Son muchas las preguntas que surgen a la hora de realizar la tarea de historizar la vida de la iglesia, sobre todo, cuando se trata de la propia comunidad de fe, con discursos fundacionales que hacen del pasado un constructo pesado, y con testigos vivos que reclaman la posesión de la verdad con un impertérrito “yo estuve ahí”. ¿Qué hacer para sacar del relegamiento de la historia del simple anecdotario que otorga recursos ilustrativos para el sermón del domingo? ¿Qué hacer para sobrepasar las historias acontecimentales, llenas de personajes, héroes, mártires, hechos y fechas, para derivar a historias centradas en problemas de estudio y de profundo carácter interdisciplinario? ¿Qué hacer para que esta disciplina deje de ser la excusa argumentativa de las iglesias emergentes, que hacen tabula rasa de siglos de historia de la “cristiandad” para el supuesto regreso a la iglesia primitiva y sus prácticas sencillas, levantando constructos que se transforman en institucionalidad y dogma, aunque no quieran, pastiche posmoderna de un cristianismo individualizado, más que comunitario? ¿Qué hacer para entender que la historia de la iglesia es la historia de la comunidad y que, por ende, los sujetos del pasado son nuestros hermanos en la común fe?
No pretendo acá responder esas preguntas, pero sí quiero invitar al inicio de un camino con la referencia a un acto pedagógico propio. Cada vez que tengo la posibilidad de comenzar un ciclo de clases de historia eclesiástica, en centros de formación teológica o en iglesias, realizo el mismo acto: tomo en mis manos el libro Introducción a la Teología Evangélica del teólogo suizo Karl Barth y leo una definición que él realiza de manera breve pero profunda en torno a lo que él llamaba “el diálogo secundario de la teología”, que no es otra cosa que el estudio histórico. Cito extensamente a Barth:
“La segunda tarea del estudio teológico se ocupa, en particular, de lo que hemos denominado el diálogo secundario. Desde luego, sin esta discusión secundaria no podría llevarse a cabo ni la exégesis bíblica ni el estudio en cualquier otra esfera de la teología Se trata de estudiar la historia de la Iglesia, su vida teórica y práctica, sus acciones y confesiones de fe y, por tanto, su teología. Lo que está implicado en ello es el largo camino que el conocimiento cristiano –ese elemento fundamental de la vida comunitaria- emprendió y viene realizando desde los días de los profetas y de los apóstoles hasta el momento presente. Puesto que la historia de la Iglesia participa de manera innegable y continua en la historia profana o historia del mundo, y puesto que es también sin duda una parte de la historia universal constituida por el mensaje bíblico del cual ella surge, habrá que examinar entonces la historia de la Iglesia de la misma manera que se estudian otras historias. Se trata de una historia de la fe, de la incredulidad, de la fe errónea y de la superstición; una historia de la proclamación y de la negación de Jesucristo, de las deformaciones y de las renovaciones del Evangelio, de la obediencia que la Cristiandad rindió al Evangelio o que de manera abierta o secreta le negó. La historia de la iglesia, de los dogmas y de la teología es necesariamente, desde la perspectiva de esta comunidad de santos y pecadores, un objeto de estudio teológico. Más aún, la comunidad del tiempo presente se halla incluida en las filas de esa gran comunidad y debe ser valorada por los mismos criterios” [1].
He aquí la que a mi juicio es la definición más completa de la historia eclesiástica con la que me he encontrado en el discurso cristiano, y es en el desgajamiento de ella que profundizaremos en el concepto, en diálogo con otros autores. Barth señala grosso modo que:
a) La historia eclesiástica es marco necesario para la producción teológica y exegética.
La pregunta que siempre abre el diálogo académico: “¿Por qué?” La respuesta fácil dice relación con que el cristianismo es una religión que se ha dado en la historia, con continuidades y cambios, en distintos contextos sociales. Y sí, es una respuesta correcta, pero no del todo satisfactoria, debido a que se queda en una mirada de superficie. La historia es marco porque el cristianismo, en tanto fe-vida, es eminentemente histórico.
