla, cuando ellos ya la tuvieron antes. No doy voz al sin voz, sino relevo al que ha sido ocultado o acallado por una voz (pre)potente. 

Foucault decía que “La historia tiene más que hacer que servir a la filosofía y narrar el nacimiento necesario de la verdad y del valor; la historia ha de ser el conocimiento diferencial de las energías y las debilidades, de las cumbres y de los hundimientos, de los venenos y de los contravenenos. La historia ha de ser la ciencia de los remedios” [15]. Pero, ¿cómo puede ser la ciencia de los remedios si mi historia carece de sujetos? Porque si bien es cierto, Jenkins señala que el posmodernismo radical aumenta o mantiene la posibilidad de emancipación, habría que preguntarse: ¿emancipación de quién? Lisa y llanamente, emancipación del sujeto historiador que escribe y narra apartado de toda normatividad cientificista. Pero no emancipación de los sujetos que narro o leo, puesto que quedan atrapados en mi escritura. Están sujetados por mi relato. Sin lugar a dudas, esa no es la historia que quiero escribir ni mucho menos hacer. 

Luis Pino Moyano.


Notas bibliográficas. 

[1] Gérard Noiriel. Sobre la crisis de la Historia. Madrid, Ediciones Cátedra, 1997. 

[2] Jean-François Lyotard. La condición postmoderna. Informe sobre el saber. Madrid, Ediciones Cátedra, 1987.   

[3] Hayden White. Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2002; Michel Foucault. Nietzsche, la genealogía, la historia. Valencia, Pre-textos, 1997; Keith Jenkins. ¿Por qué la historia? México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2006. He leído, para esta entrega, los textos de Foucault y Jenkins en función del texto de White, agregando, a su vez, unas breves referencias a otras lecturas.  

[4] La discusión fue propuesta en diversos momentos por Valéry, Heidegger, Sartre, Lévi-Strauss y Foucault.

[5] White. Op. Cit., p. 14.

[6] Ibídem, p. 18.  

[7] Ibídem, p. 32. 

[8] Jenkins. Op Cit., p. 12. 

[9] Ibídem, p. 13. 

[10] Michel Foucault. Saber y Verdad. Madrid, Editorial La Piqueta, 1991, pp. 231, 232. Capítulo: “El interés por la verdad”.  

[11] Ibídem, p. 234. 

[12] Ibídem, p. 237. 

[13] Foucault. Nietzsche… Op. Cit., p. 13. 

[14] Jenkins. Op. Cit., p. 64  

[15] Foucault. Nietzsche… Op. Cit., p. 53.  

Memoria, horror y perdón. Un análisis a “El lector”.

“Ser cristiano significa estar limpio en un mundo sucio. No sirve de nada tratar de escapar del contacto con el mal. No sólo está dentro de nosotros, sino también a nuestro alrededor. Por mucho que podamos mirar hacia un nuevo cielo y una nueva tierra, no podemos decidir no participar en el mundo aquí y ahora. No sólo hay que mantenerse limpio en medio de la suciedad, también debemos estar gozosos y ser compasivos en medio de sus sufrimientos. Debemos comprender el mundo para conocer lo que pertenece a Dios, saber lo que es bueno y lo que es malo. Pero no nos corresponde juzgarlo o cancelarlo, porque es Dios quien ha de juzgar”. 

H. R. Rookmaaker [1].

¿Existe algo tan difícil en la existencia humana como acercarse al horror, con sus memorias y traumas? Creo que sí. Y es el camino posterior, cuando dentro de las alternativas aparece la posibilidad del perdón. A continuación, me permitiré un análisis de la novela de Bernard Schlinck “El Lector” [2], como también de la película homónima del año 2008, basada en esta obra, y dirigida por Stephen Daldry y protagonizada por Kate Winslet (le valió el premio Oscar), Ralph Fiennes y David Kross. Aquí se hace pertinente tener en cuenta, puesto que la fuente de análisis es una novela histórica detenida en película, lo dicho por Dominick LaCapra: “No hay que confundir al teórico o comentador que (cuestionablemente, según creo) habla por la víctima, o transforma los traumas de otros en ocasión para dar un discurso de la sublimidad, con la víctima que experimenta el síntoma como recuerdo vinculante con sus allegados muertos, ni tampoco aquel individuo poseído por los muertos que habla ‘miméticamente’ con sus voces” [3]. En otras palabras, la invitación nunca es dejar de leer la producción relacionada con el horror vivido. Lo que sí hay que hacer, es tener en cuenta el efecto performativo que produce el relato, el que no sólo actúa en la razón sino también en los sentimientos, llevándonos a construir reflexiones y movilizándonos a nuevas experiencias. 

1. Rápido repaso de la obra.

Debo señalar que, salvo la discordancia de las fechas entre la novela y la película (ésta última presenta fechas posteriores a la Segunda Guerra Mundial), la película da cuenta de una representación muy fiel  al texto literario. De hecho, el interés por realizar esta reflexión surgió de la vista de la película una decena de veces, lo que no obstó a que al verla una vez más, luego de la lectura de la obra, notara en la representación fílmica una serie de detalles de representación actoral que antes había pasado por alto. El libro alumbró sobre todo el lenguaje no verbal. 

La historia muestra el romance de un quinceañero Michael Berg con una bella mujer mayor llamada Hanna Schmitz. El encuentro inicial estuvo mediado por la enfermedad de Michael, quien recibió ayuda de una desconocida. Tres meses después se produce el reencuentro, cuando el protagonista se mejora de la hepatitis (escarlatina, señala la película). Allí comienza una serie de encuentros, marcados por la triada ducha-sexo-lectura. Pasión, que despierta el romance, y que trae consigo, tanto la compañía y el deleite, como también la rabia y la incomprensión. Michael y Hanna viven el erotismo en toda su expresión. Cada vez que veo esos momentos de la película, no puedo dejar de recordar las palabras de Georges Bataille, cuando señaló que: “El erotismo del hombre difiere de la sexualidad animal precisamente en que moviliza la vida interior. El erotismo es que en la conciencia del hombre pone en cuestión al ser” [4].  De hecho, tal y como señalara Bataille, este romance furtivo da cuenta de que aparentemente se busca un objeto de deseo fuera de uno, pero lo que en realidad sucede es que esos objetos responden a nuestra interioridad, a la interioridad del ser. Ocurre que en medio de esa relación dialéctica de encuentros y desencuentros, de la noche a la mañana Hanna desaparece, lo que hace que Michael quede sumido en la soledad, en la indiferencia, lo que trasuntó en individualismo. “No fui franco con nadie”, diría Michael a su hija Julia, muchos años después. 

Michael, cumplidos sus años de escuela, pasa a estudiar derecho en la Universidad de Heidelberg. Allí toma un curso para alumnos aventajados con el formato de seminario, sobre filosofía del derecho, dirigido por el Profesor Rohl, quien había vuelto a ejercer la docencia luego de la derrota del nazismo. En ese contexto, es que junto a su profesor y compañeros de curso asisten a juicios de crímenes de lesa humanidad durante la Segunda Guerra Mundial. Allí se vuelve a encontrar con Hanna, que era una de las acusadas. Cuando desapareció, dejando su trabajo, fue porque había ingresado a las SS, en 1943. Hanna señala que se trató de una oportunidad laboral que mejoraba su condición. Estuvo en campos de concentración en Auschwitz y luego en Cracovia y, participó del traslado de prisioneros en el invierno de 1944 en las “marchas de la muerte”. Ilana Mather una joven que en su niñez había estado prisionera en las mazmorras del nazismo da cuenta del proceso de selección de reclusas para la muerte, reconociendo a las oficiales a cargo de llevar a cabo dicha tarea, entre ellas a Hanna. Ella reconoce el hecho, diciendo: “Las viejas debían hacer espacio para las nuevas […] ¿Qué habría hecho usted?”. Según el testimonio de Ilana, Hanna aparenta más bondad en las decisiones, puesto que hacía que las mujeres y niñas le leyeran por las noches. Es en medio del juicio que Michael descubre un secreto que avergüenza a Hanna más que el haber pasado por las SS. Ella no sabía leer, por eso pedía a Michael que le leyera. Por eso pedía a las niñas y mujeres, prisioneras por ser judías, que le leyeran. Michael se da cuenta de esto cuando las compañeras de armas de Hanna de estar a cargo de la sección y que fue la redactora del informe que justifica la muerte de casi una centena de prisioneras en un incendio. Se le pide firmar un documento para comparar la letra. Hanna no lo hace, y además de eso se inculpa. Hanna es condenada por la muerte de trescientas personas, y le dan cadena perpetua. 

Años después del juicio, Michael le comienza a enviar grabaciones en casete de libros a Hanna, quien seguía reclusa. Los mismos libros de las tardes de romance, junto a nuevas lecturas. A partir de eso, Hanna empezó a leer y escribir de manera autodidacta. Cuando Hanna llevaba veinte años en prisión se genera un plan de reinserción social y liberación de Hanna, por lo que acuden a la única base de apoyo posible en la red de contactos: Michael. Ahí se produce el primer contacto directo entre ambos luego de la desaparición de Hanna. Michael le habla de su divorcio, y que le consiguió un pequeño departamento, cerca de la biblioteca pública y un trabajo. La forma no fue la más apropiada. De hecho se genera una tensión por una pregunta de Michael respecto a la memoria, a lo que Hanna le dice que daba lo mismo lo que había ocurrido, que los muertos estaban muertos, y que lo que valía es que ya sabía leer. La conversación terminó sin una retroalimentación esperada, más por ella que por él. Cuando se producía el día de la liberación, Hanna se suicidó. Dejó un testamento en el que le encargó a Michael dejar sus ahorros para Ilana Mather. Él viaja a Estados Unidos para entregar dicha donación, la que Ilana no recibe, ni acepta que se entregue a una organización de familiares víctimas de la Shoá porque consideraba una ofensa que absuelve dicho hecho, aunque consiente en que se entregue a una organización judía en pro de la alfabetización. 

La novela es de un realismo y de una crudeza potentes, lo que también se ve reflejado en la película que cuenta con una deslumbrante actuación de Kate Winslet (vale la pena recordar que recibió el Oscar por dicha actuación). La trama envuelve, provocadoramente atrapa de principio a fin, y de una u otra manera, hace que uno termine empatizando con Hanna, más allá de lo que ella realizó. No se trata de una película que hable de la Shoá desde una perspectiva victimizadora, aunque éste asunto aparece en el juicio, en la discusión de la universidad, en el viaje de Michael a Auschwitz. No es lo central de la narración. Lo central es la lucha por la redención y en que al fin y al cabo todos los actores en escena se encuentran frente a un tribunal. No sólo Hanna y sus compañeros de armas. Todos. La pregunta por el sentido y la ética relacionada con las acciones que emergen de la voluntad de los seres humanos Dicha respuesta trastoca a lectores-espectadores. 

2. Preguntas que emergen de la lectura doble. 

a. ¿Cómo analizar y comprender la memoria del horror manifestada en la película desde una perspectiva cosmovisional cristiana?

La razón por la que cuando encuentro esta película en la televisión no puedo dejar de verla es porque me constriñe en mi pulsión por las construcciones historiográficas, sobre todo, aquellas que tienen que ver con la memoria del pasado reciente. Veo a Hanna y mi empatía con ella, y me pregunto, si me pondría en el lugar del otro mostrando mayor misericordia por un violador de derechos humanos, confeso de sus delitos, si fuese un conocido mío con quien el afecto, a pesar del daño realizado, nos une de manera indefectible. Hanna no muestra ninguna seña de arrepentimiento. Es más, muestra una fe en el progreso humano de corte ilustrado tremendo, pensando en que la educación, sobre todo cuando reporta el esfuerzo autodidacta, termina redimiendo a la persona.  Aquí nos encontramos con el dolor del trauma de una manera distinta a las de otras producciones. No es La lista de Schindler, ni tampoco la trasandina La noche de los lápices. Aquí no se ve el desgarro de la tortura. Se ve el desgarro del trauma de la victimaria. Es trauma, porque éste sólo es susceptible de ser dejado de lado cuando se le ponen palabras al dolor. Pero aquí, el dolor está tapado por la individuación. La película es cruenta, porque hace descubrir la parcialidad que hay en nuestros corazones, y que cuestiones que parecen tan absolutas como la justicia histórica son relativizados, cuando por ejemplo, se trata de una mujer amada como Hanna Schmitz. 

Ahora bien, no sólo es el amor que identifica con el otro, en este caso Hanna, sino también algunas de las discusiones emergidas producto del juicio. En la película, aparece esta opinión del profesor Rohl a sus estudiantes: “Las sociedades piensan que se rigen por algo llamado moralidad, se rigen por algo llamado ley. Uno no es culpable de nada sólo por trabajar en Auschwitz. Ocho mil personas trabajaron en Auschwitz. Exactamente diecinueve han sido condenadas, y sólo seis de homicidio. Para probar el homicidio, debes probar la intención. Esa es la ley. La cuestión nunca es si estuvo mal, sino si fue legal. Y no según nuestras leyes, no. Según las leyes de ese tiempo. […] Sí. La ley es limitada. Por otro lado, sospecho que la gente que mata a otra gente tiende a ser consciente de que está mal”. Aquí tenemos a un abogado poniendo en cuestión la absolutización de la mirada legal, que terminó castigando a unos pocos, a modo de chivo expiatorio, basados en la preeminencia de la ley. Preeminencia de la ley que deja de lado la moral. Y no cualquier ley, las leyes del nazismo, cuya desobediencia implicaba traición con las consecuencias previsibles de ello. Pero dicho abandono de la moral, nunca es total, pues la conciencia sigue juzgando. El dilema es terrible, porque si traslapamos este hecho ficcional a nuestros hechos factuales, en el Chile dictatorial, muchos de quienes hoy se encuentran prisioneros eran subalternos. Subalternos de un poder que se automiraba con la facultad de hacer mover las hojas con su sola palabra. ¿Hasta qué punto los responsables de los crímenes de lesa humanidad del Chile contemporáneo son chivos expiatorios de los responsables civiles y militares? ¿Qué hace que muchos de los responsables y cómplices civiles y militares, lejos de su apresamiento siguen ejerciendo dosis de poder en la sociedad re-fundada a imagen y semejanza de Pinochet?

Antes de ser lapidado, decir, que son preguntas que se relevan y estremecen a partir de la producción fílmica, no declaraciones de certezas. Porque la certeza es cosmovisional. Bíblicamente, Hanna y sus compañeras serían como aquellas personas que “sembraron vientos y cosecharán tempestades” (Oseas 8:7), por ende, sembró lo que cosechó, y frente a eso, Dios no puede ser burlado (cf. Gálatas 6:7,8). Los delincuentes deben ser juzgados, sobre todo aquellos que matan y dañan la dignidad de otros seres humanos. La vida está por sobre la propiedad privada, más allá de lo que la cultura imperante nos diga. El profeta Isaías anunciando la palabra del Dios Todopoderoso dijo: “¡Ay de los que llaman a lo malo bueno y a lo bueno malo, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!” (Isaías 5:20). Si bien es cierto, misteriosamente, Dios actuó también en la historia usando como instrumento suyo a los que han hecho lo malo, ¡porque Dios es soberano siempre!, eso no señala que lo que estos sujetos desarrollaron sea su voluntad declarada en la Palabra. El asesinato, la tortura, la desaparición de personas, el ejercicio represivo debe ser señalado como tal, porque “la verdad nos hace libres” (Juan 8:32), no olvidando que nuestro Señor y Maestro se llamó escandalosamente a sí mismo “la verdad” (Juan 14:6). No justifiquemos lo injustificable ni menos celebremos ni homenajeemos al imperio de la maldad ni a sus ejecutores. No nos hagamos cómplices con el silencio ni con la voz que ensalza la tiranía. Pero, a la vez, Jesús señaló que en los tiempos que vendrían de manera posterior a su estadía en la tierra “habrá tanta maldad que el amor de muchos se enfriará” (Mateo 24:12). Pero los y las creyentes debemos recordar, animados por la fuerza del Espíritu, que la señal de identificación de quienes seguimos a Jesús de Nazaret es el amor a nuestro prójimo (Juan 13:35). Más allá del daño que nos causaran, más allá del daño y el dolor que nos sigan causando. Dios, que no se complace de la muerte del malvado (Ezequiel 18:23) ejecuta su justicia en la historia, derrocando de su trono a los poderosos y exaltando a los humildes (Lucas 1:52), porque a diferencia de nosotros, Dios cuando ama no deja de ser justo. Amor y justicia, en Él y por Él, van unidos hasta el fin. Y Dios nos ayuda a vivir pensando y viviendo así con la fuerza de su Espíritu vivificador. 

b. ¿Qué utillaje reporta analizar el libro y la película para el pensamiento y acción cristianos respecto a los traumas y dolores del pasado reciente?

Tanto el libro como la película proveen un instrumento pedagógico. Interesantemente acá la belleza de la narración literaria y fílmica está marcada por el desgarro, por la enunciación de la muerte y el dolor que no tranquiliza y por el impacto que no es la sublimación trascendental, sino más bien la reflexión que hace apretar las entrañas. ¿Cómo el horror nos conduce a una propuesta de acción cristiana basada en el amor que no se desliga nunca de la verdad?

Cuando se analiza el libro y la película desde una perspectiva cosmovisional, y eso lleva a pensar la propia realidad contingente, el dolor cede su lugar a la esperanza que confronta. Nos hace ver que hay vida más allá del “valle de sombra y de muerte”. Y es allí que aparece, la políticamente incorrecta reconciliación. Nadie sale indemne de un centro de tortura, de un campo de concentración, de una mazmorra del enemigo e, inclusive, de dichos espacios constituidos en lugares de memoria o sitios de conciencia. Pero el dolor-tortura-asesinato-y-desaparición no necesariamente elimina la posibilidad del encuentro y el perdón. Y si bien es cierto, el perdón no se obliga y sólo se hace efectivo si el que perdona lo hace con sinceridad y el perdonado reconoce el error y acepta el perdón que lo restaura, debiésemos contribuir y facilitar dicho ejercicio. ¿Cómo? Ligándolo a la justicia efectiva. Es terrible cuando se confunde la venganza con la justicia y viceversa. Es la justicia y no el silencio cómplice lo que facilita el encuentro, ayudando a la sanidad del corazón de quienes sufrieron los rigores del régimen de facto. Restaura y libera al ofensor, toda vez que le quita aquello que lo autodestruye, que es el ejercicio abusivo del poder. Es esa acción, que no divorcia el amor de la verdad, la que nos genera la tarea de hacer que la cicatriz sea marca del pasado y no desgarro inmovilizador en el presente y el futuro. Lamentablemente, en el caso de Hanna, de Michael, y por qué no decirlo, de Ilana, el desgarro era más que una cicatriz. Era un peso inmovilizador que no permitía vivir. Era el trauma. 

Todo este camino nos hace encontrarnos con los daños que nosotros producimos y que otros producen en contra de otros. Nos hace vernos que nunca dejamos de estar frente a un tribunal y que a veces el juez es inclemente y sanguinario: nosotros mismos. Nos hace encontrarnos con seres humanos caídos, depravados totalmente, que actúan en consecuencia, más allá de lo buenos y admirables que nos parezcan en una determinada área. El dolor que ensimisma produciendo autojusticia nos hace estar frente a un dios falso que nunca nos permite dar el ancho. Y sí, ante Yahvé de los Ejércitos, el Dios Todopoderoso, tampoco nunca daremos el ancho… por eso, nuestra relación con Él está marcada por la gracia. Por otro lado, nos hace recordar que como cristianos tenemos siempre tarea pendiente en relación con la justicia social, la verdad y con el amor que permite el encuentro. Cada uno de nosotros debe priorizar esfuerzos en aquello que adolece.

Recordamos, entonces, haciéndonos cargo de la conflictividad de los sucesos del pasado, planteando nuevas interrogantes del ayer, del hoy y del mañana. Recordamos porque, como dijera Walter Benjamin, “sólo tiene el don de encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador que esté traspasado por [la idea de que] tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo cuando éste venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer” [5]. Recordamos el horror, porque si seguimos poniendo la basura debajo de la alfombra y borroneando nuestra historia reciente, el dolor y el desamor seguirán tan vigentes como hasta ahora. Recordamos, porque el amor no se goza de la injusticia sino que se goza en la verdad (1ª Corintios 13:6).

Luis Pino Moyano.


Referencias bibliográficas. 

[1] H. R. Rookmaaker. Arte moderno y la muerte de una cultura. Barcelona, Editorial CLIE, 2002, p. 284. 

[2] Bernard Schlinck. El lector. Barcelona, Editorial Anagrama, 2000, 203 páginas.

[3] Dominick LaCapra. Historia en tránsito. Experiencia, identidad, teoría critica. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007, p. 178.

[4] Georges Bataille. El erotismo. Barcelona, Tusquets Editores, 2000, p. 33.

[5] Walter Benjamin. La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia. Santiago, Universidad ARCIS y LOM Ediciones, 1998, p. 51. Corresponde a un texto titulado “Tesis de filosofía de la historia” o “Sobre el concepto de historia”.

El papel de los evangélicos en la historia política de Chile en un comentario al libro de Mansilla y Orellana.

* Miguel Ángel Mansilla y Luis Orellana. Evangélicos y política en Chile 1960–1990: política, apoliticismo y antipolítica.Santiago, Ril Editores y Universidad Arturo Prat, 2018, 201 páginas.

 

Publicada originalmente en Estudios Evangélicos.

 

“La historia de Chile está por hacerse”, diría Julio César Jobet [1], y en registro similar, Gabriel Salazar ha señalado que “Chile es un país mal estudiado” [2]. Algo parecido podríamos decir de la historia del protestantismo chileno. Si bien es cierto, se han realizado importantes esfuerzos por reconstruir la historia de este movimiento diverso por antonomasia, pocos de ellos sobrepasan las primeras tres décadas del siglo XX, teniendo como punto de quiebre el año 1925 y la Constitución que termina con la lógica del estado confesional, quizá por un prurito positivista. Las excepciones a la regla en lo que podríamos denominar “historias generales” la realizan Karl Appl y Juan Sepúlveda. Desde el campo católico romano ese límite temporal fue sobrepasado tempranamente en los libros de Ignacio Vergara y Humberto Muñoz [4]. Sobre la relación del protestantismo con la política, están los estudios de Humberto Lagos y Evguenia Fediakova [5], junto con una serie de tesis de grado en universidades chilenas [6], y una serie de papers en revistas académicas, entre las cuales los autores del libro a comentar, Miguel Ángel Mansilla y Luis Orellana, han colaborado con sus comunicaciones.

Ocupando las categorías de Peter Winn, en el tratamiento de la historia reciente y del trabajo con la memoria, se manifiestan dos dimensiones, una reconstructiva y otra interpretativa [7]. En ese sentido, el trabajo de Mansilla y Orellana realiza un avance pasando a la fase interpretativa, aunque todavía desde las fuentes documentales más clásicas. Y es aquí donde surge la pregunta, ¿frente a qué tipo de trabajo estamos? ¿Se trata de una monografía, de un ensayo, o de plano una compilación de artículos ordenados de tal manera que den la impresión de una secuencia lógica? Si es una monografía, dónde está el problema de investigación que guía el desarrollo de la misma en la comprobación de una hipótesis. Si es lo segundo, qué es lo que se busca discutir y con qué autores. Llama la atención que los autores pretendan abrir un campo inédito sobre todo en el uso de “fuentes evangélicas y seculares” (p. 21), que es la forma más sencilla de validar un proceso investigativo, sin hacerse cargo del estado del arte, sobre todo el que he mencionado en la nota al pie de página número seis. Porque a estas alturas posicionarse desde la extensión de las tesis de Lalive [8] y de Fediakova es, a lo menos, insuficiente. Todo ello hace que como lector me incline por la tercera opción, lo que hace que un documento con aspiraciones académicas pierda fuerza en dicho formato.

Paso, ahora, a describir muy brevemente el contenido del libro. El capítulo 1 presenta un catastro de organizaciones evangélicas durante el período de la dictadura (pp. 23-42). El capítulo 2, quizá el más relevante desde un punto de vista teórico, elabora una conceptualización de los diversos tipos de apoliticismo manifiestos en el mundo evangélico, y particularmente en el contexto del pentecostalismo (pp. 43-70). El capítulo 3 realiza un análisis del contexto y de discurso en torno a la “Declaración de las Iglesias Evangélicas en apoyo al Gobierno Militar” de 1974, firmada por pastores de distintas iglesias evangélicas a nombre de sus congregaciones (pp. 71-114). El capítulo 4 presenta la tarea de la Confraternidad Cristiana de Iglesias, sus vínculos ecuménicos con otras organizaciones principalmente protestantes, y los ejes temáticos de su crítica al gobierno dictatorial (pp. 115-146). El capítulo 5 habla de la “Carta Abierta al General Augusto Pinochet, Presidente de la República de Chile” del 29 de agosto de 1986, en su contexto de producción, como hito y un análisis de los temas abordados en ella (pp. 147-178). El capítulo 6, titulado “Reflexiones finales” tiene dos maneras de presentar su exposición: la recapitulación y fortalecimiento de las materias abordadas en el libro, y miradas de la acción política evangélica del Chile posdictatorial, sobrepasando con creces el marco del año o la década de 1990 enunciada en el título (pp. 179-192).

Si bien es cierto, este libro carece de problema de investigación y de hipótesis, en su desarrollo y conclusiones, elabora una serie de tesis que son susceptibles de discusión, desde un prisma historiográfico, científico social e, inclusive, político.

En primer lugar, quisiera referirme a la categorización de lo apolítico en el mundo evangélico. Como señalé en la breve descripción de los capítulos, esta conceptualización es relevante y, por lo mismo, la que podría generar mayor debate. Estando de acuerdo con los autores respecto a los factores que podrían derivar en lo apolítico, como el miedo a la secularización o a ideas políticas contrarias, el papel de la teología norteamericana -y de su cultura, en una época denominada por el historiador marxista británico Eric Hobsbawm como “los años dorados del capitalismo”-, sobre todo, de aquella emanada del fundamentalismo que en su constructo doctrinal fundía dispensacionalismo con anticomunismo, y junto con ello, lo que autores como José Míguez Bonino y Juan Sepúlveda han denominado un pesimismo antropológico, quisiera poner un matiz considerando dos asuntos de raigambre histórica. Al adentrarse en la tradición política de los evangélicos en Chile, sobre todo más allá de la década de 1920, es susceptible pesquisar la participación de evangélicos en la esfera política, siguiendo a candidatos o participando en acciones colectivas en agrupaciones de diversa índole, tal y como era el marco de la política de aquella época en un contexto de polaridad y tres tercios: izquierda, centro y derecha, específicamente desde el triunfo del Frente Popular, en 1938.