Quien mejor lo señala, es el fundador de la Escuela de los Annales Marc Bloch, cuando escribió que: “El cristianismo es una religión de historiadores. Otros sistemas religiosos han podido fundar sus creencias y sus ritos en una mitología más o menos exterior al tiempo humano. Por libros sagrados, tienen los cristianos libros de historia, y sus liturgias conmemoran, con los episodios de la vida terrestre de un Dios, los fastos de la Iglesia y de los santos. El cristianismo es además histórico en otro sentido, quizá más profundo: colocado entre la Caída y el Juicio Final, el destino de la humanidad representa, a sus ojos, una larga aventura, de la cual cada destino, cada ‘peregrinación’ individual, ofrece, a su vez, el reflejo; en la duración y, por lo tanto, en la historia, eje central de toda meditación cristiana se desarrolla el gran drama del Pecado y de la Redención” [2]. Esta maravillosa definición de Bloch la tengo presente cada vez que participo de la Cena del Señor en la comunidad. Allí, en ese acto litúrgico, sacramento y medio de gracia, está representada a cabalidad la densidad del tiempo histórico y la duración (la que con Braudel se transformará en la longue durée, la larga duración). Allí en la mesa de comunión está el pasado, el que rememora la vicaria cruz de Cristo y su resurrección por nuestro bien, ligado al presente de la presencia real y mística del Verbo y de la unidad de la comunidad amada por el Dios de la vida, y el futuro, porque la esperanza del regreso del Señor y Rey para consumar la redención y su reino es elemento sustancial de la vida de la iglesia. Bloch, habla de esto al mostrar al cristianismo como la “peregrinación” individual y colectiva tras los pasos del Carpintero de Galilea, en la historia trazada de principio a fin por el Creador. El cristianismo es histórico. Será histórico o no será nada.
b) El estudio histórico del cristianismo, y con él de la iglesia, debe centrarse en la esfera factual y en los discursos que dan sentido a dicha praxis de fe-vida.
La invitación de Barth, es a construir una historia que busque entender la ligazón entre discurso y acción, entre teología y praxis. Esta idea tiene implicancias tanto en la producción histórica como en la construcción de una disciplina historiográfica marcada por el cristianismo. Lo factual, léase tanto acontecimientos como procesos, debe seguir siendo estudiado. Esto, a pesar que en el marco de la producción histórica desde el cristianismo protestante, se trata del espectro más explotado [3], debe seguir siendo realizado, teniendo en cuenta aquello que el historiador Peter Winn denominó como las fases reconstructiva e interpretativa [4]. La tarea de la primera fase sigue siendo necesaria puesto que aún hay acontecimientos, procesos y actores históricos que no han sido relevados, o estudiados mínimamente, junto a voces que reclaman su escucha. Pero dicha tarea no puede ser acometida con seriedad y rigurosidad profesional si no se toma en cuenta la dimensión interpretativa acerca del pasado y del acto de recordación que habla desde el presente, dando un salto de la respuesta al qué, para pasar a responder el cómo y el para qué, de tal manera que nos acerquemos al contenido del discurso sin disociarlo de la forma en que éste es enunciado, y permitiéndonos dar cuenta de la finalidad que dicho relato tuvo o tiene en los receptores.
Es hora de dejar de lado las producciones meramente acontecimentales, del pasado por el pasado. La historia de los anticuarios debe dar paso a la historia viva y bullente de los mercados, en la cara metáfora de Henry Pirenne dicha a Bloch, la que el viejo maestro del fundador de Annales explicó diciendo: “si yo fuera un anticuario sólo me gustaría ver las cosas viejas. Pero soy un historiador y por eso amo la vida” [5]. Y no hay historia bullente y viva sin preguntas nuevas y para el presente.
c) La historia eclesiástica es el estudio del cristianismo en el tiempo.
Esta paráfrasis de la sintética definición de Bloch a la disciplina historiográfica está ligada tanto a una noción escatológica, como a una filosófica que entiende que no existe historia de la iglesia separada de una historia profana, sino que ambas caminan por la misma ruta trazada providencialmente. Esto debería llevarnos a concluir que cualquier intento de disociar la historia de la iglesia de la historia del mundo no sólo le hace un flaco favor a la primera, sino que es un acto de inconsistencia teológica. Flaco favor, pues no nos permite mirar con mayor claridad el contexto de enunciación cultural, político, social y económico de ciertos discursos teológicos y prácticas eclesiales, respondiendo al por qué dijeron lo que dijeron e hicieron lo que hicieron. Inconsistencia teológica, pues no nos permite tener en cuenta la mano providente de Dios que traza y dirige la historia hacia su consumación. Para esto se hace relevante, en primera instancia, conocer el pasado-presente de la región o país en la que se emplaza su análisis, su devenir histórico, sus sociedades, su producción cultural y económica, pues eso es congruente con la mirada total de la historia. Y, en segunda instancia, la historia debe estudiarse de manera crítica y con los métodos propios de la historiografía (principalmente en lo que dice relación al trabajo con fuentes) y de las disciplinas que dialogan con ella, tanto de las ciencias sociales como de las humanidades.
Y, no sólo en tercera instancia, sino por sobre todo, como marco de comprensión global en lo que Juan Stam denominó como una de las tareas de la teología, a saber, la de “acompañar al pueblo de Dios en su misión histórica. Eso significa que el teólogo debe ser un especialista en la lectura de ‘las señales de los tiempos’ que discierne el kairós histórico, es decir, el momento oportuno de que nos habla Efesios 5:16” [6]. Esa condición de especialistas nos hace recordar las palabras de Jesús, cuando él nos invita a no ser como fariseos y saduceos, ignorantes de los signos de los tiempos (Mateo 16:3). Ese texto del evangelio de Mateo es el único en la Biblia que ocupa el concepto “signos de los tiempos”, aludiendo, tal y como lo habían hecho los profetas veterotestamentarios, a lo que Dios había realizado en el pasado y lo que estaba mostrando en el presente a través del su Hijo. Teológicamente, se ha ocupado más para referir a acontecimientos o procesos que, como su nombre lo dice, señalan hacia la segunda venida de Cristo, el signo por antonomasia. Quienes trabajamos estudiando la historia de la iglesia debemos tener en cuenta que la visión de la historia en el cristianismo es lineal [7] y que en la actualidad estamos viviendo “los postreros tiempos”.
Esto hace pertinente referir lo dicho por Anthony Hoekema: “La idea de que la historia se mueve hacia metas establecidas por Dios y que el futuro debe ser visto como el cumplimiento de promesas hechas en el pasado, es la singular contribución de los profetas de Israel” [8]. Esta mirada de la historia es respuesta a la comprensión omniabarcante del cristianismo, en la que Dios es Señor de todo, por ende, también de la historia (Salmo 103:19; Efesios 1:11) y en la que Cristo es el centro (Colosenses 1:15-23). Es más, Cristo ha introducido la nueva era, la de los tiempos postreros, con su primera venida (Hebreos 1:1, 2) y él, con su poder redentor, hace que la historia avance a su consumación, a la eternidad en los “cielos nuevos y la tierra nueva” (los capítulos 5, 21 y 22 de Apocalipsis son claves en esta lectura) [9]. No somos ni pesimistas ni fatalistas, tampoco buscamos escapar de este mundo en pos del venidero, sino que miramos la historia, nuestro pasado-presente, a la luz del triunfo de Cristo en la cruz y sobre la tumba. Es la historia guiada y centrada en aquél que clamó: “Consumado es” (Juan 19:30). No hay en el cristianismo escatología pesimista u optimista. En el cristianismo la mirada del tiempo histórico en su densidad está marcada por el signo de la esperanza.
d) La historia de la iglesia no es una historia de héroes, sino de hombres y mujeres, santos-pecadores, con aciertos y errores.