De hecho, no deja de ser interesante que en la referencia a la Revista “Fuego de Pentecostés” de  ese mismo año, citen sólo la declaración en torno a la candidatura a la presidencia de Genaro Ríos y no el artículo del Superintendente, a la sazón Pr. Guillermo Castillo, en la misma página de dicha fuente, en la que señala: “Nosotros los cristianos no debemos comprometernos con ningún candidato político, a menos que sea de nuestra confianza, pero en todo caso individualmente y no exigiendo a otros que lo hagan” [9]. Esto no es contradictorio con la cita de la declaración firmada por Castillo como “El Superintendente” y que dice: nos vemos en la necesidad de DECLARAR que la obra que presido no se mezcla en política, y por lo tanto, no se mantiene ninguna vinculación con partidos políticos o combinaciones de esta naturaleza” [10]. Lo que se salvaguarda es lo que la iglesia en tanto institución realiza. No hay acá un veto o una coerción de la libertad de conciencia de los creyentes y su acción en el espacio público, sino la mantención de un claro distintivo protestante: la diferenciación entre iglesia orgánica e institucional. En ese sentido, la institución es apolítica, el miembro de ella no.

Por otro lado, los autores no se hacen cargo, en esta unidad de historia secular y eclesiástica, que la crisis de lo político es un fenómeno transversal en el país desde el período dictatorial y el proceso transicional. “Política” se transformó en una mala palabra, en un formateo intelectual de los personeros de la dictadura, especialmente de su líder el general Pinochet, que hablaban de la politiquería y de los señores políticos como los culpables de la crisis que derivó en el golpe, asociándola a vicios y corrupción, a diferencia de la tecnocracia neoliberal que produciría una ciencia en pos de “un país ganador” como cantaba la campaña del Sí en 1988. Esa política realizada por profesionales y técnicos fue seguida por los gobiernos de la Concertación, quienes entendieron que la mejor manera de comunicar era no comunicar según la tesis de Eugenio Tironi, lo que implicó el cierre de los medios de comunicación alternativos en el contexto dictatorial [11]. Dicha reacción, entonces, no es sólo evangélica. La declaración “El apolíticismo es una postura política conservadora y de derecha” (p. 45) es más que riesgosa desde un punto de vista histórico.

Además, y sin matizar en ningún grado la condena y el repudio al golpe de estado del 11 de septiembre de 1973, debe llegar el momento en que discutamos la articulación de una memoria oficial que ha colocado en un tabú el tema de la violencia política y social [12], cuando en la época más politizada de nuestra historia todos los partidos políticos legitimaron el uso de la violencia, sea en torno a un proyecto revolucionario o facilitando o legitimando la salida golpista. La violencia política en la historia republicana de Chile no es patrimonio ni de la izquierda ni de la derecha. ¿Por qué señalo esto? Porque el discurso legitimador del golpe, que nos parece aberrante en el presente, tenía condiciones de posibilidad de existencia histórica sobre todo en el momento inicial de la dictadura, la que estaba solidificada por conceptos transversales como el profesionalismo y apego constitucional de las FFAA y, lo que la historiadora María Angélica Illanes denominó “El mito de la diferencia” [13]. El discurso evangélico en la declaración de 1974 no sólo puede ser analogado al de los apologistas del régimen de facto, sino también a las palabras de Eduardo Frei y Patricio Aylwin, entre otros, que en primera instancia defendieron la asonada militar, y quienes hoy por hoy son considerados por un sector de la “centroizquierda” como adalides de la democracia. El repudio no puede rehuir la historización pues el ejercicio de comprender no es similar al de justificar.

Por su parte, un asunto problemático del libro, que dificulta su recepción académica, es el uso de adjetivos que pueden derivar en constructos ahistóricos o, en su defecto, en caricaturizaciones. Ideas como “mundo evangélico del socialismo”, “pastores ideólogos de la dictadura”, “oportunismo político”, o la referencia a los documentos como maldito y bendito, haciendo un juego con la Ley de Defensa Permanente de la Democracia que proscribió de la legalidad al Partido Comunista por diez años (1948), a mi juicio, todas ellas forman parte de un complejo de los estudiosos del pasado evangélico en el país, que tienden a exagerar la importancia de actores e hitos propiciados en nuestras filas, que no son referidos en otros estudios históricos de importancia sobre el proceso. Ni Francisco Anabalón puede ser comparado con Jaime Guzmán, ni la declaración laudatoria del régimen en 1974 que acusa al marxismo internacional puede ser analogada a la “ley maldita”.

Tampoco el socialismo o el radicalismo pueden ser entendidos de manera gruesa como opciones de izquierdas o de “centroizquierda” en Chile en el siglo XX. El Partido Radical fue un partido de centro, y que en el fenómeno de polaridad del Chile de 1938 a 1973, atrajo hacia su proyecto centrista a fuerzas de izquierda (durante el gobierno de Aguirre Cerda y mínimamente en el de Ríos) o giró a la derecha con González Videla. Grupos salidos del radicalismo apoyaron a Ibáñez, bajo el nombre de Partido Radical Doctrinario y después, con la configuración del FRAP y luego de la UP apoyó a Allende no sin disidencias y divisiones. Por su parte el Partido Socialista de Chile, en el contexto de los gobiernos radicales, sobre todo en las décadas de 1940 y 1950, vivió divisiones que dieron vida a los Partidos Socialista Auténtico y Socialista Popular, con sectores aliados y opositores al comunismo. El Partido Socialista Popular no sólo apoyó a Ibáñez en las elecciones de 1952, sino que aportó en la primera parte de su gobierno con dos ministros: Felipe Herrera y Clodomiro Almeyda. Entonces, es más que probable que los sectores evangélicos cercanos al radicalismo y al socialismo lo hayan hecho más bien pensando en un proyecto nacional-desarrollista y de estado benefactor, que siguiendo principios propios de las culturas políticas de izquierdas.

Concuerdo con los autores del libro en varios de sus análisis de los documentos de 1974 y 1986, con sus críticas y apoyos al Consejo de Pastores y la Confraternidad Cristiana de Iglesias, respectivamente. Claramente, mientras unos torcieron el mensaje de la Escritura para defender a un régimen que no trepidó en usar el terrorismo de estado, otros analizaron con mayor seriedad el texto bíblico haciendo justicia a su llamado por la verdad, la justicia y la reconciliación nacional, muy de la mano del proyecto de la entonces Alianza Democrática (no por nada, dicha carta fue publicada en parte o íntegramente en las revistas Análisis y Mensaje). No obstante, hay una serie de juicios que sobrepasan las posibilidades de correlato empírico o que, muestran una dosis mayor de crítica o de empatía según el caso, situación que un estudio de carácter académico no puede concederse a modo de licencia, so pena de perder su seriedad. Por ejemplo:

 

 · “Los pastores y líderes pentecostales eran conocidos por su lucha por los pobres y su apoyo a políticos y partidos que apoyaban a los trabajadores” (p. 71). ¿Eso implica opciones de izquierda o “centroizquierda”? Esto es desconocer las lecturas que tuvo el Partido Conservador, del cual emergieron las distintas Acciones Católicas sectoriales, por no mencionar su papel de liderazgo en la formación de la Federación Obrera de Chile; o, el papel preponderante que la Democracia Cristiana le dio a la lucha sindical, no siendo menor el recordar que Rodolfo Seguel y Manuel Bustos, principales dirigentes de la Confederación de Trabajadores del Cobre y de la CUT, respectivamente, provenían de dicho partido.

 

· A diferencia del tedeum católico, en que no se manifiestan explícitamente tendencias políticas, en el evangélico esto sí se ha evidenciado, pese a señalar que se trata de una actividad religiosa de reconciliación y de agradecimiento” (p. 146). Cuando leí esto, no me podía explicar de dónde pudo tomarse la evidencia para sostener tamaña declaración. Sólo por decir algo, en justicia, ¿qué puede ser más político que la referencia al alma de Chile en la homilía del Cardenal Silva Henríquez el 18 de septiembre de 1973? El Te Deum originado en 1811 y con su resemantización ecuménica desde 1970, es no sólo un acto religioso sino también republicano, aunque eso les pese a los laicistas de este país.

 

· La tesis fragmentaria de izquierdas y derechas en el mundo evangélico llega al hartazgo a la hora de hacer declaraciones en las que no se indican ni referencias ni sujetos. Dado que varios pastores habían sido líderes socialistas e investigaciones sociológicas mostraban que los evangélicos, especialmente los pentecostales, eran afines con el socialismo” (p.183). “Debido a que los líderes del CP se vincularon a grupos y partidos de derecha que siempre se opusieron a leyes de importancia nacional, ya fuera en el plano de la educación pública, derechos reproductivos, derecho de los trabajadores, divorcio o previsión social (p. 184). Más adelante se señala que esos mismos líderes habrían alimentado “los estereotipos del evangélico analfabeto e intolerante” (p. 184). ¿Cuáles son esas investigaciones? ¿Quiénes son esos pastores y líderes? ¿Acaso, dentro de un contexto evangélico no es susceptible pensar en sujetos que estén de acuerdo con derechos consagrados en la Declaración Universal de 1948 y que no sean partidarios, por ejemplo, de los “derechos reproductivos”? ¿Acaso Mamerto Mancilla, Francisco Anabalón y Carlos San Martín fortalecían el estereotipo del analfabeto e intolerante? Les menciono a ellos porque hay registros audiovisuales de su participación en los servicios de acción de gracias en el templo de Jotabeche.

 

· No deja de llamarme la atención que a la hora de las reivindicaciones de actores no se mencione al pastor Julio Assad de la Iglesia Metodista Pentecostal en Puente Alto, quien aparece como firmante en el documento de fundación del Comité Pro Paz. Tampoco deja de llamarme la atención, que no se haga un tratamiento similar a otros líderes, de los pastores Juan Vásquez del Valle o Enrique Chávez, firmantes del documento de 1974, obispos de la Iglesia Metodista de Chile y de la Iglesia Pentecostal de Chile respectivamente, quienes en el acto memorial pueden ser expurgados de dicha impureza en sus hojas de vida. Tampoco deja de llamarme la atención que se alabe un documento como bendito, publicado en 1986, poco antes del atentado a Pinochet y a tres años del inicio de las jornadas nacionales de protesta, cuando ya se estaba fraguando la salida pactada, idealizando las condiciones de riesgo de los firmantes y callando sobre la demora y la marginalidad de dicha “voz en el desierto”, bajo el alero de una organización fundada en 1985 y que tenía el importante apoyo internacional del CMI. O, por qué no se discute que dicho documento de 1986 también sea firmado por cuadros pastorales e intelectuales, lo que podría llevar a preguntarse, a lo menos, por cuál es su representatividad en “las bases”. Por otra parte, y ya en las reflexiones finales, cuando se habla del papel del COE en la denominada “Ley de Culto” (pp. 188, 189), organización creada con la finalidad de ser la interlocutora evangélica en dicha discusión legislativa, no se refiera a que ella estaba conformada por lo más variopinto del mundo evangélico, uniendo en esa causa a actores que formaron parte del Consejo de Pastores y de la CCI, mostrando que la unidad por un objetivo común era posible en un contexto democrático.

 

En vista de todo lo anterior, creo que el libro carece de honestidad epistemológica a la hora de no evidenciar hasta el final su tesis más relevante. Cito las palabras finales de Mansilla y Orellana: “Desde el período de dictadura, por lo tanto, algunos sectores evangélicos buscaron la venia de la derecha política para adquirir un estatus de respetabilidad; sin embargo, no lo lograrán mientras la religión evangélica siga representando a los pobres, indígenas y trabajadores” (p. 192). La pretensión de los autores es dar pie al mito de la continuidad y homogeneidad atacada por una posición innovadora. El mundo evangélico para los autores está ligado a las demandas históricas de los movimientos de izquierdas, por ello, los intentos de derechas no triunfarán en nuestras filas. Esa lectura, que no hace caso de la amplia diversidad del mundo evangélico no se encuentra en las fuentes ni en la historia que podría construirse con su estudio, sino en un fórceps interpretativo emanado de un exceso de sociologismo o cientificismo-social, que fuerza los hechos, procesos y actores para que calcen en el marco teórico del cual se hace gala, y que sí es referido de manera constante y detallada. Aquí todo el tiempo vemos que, si la realidad no se condice con la teoría es la realidad la equivocada. Es conservadurismo teñido de ideas de avanzada, en el cual el vocabulario excluye la crítica antes de que la crítica pueda comenzar a actuar” [14]. Es historia inmanente, idealismo y mecanicismo de un sistema que sólo puede ver oposiciones binarias. Es la miseria de la teoría al decir de E. P. Thompson.

Esperamos que Mansilla y Orellana en sus futuras investigaciones se hagan cargo de las falencias teóricas, metodológicas e históricas que están presentes en este libro. No obstante, por ahora les agradecemos el que hayan propiciado una discusión sobre el accionar evangélico en la historia política del país.

 Luis Pino Moyano. Licenciado en Historia con mención en Estudios Culturales de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.

 

 


 

Notas bibliográficas.

[1] Julio César Jobet. “Notas sobre la historiografía chilena”. Revista Atenea. Año XXVI, Nº 291/292, septiembre-octubre de 1949.

[2] Entre los varios lugares en los que el Premio Nacional de Historia 2006 ha realizado esta afirmación se encuentra el siguiente artículo: Gabriel Salazar. “Historiografía chilena siglo XXI: transformación, responsabilidad, proyección”. Luis De Mussy (Editor). Balance Historiográfico Chileno. El orden del discurso y el giro crítico actual. Santiago, Ediciones Universidad Finis Terrae, 2007.

[3] Karl Appl. Bosquejo de la historia de las iglesias en Chile. Santiago, Editorial Platero, s/f (la última fecha mencionada en una cronología es 1996); Juan Sepúlveda. De peregrinos a ciudadanos. Breve historia del cristianismo evangélico en Chile. Santiago, Fundación Konrad Adenauer y Comunidad Teológica Evangélica, 1999.

[4] Ignacio Vergara. El protestantismo en Chile. Santiago, Editorial del Pacífico, 1965; Humberto Muñoz. Nuestros hermanos evangélicos. Santiago, Ediciones Nueva Universidad, 1974.

[5] Humberto Lagos. La libertad religiosa en Chile, los evangélicos y el gobierno militar. Santiago, Vicaría de la Solidaridad, Arzobispado de Santiago y UNELAM, 1978. Tomo 1: Investigación Exploratoria. Tomo 2: Anexos; Humberto Lagos. Crisis de la esperanza. Religión y autoritarismo en Chile.Santiago, Presor y Lar, 1988; Evguenia Fediakova. Evangélicos, política y sociedad en Chile. Dejando el refugio de las masas” 1990-2010. Concepción-Santiago, Centro Evangélico de Estudios Pentecostales e Instituto de Estudios Avanzados, 2013.

[6] María Francisca Calderón. En busca de la Tierra Prometida… Cultura Política de Líderes Evangélicos. Tesis para optar al grado de Magíster en Ciencia Política, Universidad de Chile, 2008; Andrés Hurtado. La participación de las iglesias evangélicas durante el Régimen Militar: la revolución material del pentecostalismo. Tesis para optar al grado de Licenciado en Historia con mención en Estudios Culturales de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, Santiago, 2012; Matías Maldonado. Evangélicos y política en Chile, 1974–1986. El Consejo de Pastores y la Confraternidad Cristiana de Iglesias. Informe final para optar al grado de Licenciado en Historia de la Universidad de Chile, Santiago, 2012 (la única de esta lista citada por los autores); Luz Araya y Linda Escaida. Evangélicos y los poderes del Estado chileno. Memoria para optar al título de Periodista de la Universidad de Chile, Santiago, 2017.

[7] Peter Winn. “El pasado está presente. Historia y memoria en el Chile contemporáneo, en Anne Pérotin-Dumon (dir.). Historizar el pasado vivo en América Latina. En: http://etica.uahurtado.cl/historizarelpasadovivo/es_contenido.php (Consulta: julio de 2012, sitio discontinuado).

[8] Christian Lalive dEpinay. El refugio de las masas. Estudio sociológico del protestantismo en Chile. Santiago, Centro Evangélico de Estudios Pentecostales e Instituto de Estudios Avanzados, 2009.

[9] Guillermo Castilo. “Carta abierta”. En: Fuego de Pentecostés. Nº 117, Santiago, julio de 1938, p. 8. Este documento se encuentra disponible en el sitio Pensamiento Pentecostal con una nota contextualizadora de quien suscribe este comentario de libro. En: https://pensamientopentecostal.com/index.php/2017/11/13/carta-abierta-a-los-pastores-obreros-y-miembros-de-nuestras-iglesias-por-guillermo-castillo/ (Consulta: febrero de 2021).

[10] “Declaración”. En: Ibídem.

[11] Quien mejor trabaja a mi juicio ese asunto es: Tomás Moulian. Chile actual: Anatomía de un mito. Santiago, LOM Ediciones, 1997, pp. 31 y ss. Hago referencia, fundamentalmente, al capítulo 2 titulado “Páramo del ciudadano”.

[12] Debo esta reflexión del tabú de la violencia a: Hernán Vidal. Frente Patriótico Manuel Rodríguez. El tabú del conflicto armado en Chile. Santiago,Mosquito Editores, 1995.

[13] María Angélica Illanes. La batalla de la memoria. Santiago, Editorial Planeta, 2002, pp. 163-175.

[14] Edward P. Thompson. Miseria de la teoría. Barcelona, Editorial Crítica, 1981, p. 130.

[Reseña de libros] “Creados a imagen de Dios”, de Anthony Hoekema.

Anthony Hoekema fue un teólogo reformado de la tradición holandesa, que vivió entre 1913 y 1988. En 1923 emigró a Estados Unidos, lugar en el que hizo estudios de Teología y Psicología, doctorándose en la primera área (se formó en Princeton y Cambridge). Se desempeñó como Pastor en la Iglesia Cristiana Reformada entre 1944 y 1956 y como profesor de Teología Sistemática en el Calvin Theological Seminary desde 1958 a 1979. Además de este libro de antropología teológica, escribió sobre dones espirituales, movimientos sectarios y escatología [1]. Referirnos a Creados a imagen de Dios, es dar cuenta de un libro que busca hacerse parte de la discusión en torno al significado del ser humano desde una perspectiva reformacional, siendo éste un problema de suyo importante y que ha atravesado la filosofía y la política a lo largo de la historia. Hoekema, girando siempre en la relación no contradictoria de criatura-persona, discurre ampliamente en todas las áreas de la existencia humana. 

Para el autor se puede distinguir a las antropologías no cristianas entre idealistas y materialistas. Las idealistas son aquellas que “consideran que el ser humano es básicamente espíritu y que su cuerpo físico es ajeno a su verdadera naturaleza”, y las materialistas señalan que “el hombre es un ser compuesto de elementos materiales, y su vida mental, emocional y espiritual es simplemente un subproducto de su estructura material” [2]. Eso hace, que desde una perspectiva teológica, ambas visiones sean insuficientes toda vez que ven al hombre desvinculado de Dios. Según Hoekema, “Una de las premisas básicas del concepto cristiano del hombre es la fe en Dios como Creador, lo cual conduce a la idea de que la persona humana no existe en forma autónoma o independiente, sino como criatura de Dios” [3]. He aquí el fundamento de una antropología cristiana, el hecho de que todos los seres creados dependen de Dios. Este basamento, conduce a Hoekema a definir al ser humano como alguien que es, a la vez, una criatura y una persona. Dice: “es una persona creada. Éste es, pues, el misterio central del hombre: ¿cómo puede el hombre ser a la vez criatura y persona? Ser criatura, […] significa dependencia absoluta de Dios; ser persona significa independencia relativa. Ser criatura significa que no puedo mover un dedo ni puedo pronunciar una palabra aparte de Dios; ser persona significa que cuando mis dedos se mueven, soy yo quien los mueve, y que cuando mis labios pronuncian palabras, soy yo quien las pronuncia. Ser criaturas significa que Dios es el alfarero y nosotros la arcilla (Ro. 9:21); ser personas significa que nosotros somos quienes damos forma a nuestras vidas con nuestras propias decisiones (Gá. 6:7-8)” [4].  Esta definición es clave, y si se quiere contracultural, puesto que liga dos elementos que nos parecen incompatibles bajo el influjo de la subjetividad moderna: dependencia y libertad. 

El que el ser humano sea una criatura tiene tremendas implicancias. La primera de ellas, tiene que ver con la posibilidad de redención. Hoekema dirá que “el hecho de que el hombre sea una criatura implica que, después de haber caído en pecado (por su propia culpa), solo puede ser redimido del mismo y rescatado de su condición caída por medio de la intervención soberana de Dios en su favor. Dado que es una criatura, sólo la gracia puede salvarlo, es decir, en total dependencia de la misericordia de Dios” [5]. La dependencia de Dios es total, porque la única posibilidad de que el diseño comience a ser restaurado por la acción soberana y libre de Dios. Por otro lado, es importantísimo señalar que “lo que en la actualidad hay de malo o pervertido en los seres humanos no formaba parte de la creación original del hombre. En el momento de su creación el hombre era muy bueno” [6]. Esto nos lleva a la consideración sobre la imagen de Dios en el hombre. Cuando hablamos de la imagen de Dios nos estamos refiriendo a que el hombre fue creado para reflejar y representar a Dios y no existe privilegio más grande dado a la humanidad que ser una imagen de aquél que nos ha creado. El autor cita a Herman Bavinck cuando declara que “El hombre no es simplemente portador o poseedor de la imagen de Dios; es la imagen de Dios. […] Nada en el hombre queda excluido de la imagen de Dios. Todas las criaturas revelan huellas de Dios, pero solo el hombre es la imagen de Dios” [7]. Citando, nuevamente, a Bavinck, se analiza el rol del cuerpo en relación a la imagen de Dios: “El cuerpo del hombre forma parte de la imagen de Dios… El cuerpo no es una tumba sino una obra de arte maravillosa de Dios, que conforma la esencia del hombre tan completa como el alma” [8]. Sintetizando, Hoekema señalará que “por imagen de Dios en el sentido más amplio o estructural queremos decir todos los dones y capacidades que le hacen posible al hombre funcionar como debería en sus diversas relaciones y vocaciones” [9]. En otras palabras, se trata del “funcionamiento adecuado del hombre en armonía con la voluntad de Dios para él” [10]. Aquí, para el autor es clave entender que el ser humano fue creado con una misión, que no es otra cosa que responder a su llamado, para la cual se les han dado dones. Dice Hoekema: “Para capacitarnos para desempeñar esa tarea, Dios nos ha dotado de muchos dones, dones que reflejan algo de su grandeza y gloria. Ver al hombre como la imagen de Dios es ver tanto la tarea como los dones. Pero la tarea es primordial; los dones son secundarios. Los dones son el medio para cumplir la tarea” [11].

El autor señalará que “el hombre es la criatura más elevada que Dios ha hecho, portador de la imagen de Dios, y está solo un poco por debajo de Dios, y bajo sus pies han sido puestas todas las cosas. Todo esto es cierto a pesar de la caída del hombre en pecado. Así pues, según el Antiguo Testamento el hombre caído sigue siendo portador de la imagen de Dios” [12]. En ese sentido, la caída dañó la imagen divina en el ser humano, pero no pudo destruirla. Hoekema, siguiendo a Calvino, dirá que la imagen de Dios en el ser humano “incluía originalmente verdadero conocimiento, justicia y santidad” [13]. El daño mayor que produjo la caída fue la pérdida de “dones sobrenaturales” con los que el hombre contaba al comienzo de sus días. Hoekema señala: “Entre los ‘dones sobrenaturales’ que los seres humanos poseían al principio, dones que se han perdido debido a la caída, estaban la fe, el amor de Dios, la caridad respecto al prójimo y el celo por la santidad y la justicia. En su estado original, el hombre podía comunicarse tanto con Dios como con otros seres humanos y responder a los mismos” [14]. Por otro lado, esto nos lleva a discurrir en la persona de Adán. Para el autor: “Adán… poseía el posse non pecare [capacidad de no pecar] pero todavía no en el non posse pecare [incapacidad de pecar]. Todavía vivía en la posibilidad de pecar…; todavía no poseía el amor perfecto, inmutable que excluye todo temor. Los teólogos reformados, por tanto, afirmaban con razón que esta posibilidad, esta mutabilidad, este ser todavía capaz de pecar… no era un aspecto de la imagen de Dios o la imagen misma, sino más bien el límite, la frontera o el borde de la imagen de Dios” [15]. Esto nos lleva a considerar tanto la grandeza como la miseria del hombre y ver al pecado como lo que es: un acto horrible con consecuencias ad hoc. Hoekema plantea que “la grandeza misma del hombre consiste en el hecho de que sigue siendo portador de la imagen de Dios. Lo que hace tan odioso el pecado es que el hombre prostituye esos espléndidos dones. Corruptio optimi pessima: la corrupción de lo mejor es lo peor” [16]. Es esto lo que debiésemos considerar todas las veces que pecamos, la condición de prostitución a la que nos rebajamos. Pero hay esperanza. 