El esfuerzo historiador debe ir acompañado de la eliminación de los mitos fundacionales y del levantamiento de héroes, que obstaculizan el análisis crítico y profundo de la historia de la iglesia. El cristianismo en el tiempo ha tenido en sus filas a hombres y mujeres que son santos-pecadores. Lo más notorio de ello, tiene que ver con la esfera de los aciertos y errores cometidos por creyentes a lo largo de la historia. Justo González, en uno de sus libros, invita a quienes trabajan en la historia de la iglesia a seguir el ejemplo de las historias bíblicas, porque dichos relatos: “no son inocentes, sino que van mucho más allá de la inocencia. Los únicos héroes auténticos de la Biblia son el Dios de la historia y la historia misma, que sigue su implacable marcha a pesar de los fracasos de sus protagonistas” [10]. Esto tiene implicancias en la espiritualidad, puesto que “quienes conciben y leen su historia en términos de pureza y altos ideales se excluyen a sí mismos del poder y la inspiración de las Escrituras” [11]. La historia de la iglesia debe conservar la disciplina de pobreza de espíritu, porque ella trae bienaventuranza. La altivez histórica, manifestada en la elevación de proyectos denominacionales [12] y de sujetos en un tono hagiográfico, como si se tratara de creyentes impecables, lleva al falseamiento de la misma. En la historia, como en la teología y la vida, la finalidad es la gloria de Dios que vive para siempre, no olvidando que “la historia del cristianismo es la historia de los hechos del Espíritu entre hombres y las mujeres que nos han precedido en la fe” [13].
e) Que ligado a lo anterior la historia de la iglesia es el testimonio de la comunidad, ergo es la historia de quienes son nuestros hermanos aunque hayan muerto hace siglos.
Mirar la historia de la iglesia, con riguroso análisis crítico, no es sinónimo de dejar de lado los “lentes del evangelio” para notar los hechos del pasado, reconociendo que nuestros hermanos del ayer eran santos-pecadores. La mirada desde el evangelio nos permitirá rescatar elementos teóricos y proyectivos de corrientes teológicas adversas, por definición, a la nuestra, que de otra forma eliminaríamos de cuajo. Nos haría recordar la gracia común, en la que vemos que todo don perfecto proviene de Dios (Santiago 1:17), por lo que podemos decir, al igual que antaño, que toda verdad es verdad de Dios. Ahí está nuestro gran problema en el estudio respecto del pasado y del presente de la iglesia, que en muchos casos nos acercamos al pensamiento de autores y corrientes a partir de manuales, sin distinguir los prejuicios que estos establecen, y no en la lectura directa, que permite distinguir entre lo asumible, lo redimible y lo desechable. Actuamos condenatoriamente desde el desconocimiento y la indiferencia. Lo que es peor, actuamos así, porque no reconocemos en el otro a nuestro hermano por el cual Cristo también derramó su sangre, y que con ripios y fallas, puja animado por el Espíritu por el avance del Reino. Me permito citar, nuevamente en forma extensa a Barth:
“Servirá de algún principio rector inspirado por un determinado sistema filosófico (de la forma en que lo intentó en particular el gran F. Christian Baur), para tratar de dominar la historia de la comunidad en el tiempo que media entre la primera venida y la última venida del Señor. Se limitará sencillamente a ver y mostrar cómo y hasta qué punto todo lo que sucedió y sigue sucediendo en la historia de la comunidad era y es carne; carne, como recuerda el profeta, semejante a la hierba y la flor del campo (Is 40, 6). Esa carne es transitoria, pues su esencia consiste en pasar y desvanecerse. Ahora bien, puesto que Dios es el origen y la meta de esa historia que pasa, los acontecimientos de la historia no está nunca desprovistos del perdón de los pecados ni vacíos de la esperanza en la resurrección de la carne. La ciencia teológica de la historia se abstendrá serenamente de cualquier glorificación completa de un elemento de la comunidad o de cualquier descalificación absoluta de otro elemento. En vez de eso, llorará con los que lloran y se regocijará con los que se regocijan. Permitirá sencillamente que todos los que vivieron, pensaron, hablaron y trabajaron antes de nosotros, hablen por sí mismos. Cuando en beneficio de la comunidad actual, se ilumina de esta manera la vida anterior de la comunidad, entonces la ciencia teológica de la historia servirá también, de manera secundaria y subsidiaria, para la futura congregación, consolidación y misión de la comunidad” [14].