La esperanza se encuentra en Cristo quien se ha humanado, acto que no sólo tiene implicancias soteriológicas, sino también antropológicas, en tanto se trata de una confirmación de la doctrina de la imagen de Dios. Hoekema señala: “Que Dios pudiera hacerse carne es el mayor de todos los misterios, que trascenderá siempre a nuestra comprensión humana finita. Pero, es de suponer que fue sólo debido a que el hombre había sido creado a imagen de Dios que la segunda persona de la Trinidad pudo asumir la naturaleza humana” [17]. En el acto de la encarnación, se encuentra parte importante de la tarea redentiva de Cristo, puesto que “el objetivo de la redención es que, tanto en conocimiento como en otros aspectos de sus vidas, el pueblo de Dios sea portador total y perfectamente de la imagen de Dios” [18]. Y aquí tiene mucha razón lo señalado por Emil Brunner al plantear que “cuando el hombre ingresa en el amor de Dios revelado en Cristo se convierte verdaderamente en humano. La verdadera existencia humana es la existencia en el amor de Dios” [19]. Conocemos qué es la imagen de Dios al mirar a Jesucristo, por ende, encontrarnos con el Dios encarnado nos permite vislumbrar que el centro de dicha imagen es el amor. Entonces, el llamado es a imitar a Cristo, la imagen perfecta de Dios. Cristo está totalmente orientado hacia Dios, hacia al prójimo y tiene dominio sobre la naturaleza. El hombre debe volcarse a esa triple relación. Es responsabilidad de los seres humanos, ayudada por la gracia, amar a nuestro prójimo. Hoekema dice: “La relación con otros significa que todo ser humano no debería ver sus dones y talentos como un medio para exaltación personal, sino como un medio para poder enriquecer las vidas de otros. Significa que debería estar dispuesto a ayudar a otros, a sanar sus heridas, a satisfacer sus necesidades, a llevar sus cargas y a compartir sus alegrías. Significa que deberíamos amar a los otros como a nosotros mismos. Significa que todo ser humano tiene derecho a ser aceptado por otros, a ser parte de otros, a ser amado por otros. Significa que la aceptación del hombre por parte de otros y su amor por ellos es un aspecto esencial en su condición humana” [20]. Es la relación con nuestros semejantes, la que nos conduce a mirar nuestra relación con la sociedad y con la tierra. Al ser humano se le dio un mandato cultural, el “mandato de dominar la tierra para Dios y de desarrollar una cultura que glorifique a Dios” [21]. 

Dios restaura la imagen suya en la humanidad, mediante la regeneración y santificación de los elegidos. Y en dichos actos, Dios actúa mirando al ser humano tanto como criatura y como persona. Es Dios quien salva al hombre, “pero en el momento en que el evangelio invita al oyente, le pide fe, que implica una decisión personal. Dios debe regenerar y el hombre debe creer” [22]. Cuando el Espíritu Santo ejecuta la obra salvífica, restaurando la imagen de Dios, lo hace desde una perspectiva total, incluyente y amplia de lo que es el ser humano. Hoekema dice que “el proceso de santificación afecta todos los aspectos de la vida: la relación del hombre con Dios, con otros y con la creación entera. La restauración de la imagen no atañe sólo a la religiosidad en el sentido estrecho, ni dar testimonio de Cristo a los demás, ni actividades para ‘salvar almas’; en su sentido más pleno implica la restauración de toda la vida” [23]. Esto nos lleva a entender que “cuando Dios nos renueva por medio de su Espíritu, nos capacita para renunciar al pecaminoso orgullo, la primera perversión de la imagen propia. Nos ayuda a cultivar verdadera humildad. Esto incluye, entre otras cosas, una conciencia sincera tanto de nuestras fortalezas como de nuestras debilidades”, nos da “la disposición a considerar a los demás como mejores que uno” y “la voluntad de utilizar nuestros dones al servicio de Dios y al servicio de los demás” [24]. Si bien es cierto, aunque no somos enteramente nuevos, ya que veremos la redención completa de todas las cosas en el Estado Eterno, debemos entendernos como personas genuinamente nuevas, rehuyendo la autosatisfacción, sino que con la fortaleza que da Cristo proseguir a la meta de la perfección cristiana, esto porque “los cristianos deberían verse a sí mismos como personas nuevas a las que el Espíritu Santo va renovando en forma progresiva” [25]. 

A propósito de lo señalado al final del párrafo anterior, Hoekema plantea, que lo que vemos ahora respecto a la restauración de la imagen de Dios en el hombre sólo da pistas de lo que viviremos en la vida venidera, donde veremos dicha imagen en su total plenitud, tanto que “solo entonces veremos a Dios reflejado de manera perfecta y fulgurante en un género humano glorificado” [26]. Entonces, retomando la idea de la triple relación para la que fue creado el ser humano, Hoekema dirá que es en ese momento posthistórico, que dicho propósito creativo “se mantendrá, profundizará y enriquecerá de manera infinita. Entonces amaremos a Dios por encima de todo, amaremos a nuestro prójimo como a nosotros mismos y dominaremos la creación en una forma que glorifique totalmente a Dios. La imagen de Dios en el hombre entonces se habrá perfeccionado” [27]. Dios, en el cielo nuevo y tierra nueva, consumará su tarea de hacer nuevas todas las cosas.  

Otro punto trabajado por Hoekema dice relación con la historicidad de Adán. La existencia concreta de un Adán, en un huerto creado por Dios, no sólo tiene importancia factual, sino profundamente teológica. El autor cita a Herman Ridderbos, quien dice: “El paralelismo entre Cristo y Adán es de una importancia suprema para entender el trasfondo de la historia de la salvación, de la predicación del evangelio por parte de Pablo” [28]. El pecado no es esencial ni natural a la existencia humana, por ende, por medio de Adán, nuestra primera cabeza, nos volvimos pecadores, pero mediante Cristo, el auténtico hombre, podemos volver a ser sin pecado. Esto, en primer lugar nos retrotrae a la historia pactual. Para la teología reformada es clave hablar de un pacto de obras y un pacto de gracia. Siguiendo a Bavinck, el autor dirá sobre el pacto de obras que: “las partes contratantes del pacto de obras fueron Dios y Adán. Adán no solo fue el padre de la raza humana, sino también nuestra cabeza y nuestro representante. La promesa del pacto de obras fue la vida eterna en su sentido más pleno, una vida eterna en la que Adán y sus descendientes hubieran vivido por encima de la posibilidad de pecar. La condición del pacto de obras era obediencia perfecta, no solo a la ley moral que Adán y Eva conocían por naturaleza, sino en particular al así llamado mandato de prueba: el mandato de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal. El castigo del pacto de obras era la muerte en su sentido más amplio: muerte física, espiritual y eterna. Dado que Adán y Eva violaron este pacto, fueron expulsados del jardín, y cayó sobre todo el género humano la culpa y la corrupción” [29]. En la misma lógica, sobre el pacto de gracia, señalará que: “Dios en forma misericordiosa hizo un segundo pacto con el género humano, el pacto de gracia. En este segundo pacto Cristo, la nueva cabeza, no sólo sufrió el castigo por el pecado de Adán y de Eva y por los pecados de sus descendientes, sino que también rindió a Dios la obediencia perfecta que Adán y Eva no prestaron, con lo cual mereció para todos los que pertenecen a Cristo la vida eterna” [30]. Es tan relevante la comprensión de la teología del pacto que, siguiendo a Bavinck, que el pacto de obras y el pacto de gracia se mantienen o caen juntos. Es una forma de entender de manera omnicomprensiva la historia que Dios ha trazado para la humanidad. 

¿Cómo se explica el pecado? Hoekema señala: “El pecado, pues, se da contra la voluntad de Dios pero nunca fuera de o más allá de (praeter) la voluntad de Dios. Dios permitió que se diera la caída porque en su omnipotencia podía sacar el bien incluso del mal. Pero el hecho de que el pecado del ser humano no se dé fuera de la voluntad de Dios ni lo excusa ni lo explica. El pecado siempre será un enigma” [31]. Es sumamente interesante este planteamiento, porque mantiene la idea de que nada escapa a la voluntad de Dios, y que a pesar que el pecado atenta contra la misma, Dios con su poder y soberanía puede usar como instrumentos suyos a quienes hacen lo malo, haciendo que sus obras trasunten en bien. El pecado de Adán es el germen de la situación caída de la humanidad, de ahí que podamos hablar de un pecado original. Hoekema plantea que “utilizamos la expresión ‘pecado original’ por dos razones: (1) porque el pecado se originó en el tiempo del comienzo de la raza humana, y (2) porque el pecado que llamamos ‘original’ es la fuente de nuestros pecados actuales (aunque no hasta el punto de eliminar nuestra responsabilidad por los pecados que cometemos)” [32]. El pecado original incluye tanto la idea de culpa como la de contaminación, en tanto Adán actuó como representante nuestro al cometer el primer pecado, por tanto, “merecemos condenación porque Adán, nuestra cabeza y representante, conculcó la ley de Dios” [33]. La contaminación original es la corrupción de nuestro estado natural, tanto como consecuencia del pecado como la producción de otros pecados. Esto incluye la depravación profunda y la incapacidad espiritual. Hoekema analiza ambos conceptos. En primer lugar, la depravación profunda reemplaza el concepto de “depravación total”. Esto “significa que (1) la corrupción del pecado original alcanza todos los aspectos de la naturaleza humana: a la razón y voluntad tanto como a los apetitos e impulsos de la persona y (2) no está presente en el ser humano por su naturaleza el amor a Dios como el principio motor de su vida” [34]. Por su parte, para el autor, la incapacidad espiritual refiere a dos cosas: “(1) la persona no regenerada no puede hacer, decir ni pensar algo que reciba la aprobación total de parte de Dios, y por tanto no puede cumplir por completo la ley de Dios; y (2) la persona no regenerada es incapaz, aparte de la acción especial del Espíritu Santo, de cambiar la orientación básica de su vida para pasar de un amor pecaminosos por uno mismo al amor de Dios” [35]. Esto nos lleva a decir, siguiendo a Hoekema, que el pecado no tiene una existencia independiente, siempre tiene que ver con Dios y su voluntad, tiene su origen en lo que la Escritura llama “el corazón”, incluye pensamientos y también acciones, incluye tanto culpa como contaminación, y en su raíz es una forma de orgullo que suele permanecer oculta. 

Siguiendo a Pablo, donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. La maravillosa de gracia se hace manifiesta desde el principio, cuando en “Génesis 3:15, que de hecho forma parte de la maldición de Dios sobre la serpiente, contiene en germen todo lo que Dios irá a hacer para redimir a aquellos cuyos primeros padres cayeron en el pecado. Todo el resto de la Biblia será un ir exponiendo el contenido de esta maravillosa promesa” [36]. Y al hablar de la gracia, es imposible no dar cuenta de un tema caro a la teología reformada: la gracia común. Hoekema, siguiendo a Calvino, señalará que en la gracia común “(1) los no creyentes tienen la luz de la verdad que resplandece en ellos; (2) los no creyentes pueden estar revestidos con excelentes dones de Dios; (3) toda verdad procede del Espíritu de Dios; (4) por tanto rechazar o despreciar la verdad cuando la proponen no creyentes es ofender al Espíritu Santo de Dios” [37]. El poder de la gracia común es tan tremendo que contiene las consecuencias del pecado. Bavinck señala que “el pecado es una fuerza, un principio que ha penetrado profundamente en todas las formas de la vida creada… Podría, dejado a sí mismo, haber asolado y destruido todo. Pero Dios ha interpuesto su gracia. Por medio de su gracia común frena el pecado en su acción desintegradora y destructora” [38]. Pero esta gracia no es suficiente para la salvación, sólo “disminuye, pero no cambia; frena, pero no derrota” [39]. Sólo la acción divina, regenerando, justificando, santificando y glorificando, son parte de la conducción a la renovación de todas las cosas. 

Otro tema analizado por Hoekema es la definición del ser humano como una unidad psicosomática, rompiendo con las visiones dicotómicas y tricotómicas. Para Hoekema, “el ser humano debe entenderse como un ser unitario. Tiene un lado físico y un lado mental o espiritual, pero no los debemos separar. La persona humana debe entenderse como un alma encarnada o un cuerpo ‘con alma’. La persona debe entenderse en su totalidad, no como un compuesto de diferentes ‘partes’” [40]. Hoekema, siguiendo esta definición, contrarresta una versión neo gnóstica preponderante en amplios sectores evangélicos, que señala que el cuerpo expresa con fuerza la naturaleza pecaminosa (versión sutil de la idea que plantea que “la materia es mala”). Dice que la Biblia “no enseña ninguna antítesis total entre espíritu (o mente) y cuerpo. Según la Escritura la materia no es mala sino que Dios la creó. La Biblia “no enseña ninguna antítesis total entre espíritu (o mente) y cuerpo. Según la Escritura la materia no es mala sino que Dios la creó. La Biblia nunca menosprecia al cuerpo humano como fuente necesaria de mal, sino que lo describe como un aspecto de la creación buena de Dios, que se puede utilizar al servicio de Dios” [41]. Teniendo este basamento doctrinal, y ligándolo a la restauración de la imagen de Dios, el autor dirá que “En el momento de la resurrección la persona será plenamente restaurada a esa unidad y, en consecuencia, una vez más será completa […] Esperamos la resurrección del cuerpo y la nueva tierra como la culminación final del programa redentor de Dios” [42]. 

El último punto analizado por Hoekema dice relación con la libertad. Libertad como expresión de la idea de persona de los seres humanos. Volvemos a la relación no contradictoria del comienzo entre criatura y persona. Hoekema habla de la capacidad de elegir de los seres humanos, señalando: “Con ‘elección’ o ‘capacidad para elegir’ querré decir la capacidad de los seres humanos de elegir entre opciones, capacidad que conlleva responsabilidad por lo que se elige. Estas elecciones o decisiones pueden ser buenas o malas, glorificar a Dios o hacerle frente. Con ‘verdadera libertad’ querré decir la capacidad de los seres humanos, con la ayuda del Espíritu Santo, de pensar, decir y hacer lo que agrada a Dios y en armonía con su voluntad revelada” [43]. El matiz es sumamente importante, porque la verdadera libertad es vivida por quienes han sido salvados, por ende, están viviendo la restauración de la imagen de Dios. Es lo que señala el autor cuando dice que “la verdadera libertad del ser humano, que se perdió en la caída, se restaura en el proceso de redención. […] La redención, por tanto, no significa liberación de la ‘esclavitud de la voluntad’; la persona regenerada ya no sigue siendo esclava del pecado” [44]. Al decir de María en el canto del Magnificat, los creyentes somos esclavos dichosos de quien nos ha salvado. 

Sin lugar estamos frente a un libro clarificador, que fusiona profundidad y simpleza a la vez. Es posible constatar un tramado lógico de principio a fin, tanto así, que sus contenidos son fácilmente interrelacionables. Se agradece, a su vez, la profundidad teológica, que permite ordenar la información previa a la lectura. Hoekema, al trabajar desde una perspectiva reformada, permite ligar elementos que en amplios sectores de las culturas evangélicas aparecen disociados:

a. En primer lugar, la ligazón entre sometimiento a quien es nuestro Creador y la práctica de la verdadera libertad. Ambos presentes en el diseño original, ambos dañados por la caída, ambos restaurados por la redención conseguida por Cristo en la cruz, ambas fruto del Espíritu en vidas que no se cansan de llevar a la vida la gracia. 

b. Y en segundo lugar, el libro es fuerte y claro a la hora de contrarrestar las ideas dicotómicas y tricotómicas, que con sus matices, tienen un claro sesgo dualista, que desliga lo material de lo inmaterial. El caro concepto de unidad psicosomática, más arraigado a la lectura bíblica, es esencial a la hora de pensar en cómo nos definimos, cómo construimos nuestras relaciones con otros seres humanos y cómo configuramos el mundo en el que vivimos. 

No puedo dejar de señalar el énfasis de Hoekema en la gracia. Nuestras grandezas proceden del amor de quien nos creó con talentos y dones para cumplir su misión. Nuestras miserias son quebradas por el poder de Cristo en la cruz, quien nos salvó por el puro afecto de su amor. Es, entonces, un libro en el que el evangelio está presente de principio a fin. 

 

Luis Pino Moyano.

Comparto un mapa conceptual que señala los temas abordados por Hoekema y su conexión lógica a lo largo del libro. 

Captura de Pantalla 2020-06-12 a la(s) 12.12.04

 

Notas bibliográficas.

[1] Datos tomados de http://www.theopedia.com/Anthony_Hoekema (revisada en octubre de 2013).  

[2] Anthony Hoekema. Creados a imagen de Dios. Grand Rapids, Libros Desafío, 2005, p. 15. 

[3] Ibídem, p. 19. 

[4] Ibídem, p. 20. 

[5] Ibídem, p. 22. 

[6] Ibídem, p. 32.

[7] Ibídem, p. 93. 

[8] Ibídem, p. 98.

[9] Ibídem, p. 100.

[10] Ibídem, p. 101. 

[11] Ibídem, p. 103.

[12] Ibídem, p. 37.

[13] Ibídem, p. 65.

[14] Ibídem.

[15] Ibídem, p. 115.

[16] Ibídem, p. 118. 

[17] Ibídem, p. 40.

[18] Ibídem, p. 45.

[19] Ibídem, p. 81.

[20] Ibídem, p. 109.

[21] Ibídem, p. 31.

[22] Ibídem, p. 23.

[23] Ibídem, p. 121.

[24] Ibídem, pp. 144, 145. 

[25] Ibídem, p. 150. 

[26] Ibídem, p. 125. 

[27] Ibídem, p. 129. 

[28] Ibídem, p. 157.

[29] Ibídem, p. 158.

[30] Ibídem, pp. 158, 159. 

[31] Ibídem, p. 175.

[32] Ibídem, p. 189.

[33] Ibídem, p. 197. 

[34] Ibídem.

[35] Ibídem, p. 200. 

[36] Ibídem, p. 180.

[37] Ibídem, p. 247.

[38] Ibídem, p. 248.

[39] Ibídem.

[40] Ibídem, p. 279. 

[41] Ibídem, p. 267.

[42] Ibídem, p. 286.

[43] Ibídem, p. 294.

[44] Ibídem, p. 302. 

[Comentario de libros] Hugo Vezzetti. Sobre la violencia revolucionaria. Memorias y olvidos. Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2009.

Hugo Vezzetti es un psicólogo argentino. Es profesor de la Universidad de Buenos Aires, además de haber desarrollado la docencia en diferentes universidades en Argentina, Estados Unidos, Inglaterra y Francia. Fue interventor y decano normalizador de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires en la transición a la democracia argentina[1]. Sus obras y artículos, desde la psicología, con la fuerte influencia de Freud, han sido parte del debate en torno a la memoria reciente de Argentina. De hecho, Sobre la violencia revolucionaria, tiene dos ejes temáticos: la memoria de la violencia y el sujeto revolucionario sesentista. Son esos dos ejes los que serán tenidos en cuenta en este análisis.

Para Vezzetti, la comunidad política debe tener la capacidad de juzgar los crímenes que fue incapaz de evitar y de reparar retrospectivamente a las víctimas que no pudo proteger. En ese sentido, el hecho de que la verdad y la justicia se hayan realizado a partir de la figura de la víctima no ha ayudado al proceso. Aquí Vezzetti toma a Enzo Traverso, para señalar que después de Auschwitz se instauró un nuevo régimen de memoria, el cual está centrado en crímenes (no en batallas y victorias), en testigos (no en combatientes) y en víctimas (no en héroes). Es así que los crímenes de la guerrilla se debían olvidar para mantener el consenso en la figura trágica del desaparecido, puesto que la justicia basada en los derechos humanos protege a los más débiles. Vezzetti dirá que eso desencadenó que la cultura revolucionaria fue desplazada por la militancia por los derechos humanos. Por qué no se sigue la petición de Hebe de Bonafini, quien señalaba que los fusiles debían ser exhibidos en el Museo de la Memoria, es una de las preguntas que hace el autor.

Eso se traduce en la necesidad de hacer un ejercicio de constatación histórica. Vezzetti dirá que la violencia no comienza con el ejercicio de los militares si no con la puesta en tensión del Estado de Derecho. Montoneros y ERP son responsables de dicha debacle. Es cierto que las Fuerzas Armadas toman el poder y ejercen mayores atrocidades porque tienen un mayor poder de fuego, pero eso es resultado del derrumbe moral que no permite vislumbrar los límites. La lógica de la renovación, ha relevado la fragilidad de la identidad, y luego, la manipulación del pasado e ideologización. La pulsión memoriosa de las víctimas, ha olvidado la guerra total, en tanto destrucción y aniquilación del enemigo; y al guerrillero, como combatiente total y consagrado a su causa. Es así que en el otro eje temático, Vezzetti, al dar cuenta de elementos constitutivos de la subjetividad del militante sesentista, mencionará la constitución de un hombre nuevo, que supone una edificación moral que prevalece por sobre la formación política. Dicha configuración reporta una transformación, un acto de renuncia. Una conversión radical, en el sentido religioso de la expresión. De hecho, eso lleva a constituir a la muerte como una dimensión sacra, puesto que sin ella no hay heroicidad revolucionaria. Vezzetti dirá que “sólo en el mito la muerte es una decisión elegida”. La certeza de la muerte no elimina la certeza inexorable del triunfo revolucionario. Lo alimenta. Le da una fuerza mística. El político pasa a ser profeta y su mensaje, de ser un programa, a un constructo escatológico.

Por ello, la opción de Vezzetti será el levantamiento de una memoria justa, que sirva como fudamento ético-político, que devele un horizonte de deberes y trabajos. Se debe actuar sobre el pasado llevando a cabo la edificación de una moral. Por eso, el lema es ni deber de olvido ni memoria impuesta, celebrada y sacralizada. Para el autor la reconciliación no puede estar asociada a la amnesia. Aquí el ejemplo de Chile es clave. Cita a Bachelet, siendo presidenta electa, quien planteó que “Nunca habrá conciliación, pero con ellos hay que convivir, forman parte de Chile”. La memoria del pasado reciente debe coadyuvar a la paz social.

La lectura de Vezzetti reportó para mi investigación sobre la relación cristianismo-marxismo en el Chile de la década de los sesenta y setenta una utilidad tremenda, porque me permitió relevar la fuerza de la dimensión de la muerte en la idea revolucionaria. Ese “tanatos revolucionario” antecede la configuración de un martirologio[2]. Además, Vezzetti, traza eso como un mito, asociándolo al discurso cristiano. Ahora bien, más allá de esa utilidad, mi lectura es bastante crítica, puesto que su concepción de mito, arrastra una serie de ripios del positivismo y del naturalismo. De ahí su asociación con la religiosidad. Pero varios de esos elementos que el autor llama míticos, pueden ser reconocidos dentro de los marcos de la politicidad. Por ejemplo, el combate amigo-enemigo, es parte de la configuración de la subjetividad, en tanto la ipseidad se forma en relación a la otredad. Y es que la memoria al ser un ejercicio hecho desde el presente no puede escapar al mito. No hay ex nihilo. Aunque, no está demás decir, que debemos tener cuidado con la categoría de la víctima. Se debe tener en cuenta que una persona recibió sobre sus cuerpos toda la furia del terrorismo de Estado, cuestión insoslayable a la hora de hacer análisis históricos del pasado reciente. Pero, siempre hay que rescatar la dimensión política, pues dichos sujetos que murieron fueron torturados o hechos desaparecer, no estaban vacíos de sentido, errantes por el mundo, sino que eran militantes políticos, con todo lo que eso implica. Buscaban la concreción de un proyecto. Eso, más que una “memoria justa” al estilo de Vezzetti, nos hace reconocer y relevar con mayor fuerza la dimensión política de la memoria.

Luis Pino Moyano.

 

f710044bf79a4b1f5d8b085e5e5d9711_L3
Hugo Vezzetti.

 


 

[1] Datos tomados de http://www.sigloxxieditores.com.ar/fichaAutor.php?idAutor=1034  (Consulta: junio de 2012).

[2] Véase: Luis Pino. “De dogmas, hombres nuevos, muerte y martirologio. La relación subterránea marxismo-cristianismo en Chile, 1960-1970”. En: Revista iZQUIERDAS. Número 11, diciembre de 2011. http://www.izquierdas.cl/images/pdf/2011/12/De-dogmas-hombres-nuevos-muerte-y-martirologio.3.pdf (Consulta: abril de 2020).

[Reseña de libros] De apologías y combates. Una lectura a Bloch y Febvre.

  • Marc Bloch. Apología para la historia o el oficio del historiador. México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2001*.
  • Lucien Febvre. Los combates por la historia. Barcelona, Editorial Ariel, 1986.  

Estamos frente a dos libros que podríamos definir como clásicos de la historiografía,  escritos por dos exponentes que, a la vez, fueron fundadores de una de las escuelas de la disciplina más importantes en el siglo XX, la Escuela de los Annales. Si bien es cierto, hay diferencias en el contexto de enunciación [1], ambos textos son una declaración de propósitos y sentidos de la disciplina. Responden al qué, cómo y para qué de la historia, blindándola con una férrea armadura. Más que una filosofía de la historia, entregan herramientas para el trazado de un plan para el trabajo investigativo. Ese sentido metodológico es claramente establecido por Febvre cuando, en vez de definirse como un filósofo de la disciplina, se define a sí mismo como un “práctico de la historia”. Este concepto, se hace extensible a Bloch. Es por ello que, más que proclamar leyes, están registrando sus experiencias que sirven como reservorio para quienes hacen sus primeras armas en la historiografía, como para aquellos que porfían en la realización del oficio de contar pasados-presentes, en tanto, con la producción que piensa y hace la historia, están construyendo escuela. En las siguientes líneas, haré una lectura cruzada de los textos, terminando con algunas reflexiones. 

Ambos historiadores franceses tienen un profundo sentido de lo vocativo a la hora de llevar a cabo el quehacer historiográfico. El trabajo, para Bloch, debe “entretener”, debe producir “goce” y, en palabras de Febvre, debe “gustar”, porque si no produce una disociación entre la vida y el trabajo, lo que produce tedio. Los historiadores no dudarán en declarar, en variadas ocasiones, que el trabajo conlleva un compromiso activo, es arrojarse a la vida, que no sólo es propia, sino eminentemente social. Y eso conlleva al sujeto histórico, que, a la vez, es el objeto de estudio: los hombres. Allí donde “se huele carne humana” [2], allí donde está presente la acción transformadora de los hombres, donde está, no sólo la muerte, sino también la vida [3], se encuentra la principal preocupación historiador. Es clave, un hecho que releva Febvre, al señalar que al hombre como uno que hace, dando cuenta del carácter económico-social del estudio. Lo que es sólo eso. Un carácter. En tanto sólo hay historia a secas, la totalidad [4]. Y cuando hay fragmentación, ésta tiene un sentido. Dice Bloch: “La ciencia no descompone lo real sino con el fin de observarlo mejor, gracias a un juego de luces cruzadas cuyos rayos constantemente se combinan e interpenetran. El peligro comienza cuando cada proyector pretende verlo todo por sí mismo; cuando cada cantón del conocimiento se cree una patria” [5]. No sólo debe ser perdida de la vista la totalidad, lo “macro”, sino también la “duración”, categoría analítica que es el germen del concepto clave braudeliano de longue durée. Es el tiempo, el elemento característico de la historiografía. De hecho, tanto Bloch como Febvre notan ya la existencia de tiempos largos y cortos. Bloch hablará de civilizaciones y generaciones, respectivamente, para cada tiempo [6]. Ahora bien, en el tiempo, y rompiendo con el carácter constante e indefinido que había adquirido la idea de progreso, para ambos historiadores, el tiempo no sólo presenta continuidad, sino también movimiento. Febvre no dudará en decir que “vivir es cambiar” [7]. 