La historia que mira desde el evangelio es real e integralmente historia de la iglesia, pues no glorificará a nadie más que a Dios, criticando lo que haya que criticar y, a la vez, amando a nuestros hermanos del ayer, aprendiendo de sus aciertos y errores, lo que sin duda reportará un enorme utillaje para la misión en el presente.
Con todo esto, Karl Barth nos presenta la importancia y la limitación de la tarea histórico-eclesiástica. Es importante, porque no existe posibilidad de pensar un cristianismo disociado del tiempo histórico. Pero su alcance es limitado, toda vez que ella no tiene la voz concluyente en materias de doctrina y práctica. Esa voz concluyente la conocemos en la Palabra de Dios cuyo magno fin es conducirnos a mirar a Cristo en fe, adoración y asombro.
Luis Pino Moyano.
Notas bibliográficas.
[1] Karl Barth. Introducción a la teología evangélica. Salamanca, Ediciones Sígueme, 2006, p. 207.
[2] Marc Bloch. Introducción a la Historia. México D.F., Fondo de Cultura Económica, 1957, pp. 9, 10. El libro ha sido publicado por la misma casa editora con el título “Apología para la historia o el oficio del historiador”.
[3] Sólo a modo de indicación, muestra de lo dicho son las obras: Kenneth Scott Latourette. Historia del Cristianismo. Tomos I y II. El Paso, Casa Bautista de Publicaciones, 1979 (publicado en varias ediciones); Williston Walker. Historia de la iglesia cristiana. Buenos Aires, Editorial La Aurora, 1957; Justo González. Historia del cristianismo. Desde la era de los mártires hasta la era inconclusa. Miami, Editorial Unilit, 2009.
[4] El autor trabaja este asunto en la problemática respecto a la historización del tiempo presente Peter Winn. “El pasado está presente. Historia y memoria en el Chile contemporáneo”. En: Anne Pérotin-Dumon (editora). Historizar el pasado vivo en América Latina. http://etica.uahurtado.cl/historizarelpasadovivo/es_contenido.php (revisada en julio de 2012).
[5] Bloch. Op. Cit., p. 38.
[6] Juan Stam. Apocalipsis y profecía. Las señales de los tiempos y el tercer milenio. Buenos Aires, Ediciones Kairós, 1998, p. 16.
[7] Sobre este punto, es importante lo señalado por Theo Donner: “La historia tiene principio en la creación, va hacia un fin que es la consumación final, el juicio, los nuevos cielos y la nueva tierra. Además, la historia tiene un centro que es la encarnación de Cristo, la cruz y la resurrección. No hay movimiento cíclico, sino que toda la historia se mueve hacia una meta. Este fin implica al mismo tiempo juicio y promesa, dependiendo de cómo responde el ser humano frente al evento central de la historia, la venida de Cristo”. Theo Donner. Posmodernidad y fe. Una cosmovisión cristiana para un mundo fragmentado. Barcelona, Editorial CLIE, 2012, pp. 106, 107.
[8] Anthony Hoekema. La Biblia y el futuro. Grand Rapids, Libros Desafío, 2008, p. 38.
[9] En estos elementos del punto de vista cristiano he seguido la lectura de Hoekema, Op. Cit., pp. 39-54.
[10] Justo González. Teología liberadora. Enfoque desde la opresión en una tierra extraña. Buenos Aires, Ediciones Kairós, 2006, p. 124.
[11] Ibídem.
[12] A modo de ejemplo, referir el caso del libro de Jesse Lyman Hurlbut. Historia de la iglesia cristiana. Deerfield, Editorial Vida, 1994. A pesar de que su esfuerzo sintético y divulgativo es valorable, la idea de llamar a la iglesia primitiva como “iglesia pentecostal” y finalizar el libro con la historia de las Asambleas de Dios, es bastante cuestionable, no por el hecho de la subjetividad de la interpretación, sino por la trama construida que busca develar la continuidad y la restauración de la fuerza pneumatológica original de la iglesia en una denominación.
[13] González. Historia del cristianismo. Op. Cit., p. 22.
[14] Barth. Op. Cit., pp. 208, 209.