En términos epistemológicos, en tanto fundadores de Annales, rompen con el positivismo y con el historicismo, y la producción de textos que, al decir de Febvre, son “papayísticos”, en tanto se dedican a repetir lo que las fuentes dicen. Por otra parte, ambos enfatizarán en el carácter interdisciplinario de la producción historiográfica. Es decidor el concepto ocupado por Febvre, cuando señala que el conocimiento está en las fronteras. A su vez, se recoge la aportación que hizo Einstein a la física, al dar cuenta de la relatividad, la que ha puesto en crisis la vieja manera cientificista. En ese sentido, no se puede seguir pensando la ciencia de la misma manera luego de la revolución de sus estructuras, tomando prestado el caro concepto de Kuhn. Aunque, por su parte, hay matices de diferencia a la hora de pensar en el estatuto epistémico de la historiografía. Bloch no dudará en decir que se trata de una ciencia. Febvre dirá que es un estudio científicamente elaborado. La razón que dan ambos para justificar su definición es similar. Se ocupa un método científico que permite problematizar y generar hipótesis. Pero dejan de lado cualquier posibilidad de que la historia se erija como juez, y le quitan toda capacidad predictiva y para establecer leyes. Son los historiadores sujetos cognoscentes que están activos en relación al objeto que estudian. Como ciencia se busca aprehender y, fundamentalmente, comprender, “lo real”, y dicho acercamiento es objetivo. Pero esa objetividad está mediada por dos razones. La primera es que el historiador conoce y se embarca en la tarea hermenéutica de comprender a partir de preguntas. Este elemento es central en el análisis de Febvre, cuando en múltiples ocasiones señala que “elaborar un hecho es construir. Es dar soluciones a un problema, si se quiere. Y si no hay problema no hay nada” [8]. El historiador siempre elige y recrea sus materiales, puesto que “cuando no se sabe lo que se busca tampoco se sabe lo que se encuentra” [9], citará Febvre. Esto adquiere una radicalidad relevante, pues el historiador hace sus preguntas desde el presente. Si bien es cierto, esto se encuentra en ambos, será Bloch quien enfatizará en esto, proponiendo un método que lea al revés. Esto tiene como causa el hecho de que el pasado se debe estudiar a partir de lo que se conoce. La ruptura con el positivismo decimonónico es estructural. Ahora bien, hay que insistir en que se trata de objetividad mediada. El hecho de que exista abstracción, no conlleva a la arbitrariedad. De hecho, tanto Bloch como Febvre se harán parte de la disputa lingüística, señalando que los conceptos son históricos, son testimonios (susceptibles de crítica), por ende, cuando se instala un concepto del presente en el pasado, se coloca un molde que lo altera, que produce la peor falla del historiador: el anacronismo. No hay que olvidar que se trata del estudio de los seres humanos en el tiempo. 

En cuanto al elemento metodológico, hay dos cuestiones centrales. La primera, es que la tarea comprensiva es una tarea activa, donde el historiador elige, clasifica, analiza, se encuentra con otros hombres, donde está presente la imaginación [10]. En palabras de Febvre es “clarificar, simplificar, reducir a un esquema lógico perfectamente claro, trazar una proyección elegante y abstracta” [11]. ¿Qué es lo que se critica y analiza? No sólo documentos, sino que toda huella material que pueda testimoniar la acción de los hombres en el tiempo [12]. El historiador no se resigna ante las dificultades que se presentan para el acercamiento al objeto de estudio. Su trabajo, en palabras de Bloch, es como el de un obrero o el de un artesano que es incansable en su producción. 

sUn elemento que queda en la pugna es el carácter político de la historiografía. En Febvre es clara la renuncia a lo político, en tanto oscurece el estudio del objeto de estudio, como dirían pensadores posteriores de Annales, entenebrece bajo el humo de las barricadas. En una ocasión este historiador señala que: “y que yo sea trotskista, stalinista, papista o budista ¿a usted qué le importa? Cuando yo hago historia, soy historiador” [13]. Y, señalándole a sus alumnos, que el día que le hagan un homenaje ojalá se diga de él que “en la historia sólo vio la historia, nada más” [14]. Como lector tiendo a dudar de esta apoliticidad, puesto que en la retórica de la no-retórica siempre hay una retórica. No hay posibilidad de neutralidad. Además, si bien es cierto, se cuestiona en Febvre, como en Bloch, la idea de progreso como continua, constante e indefinida, el constructo teleológico propio de la modernidad no ha sido cuestionado totalmente. Sigue habiendo finalidad, tanto para la historia como para los sujetos. Y de hecho Bloch pondrá acento en eso que posteriormente se dio en llamar “función social de la historia” [15]. El historiador prisionero dirá que “la ignorancia del pasado no se limita a entorpecer el conocimiento del presente, sino que compromete, en el presente, a la acción misma” [16]. La tarea comprensiva, no es como el aprendizaje. No sólo acumula conocimiento, sino que guía la acción y produce indignación frente a los errores, que son propios de la humanidad. Y la acción es guiada a un telos. La finalidad para Bloch es clara: la felicidad colectiva. Lo dice claramente: “es innegable que una ciencia siempre nos parecerá incompleta si, tarde o temprano, no nos ayuda a vivir mejor” [17]. Trayendo a colación lo dicho por Ernst Bloch, donde está presente la esperanza, está la política. 

La lectura de Bloch y Febvre es relevante para el aquí y ahora de la disciplina historiográfica. Si bien es cierto el particularismo que ha especificado la mirada en lo micro, la especialización en lo social y el retorno contemporáneo a lo político desde el presente, han traído enormes aportes a la disciplina, dando voz a sujetos antes acallados y abriendo nuevas problemáticas e intereses que ensanchan el conocimiento sobre la acción de los seres humanos en un tiempo y espacio determinados. Pero dicha fragmentación es potenciada por la radicalidad posmoderna en la que se diluye la globalidad, lo macro, la totalidad. En ese sentido la reducción en la escala de observación jamás debe obviar en nuestra mente las condiciones globales, sobre todo aquellas que dicen relación con la explotación, puesto que la vida cotidiana está imbricada a ella. Esto no será posible tomando una opción aséptica. Es en la asepsia disciplinar, en relación a lo político, que la historiografía se ve enclaustrada en la academia y no puede dejar oír su voz en el espacio público, sólo bañada en su erudición. Y si esto sucede, bien podríamos preguntarnos con Marc Bloch que: “Si los hombres son nuestro objeto de estudio y éstos no nos entienden, ¿cómo dejar de sentir que no cumplimos sino a medias con nuestra misión?” [18]. 

Luis Pino Moyano.

Bloch Febvre
Marc Bloch y Lucien Febvre.


Notas bibliográficas. 

* El Fondo de Cultura Económica tiene otra edición publicada del mismo libro, con el título de “Introducción a la Historia” (México D.F., 1952, con ediciones posteriores). Además del cambio de título del original, esta edición no contiene la introducción de Jacques Le Goff ni las notas y observaciones de crítica textual hechas por Étienne Bloch. Por su parte, la “Introducción”, posee un apéndice redactado por Febvre y la transcripción de unas notas manuscritas de Bloch. 

[1] Bloch escribe estando prisionero. A su vez, está escribiendo un libro, sigue un plan, sistemáticamente es “un todo”. En cambio, el libro de Febvre, es una compilación de artículos, muchos de ellos son comentarios de libros, sintéticamente son “muchas partes” presentadas como un todo.  

[2] Marc Bloch. Apología para la historia o el oficio del historiador. México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2001, p. 47. 

[3] Ibídem, pp. 70, 71. Refiero en este punto a la anécdota que cuenta Bloch de su viaje a Estocolmo con el historiador Henri Pirenne, que da cuenta de la diferencia entre un anticuario y un historiador.  

[4] Lucien Febvre. Los combates por la historia. Barcelona, Editorial Ariel, 1986, p. 39.

[5] Bloch. Op. Cit., p. 147.  

[6] Ibídem. Op. Cit., p. 172.  

[7] Febvre. Op. Cit., p. 59.  

[8] Ibídem, p. 23.  

[9] Ibídem, p. 90.  

[10] Bloch. Op. Cit., p. 145.  

[11] Febvre. Op. Cit., p. 147.  

[12] Ibídem, p. 232.  

[13] Ibídem, p. 172.

[14] Ibídem, p. 34.  

[15] Ibídem, p. 34.  

[16] Bloch. Op. Cit., p. 34. 

[17] Ibídem, p. 46.  

[18] Ibídem, p. 102.  

Reseña de libros: “El enrejado y la vid”, de Colin Marshall y Tony Payne.

El enrejado y la vid, libro de Colin Marshall y Tony Payne propicia una lectura necesaria para la reflexión respecto del desarrollo eclesial, presentando una exposición que se adentra en el debate eclesiológico acerca de la iglesia como institución y/o movimiento. La tesis de los autores es que en la iglesia debe privilegiarse el factor movimiental, en la figura literaria, la vid; sin debilitar o aminorar el factor institucional, el enrejado, pero poniéndolo en su lugar. La vid tiene que ver con el anuncio del evangelio y la práctica del discipulado. Ante la pesada tendencia de que la estructura eclesial, con su pesado formado compartimentalizado y de agenda repleta, termine absorbiendo y apoderándose de todo en la iglesia, haciendo olvidar que la tarea fundamental de ella “es la de predicar el evangelio de Jesucristo en el poder del Espíritu Santo, cuidando que la gente se convierta, cambie y alcance una mayor madurez en ese evangelio”[1]. Deben por ello, eliminarse las barreras que se anteponen a la acción de los creyentes para el cuidado de la vid.

Para los efectos de esta reseña, la parecelación de los párrafos de análisis no se harán en pos de la secuencia de capítulos, sino en cuatro ejes fundamentales que se desprenden de la totalidad del libro: el discipulado, la capacitación, la labor pastoral y el papel de la estructura.

Comencemos por la noción de discipulado. Los autores plantearán sin ambages que el objetivo de la iglesia es hacer discípulos. Es parte de su caminata y vida constante. En una re-lectura de la Gran Comisión, señalarán que “el énfasis no está en el ‘vayan’. De hecho, una mejor traducción sería ‘cuando vayan’ o al ir’ La comisión no trata esencialmente de evangelizar por ahí en algún otro país. Es más bien una comisión que hace de la tarea de hacer discípulos algo que toda iglesia y discípulo cristiano debería hacer normalmente y de manera prioritaria[2]. El formar discípulos que hacen discípulos pone las cosas en su respectivo lugar: prioriza a las personas por sobre la estructura, pero por sobre todas las cosas, centra la mirada en el crecimiento del evangelio en la comunidad. La lógica es que sin crecimiento del evangelio no hay crecimiento real de la iglesia. El anuncio y la vida del evangelio posibilita que podamos mirar a la Misión de Dios, a saber,

lo que está haciendo ahora Dios en el mundo: predicando el evangelio en el poder del Espíritu Santo, para la salvación de las almas. Este es su programa, su agenda, su prioridad, su centro, su proyecto […]. Y a través de este programa, está reuniendo para sí a un nuevo pueblo, cuyo centro es Cristo; es decir, está haciendo crecer de manera lenta y constante una profusión de hojas en la gran vid de su reino[3].

 El crecimiento del evangelio y el retorno a la misión de Dios, nos permite recordar, en la propuesta de Marshall y Payne, que debemos abandonar nuestras pequeñas y egoístas ambiciones. Pero, por sobre todas las cosas, nos permite recordar que el crecimiento del que Dios está ocupado está en lo que se produce dentro de las personas, por la acción poderosa del Espíritu Santo. Es esto, el trabajo en la vid. Y ese trabajo de enseñanza y de transmisión de vida debe ser desarrollado en oración. Es interesante que se use el concepto “criar” discípulos en vez del verbo “crear”. El discipulado es un proceso de acogida y apego. De verdadero compañerismo cristiano, que es fruto del evangelio de la gracia. El concepto de compañerismo cristiano es definido por los autores como el ejercicio de “permanecer juntos en el evangelio, o sea, decididos a vivir como ciudadanos del cielo en medio de nuestra generación corrupta, anhelando la defensa y proclamación del evangelio, luchando por ello y soportando con valentía los conflictos, luchas y persecuciones que inevitablemente sobrevendrán después”[4]. En la Biblia el liderazgo tiene poco que ver con jerarquías, sino más bien con relaciones significativas de acompañamiento espiritual. Los roles específicos de los oficiales de la iglesia no niegan el sacerdocio universal de los creyentes.

Si bien es cierto, la capacitación es parte del discipulado en tanto compañerismo de quienes siguen, y seguirán, junto a otros las pisadas del Maestro de Galilea, merece un tratamiento diferenciado. Cuando las personas están en el centro de nuestras preocupaciones, y se deja de “usarlas” en el cumplimiento de programas, el tema de la capacitación emerge con fuerza. Es parte del crecimiento en el evangelio, porque para Marshall y Payne, primero se crece, luego se sirve y sirviendo se crece. La capacitación consiste en: “proporcionar conocimientos y enseñar cómo mejorar  las habilidades que sirvan para que los cristianos puedan aprender a hacer ciertas cosas”[5]. Esto se lleva a cabo por medio de la enseñanza de la sana doctrina de manera constante y fiel. Pero, por otro lado, incluye el traspaso de vida. El ejemplo es un acompañamiento que facilita el aprendizaje. Ciertas lecturas que potencian el factor del evangelio, disocian esta obra, que no puede dejar de comprenderse como resultado de lo que Cristo conquistó en la cruz. El buen testimonio es vida centrada en la Escritura, que dota de relevancia al factor relacional, a la amistad que conduce a la imitación. Aquí es pertinente referir a los autores: “Nos guste o no, siempre somos un ejemplo para los que enseñamos o capacitamos. No podemos dejar de ser un ejemplo”[6]. Es allí donde se nos amplía el significado del crecimiento de la iglesia: para Marshall y Payne, se crece en capacidades, carácter y convicción. En esa tarea de crecimiento se debe capacitar a todos los discípulos, desafiarlos a ser parte del ministerio, generar sistemas de entrenamiento y preparación para el ministerio pastoral.

Traigamos a colación lo que es relevado por los autores respecto del ministerio pastoral. Lo primero que se debe señalar es que las iglesias que experimentan el crecimiento desde el evangelio de Jesucristo, se transforman en iglesias proactivas. En la tarea del pastoreo como cuidado, se pone en la palestra un asunto que me hace mucho sentido desde el presbiterianismo: el liderazgo en equipo. Se deben forjar sociedades pastorales, en vez de concentrase en las estructuras políticas de la iglesia, haciendo que el pastor se ocupe más del rol ministerial que de las cuestiones administrativas. Su tarea fundamental es la de convertirse en un líder capacitador, puesto que una iglesia capacitada cumpla su labor: edificar y hacer crecer a la iglesia de Jesucristo. Con eso, el pastor no sólo huye de los modelos de provisión de servicios (figura clásica de las iglesias reformadas)  y del gerente de empresa (propio de las lógicas empresariales asumidas por las megaiglesias desde la década de los setenta del s. XX), sino configura una realidad: el ser para los demás. Marshall y Payne dirán que “cuando el pastor es un capacitador, se concentra en hacer que las personas se ministren unas a otras, en tanto que las estructuras, programas y eventos dejan de ser el centro”[7]. Es allí, donde el ministro del evangelio debe entender que la predicación es necesaria (¡y seguirá siéndolo!), pero es insuficiente. Lo suficiente es la palabra del evangelio, independiente del formato, siendo las visitas, los grupos pequeños, los estudios uno a uno, el desarrollo de ministerios, la amistad elementos constitutivos de su tarea capacitadora. Esto reporta desafíos al ministerio pastoral, los cuales son: a) tener al evangelismo como punto central de su labor; b) no deberle servicio a las estructuras; c) enfocar la enseñanza en el contenido y en las personas; y d) que el discipulado lo desarrollen personas que puedan llevarlo a cabo.

Separo el párrafo no para cambiar de eje temático, sino para especificar la mirada en el rol pastoral capacitando a quienes serán discipuladores y colaboradores en la misión. Respecto de este asunto, Marshall y Payne dicen que:

Si ocupamos todo nuestro tiempo en quienes necesitan ayuda, los cristianos estables se irán estancando y nunca recibirán capacitación para ministrar a otros, los no creyentes se quedarán sin ser evangelizados y muy pronto surgirá dentro de la congregación una regla general: si quieres contar con el tiempo y la atención del pastor, búscate un problema[8].

El no formar a otros que son potenciales discipuladores y/o líderes capacitadores, es muy decidor para nuestro tiempo. En la metáfora de los autores, con ello la vid se termina secando. Es primordial, por esto, que los pastores concentren e intencionen sus esfuerzos a la hora de discipular y capacitar a potenciales líderes y discipuladores. Acostumbrados en el mundo evangélico a esperar sensaciones respecto del llamado al ministerio, se olvida que el pastor en tanto capacitador debe guiar a otros al reconocimiento de sus dones. Es más, el pastor debe aguzar su mirada en los dones de los demás. Como dicen los autores: “Debemos ser proactivos al buscar, desafiando y poniendo a prueba a personas idóneas que puedan ser designadas para la obra del evangelio”[9]. Es así como, cuando se piensa en colaboradores en el ministerio se debe pensar en los siguientes criterios: que los compañeros en la misión sean “personas con un corazón entregado a Dios y con hambre de aprender y crecer. Deben haberse convertido plenamente, ser cristianos que estén avanzando en su vida cristiana y cuenten con la fidelidad y el potencial para ministrar a otros”[10]. En esa tarea, se les debe recordar a quienes colaborarán en las funciones de la comunidad, que esto no sólo implicará servicio, sino también renuncia. Es esta situación la que hace que se potencie la idea de ministerio a tiempo completo, y se desromantice los ministerios bivocacionales al estilo de Pablo y su construcción de tiendas, que no dejan de ser óptimos en algunos contextos. Es por esto, que la planificación de los ministerios debe tener en cuenta a las personas y a sus dones. Y por medio de esos dones planificar eventos que puedan producir contacto significativo con amigos. Muchas personas pueden trabajar en la vida de la iglesia, pero para ello hay que ceder a la tentación del control y de centralizar todo. Estar informado e impregnado de todo el quehacer de la iglesia no implica hacerlo todo. El valor del trabajo en la iglesia conduce a no tener personas esclavas de programas, capacitadas para un rol en particular que beneficia a la comunidad completa, y con ello a la innovación, diversificación y creación de nuevos ministerios en la iglesia, según la realidad propia.

Es así como el trabajo del liderazgo debe centrarse en las personas, haciendo que la estructura sea conocida y proporcione servicio para la vida de la comunidad. Para ello, la misma iglesia local debe y puede construir programas educativos propios, que atiendan a su realidad, pensando en una expansión a largo rato, dejando de lado las pretensiones de inmediatez y la pulsión por los resultados. Los autores señalan: “Si preparamos y enviamos trabajadores a nuevos campos (tanto a nivel local como global), puede suceder que nuestro ministerio local no crezca en número, pero el evangelio avanzará gracias a estos nuevos ministros de la Palabra”[11]. Todo esto debe estar imbricado a la concepción de que todo creyente es un misionero, y que debe y puede compartir la Palabra con todos a su alrededor, cuando sea, cómo sea y con quién sea. Para Marshall y Payne, debe abandonarse la idea que hace pensar que “la verdadera acción parece estar siempre en otro sitio, ya sea en otro movimiento cristiano o en algún lugar del mundo”[12]. Lo importante es que el mensaje de la buena noticia del evangelio con todo su contenido, sea anunciado con el poder del Espíritu Santo. ¡Es nuestra iglesia la que está en acción  cuando vemos la realidad con esos lentes!

¿Cuál es el papel de la estructura eclesial y/o denominacional en todo esto? Sin lugar a dudas, según lo señalado en el libro, facilitar el crecimiento del evangelio, lo que implica que este sea conocido, comprendido y que pueda vivirse de manera fructífera, teniendo muy claro que el crecimiento se da en en las personas y no en las estructuras. La estructura debe fortalecer una visión de Reino, que busque el beneficio del Reino de Dios y no el nuestro, lo que implica que a veces hay que dejar que personas dejen nuestras iglesias locales con esa tarea. No todos podemos hacer lo mismo y, por ende, la comunidad como institución puede proveer un marco para generar diagnósticos pertinentes, centrados en las personas y sus necesidades.

La estructura como enrejado puede proveer el armazón que permite el comienzo y el desarrollo de esta mirada renovada y fresca de la vida eclesial, reorientando el culto en torno a la lógica del discipulado. A su vez, generando un liderazgo colaborativo en la cercanía que permite el trabajo dentro de un consejo, el que a su vez, instala dentro de sus reuniones ordinarias instancias de capacitación, que también se abre a la posibilidad de forjar nuevos colaboradores. Es con los colaboradores que se toma la decisión de que hacer tanto en el discipulado como en las capacitaciones, lo que implica dejar el voluntarismo que tiende al esfuerzo de un individuo que se precia de iluminado.

Hace años, en el contexto de una iglesia que estaba en su proceso de plantación, leí este libro. Pero debo señalar que volver a leerlo produjo nuevamente un impacto. El impacto tiene que ver con una suerte de zamarreo que hace volver a recordar lo realmente importante en la vida de la iglesia, a saber, la práctica del discipulado. ¡Cuántas veces perdemos de vista esto atrapados por la vorágine de la estructura, e inclusive, con cosas que van más allá de esta! Y en esta práctica fundamental de la vida de la iglesia, no debemos perder de vista que quienes discipulamos, y tenemos roles que cumplir en la vida de la iglesia, entre ellas, roles de liderazgo, no dejamos nunca de ser discípulos del Maestro por excelencia, Jesucristo. Por ende, como tales, nunca llegamos a ser “modelos terminados”, siempre necesitamos de la gracia, de la restauración, del acompañamiento, y la vida en comunidad nos provee todo aquello.

Otra cosa relevante que el libro proporciona, y que me parece sumamente importante profundizar en una reflexión, tiene que ver con el asunto del buen testimonio. Este tema debe ser limpiado de los extremos antinomianos y legalistas, y puesto en su recta expresión, aquella que emerge de la Biblia. Evidentemente, como señalamos, ninguno de nosotros deja de ser un necesitado de la gracia. Todos somos pecadores. Moralmente por nuestros esfuerzos no podemos hacer ni lograr absolutamente nada para nuestra salvación. ¡Sola Gratia! Ayer, hoy y siempre, Sola Gratia. Pero tampoco debemos olvidar que somos pecadores redimidos, liberados de la culpa, de la vergüenza y del poder del pecado, y nuestra naturaleza fue transformada por la obra de Cristo en la cruz, y la acción vivificadora del Espíritu en un momento particular de nuestras vidas. Es esa obra del Espíritu Santo la que nos capacita para vivir bajo esa renovación. Esa gracia aplicada en nuestra vida nos fortalece en la lucha contra el pecado y la cultura imperante que nos trata de amoldar a su sistema. Esa lucha es posible y necesaria. Por más que quienes ejercemos liderazgos luchemos contra la idea de que somos referentes de los demás, eso jamás deja de ocurrir. Aunque no queramos, aunque discurseemos de manera lata en ello, siempre los nuevos discípulos nos mirarán. Y ahí el énfasis de Payne y Marshall, es clave. El testimonio no sustituye la buena y sana enseñanza, pero no por eso deja de ser necesario. Es un facilitador del mensaje comunicado, al dotar de sentido con aquello que se puede ver. Tu buen testimonio no te salva ni te hace mejor. Tu buen testimonio es fruto de la obra del Espíritu y sirve a la edificación de la comunidad. Tener claro ese asunto será tremendamente beneficioso.

Lo otro a lo cual quiero referirme dice relación con la preparación de nuevos ministros. Sin lugar a dudas los seminarios no son fábricas de pastores perfectos, como tampoco lo son las comunidades locales. Son esfuerzos mancomunados de seminarios, iglesias en tanto comunidad y consejos superiores, tutores, candidatos, familiares y hasta amigos, los que colaboran en este proceso. Debo señalar que me hace mucho sentido el proceso de entrenamiento previo a la entrada al seminario por los candidatos al ministerio, toda vez que este proceso puede derivar en el incentivo de la vocación, o en que se deje de lado, en un momento bastante oportuno, pero en ambos casos, proveyendo a la comunidad de un miembro capacitado y que trabaja. Además, me hace total sentido el que la formación de los nuevos ministros tenga un carácter que acentúa el factor pastoral y misiológico, más que el perfil teológico e intelectual (sin dejarlo de lado, insisto, sólo como perfil que se acentúa). Y por supuesto, experimentando un largo proceso previo de entrenamiento práctico, dicha etapa lectiva podría ser acortada, proveyendo la posibilidad de especializaciones en el área. Una iglesia reformada siempre reformándose, también puede construir un seminario reformado siempre reformándose, que lee muy bien la realidad a la luz de la Biblia. Es la Palabra la que nos hace sensibles, abriendo nuestros ojos para leer adecuadamente el momento de nuestra iglesia, de la cultura y de la sociedad. Y libros como El enrejado y la vida, sin duda son una muy buena herramienta para ello.

Luis Pino Moyano.

 


[1] Colin Marshall y Tony Payne. El enrejado y la vid.s/l, Torrentes de vida, 2010, p. 14.

[2] Ibídem, p. 20. La acentuación está en el original.

[3] Ibídem, p. 44.

[4] Ibídem, p. 76.

[5] Ibídem, p. 80.

[6] Ibídem, p. 85.

[7] Ibídem, p. 114.

[8] Ibídem, pp. 127, 128.

[9] Ibídem, p. 155.

[10] Ibídem, p. 135.

[11] Ibídem, p. 34.

[12] Ibídem, p. 38.

Esquema sintético:

Mapa Enrejado y vid