De fútbol, opio, nacionalismo y la felicidad.

En la foto, René Orlando Meléndez, jugando por la selección chilena frente a Panamá en 1952. Para mi Tata el mejor jugador de la historia del fútbol chileno.

Mientras en Brasil se juega una nueva versión de un mundial, en muchos espacios, reales y virtuales, se discute acerca del fútbol y su impacto societal. Mucho se habla del fútbol como distractor frente a los “problemas reales” de la gente, toda vez que los medios de comunicación se atiborran del seguimiento de jugadores, entrenadores, partidos, resultados, hinchadas y más. ¿Nos faltan motivos de alegría más reales y concretos? ¿Se nos olvida que al otro día debemos seguir trabajando? ¿Dejamos de analizar los problemas que vemos en educación, salud, vivienda y otros temas y problemáticas sociales? ¿Es el fútbol opio de los pueblos que obnubila nuestra mirada de la realidad y nos hace recaer en la entelequia de la nación?

 Comencemos al revés. ¿Es el fútbol opio de los pueblos? Mi respuesta es sí y no. Sería iluso de mi parte decir que el fútbol no ha sido instrumentalizado por las clases dominantes ya sea para homogeneizar, popularizarse y también generar otro foco informativo que haga poner la mirada en otro polo atractivo. Los manejos de la FIFA, son una prueba de ello: a) arreglando torneos para que se den ciertos resultados, cosa que no siempre resulta: ahí tenemos el Maracanazo del ’50 cuando todo se preparó para que Brasil celebrara, sin esperar el batatazo de los charrúas comandados por Obdulio Varela; b) para qué decir del tema comercial que hace que este organismo internacional se meta al bolsillo la legalidad de los países sede (el caso de la venta de cerveza en los estadios en este mundial, cuestión prohibida en la legalidad brasileña) y c) el acto legitimador de la dictadura argentina, haciendo que éste país fuese sede del mundial en 1978, sin siquiera citar la derrota de 6 a 0 de Perú frente al combinado local, de la que quizá fuese la mejor selección blanquirroja de la historia. Argentina celebró en el Monumental de River, ganando en una controvertida final a Holanda, a pasos de uno de los principales centros de detención y tortura de los esbirros dictatoriales: la Escuela de Mecánica de la Armada.

 En Chile también lo hemos vivido. Augusto Pinochet, hincha de Santiago Wanderers, usó a Colo-Colo para legitimar su imagen en el mundo popular. Recibió el cargo de presidente honorario del club y comprometió su apoyo económico para la finalización de la construcción del Estadio Monumental. Platas que nunca llegaron, porque la derrota en el plebiscito de 1988 le hizo recular. Su presencia también se hizo presente en la Universidad de Chile, con su abogado y albacea Ambrosio Rodríguez, quien presidió la CORFUCH en forma paralela a su tarea como Procurador General de la República. En forma más reciente, tenemos la hegemonía de las sociedades anónimas que se han apropiado de los clubes, con criterios economicistas, sin conocimiento ni apego a los clubes, además del criterio populachero, como es el caso de Sebastián Piñera, hincha de la Universidad Católica, que en un momento fue accionista mayoritario de Blanco y Negro.

 Sí, el fútbol es, y ha sido, opio de los pueblos. Pero puede no serlo. Por ende, no caben las oposiciones binarias ni los esencialismos. Existe la posibilidad de que el fútbol no sea opio de los pueblos y esto por varias razones. Desde un punto de vista político, el fútbol ha sido un espacio en el cual se han manifestado rebeldías contra los poderosos de la tierra. Para efectos sintetizadores, podríamos mencionar los casos referidos en el documental “Football rebels”, de Eric Cantoná. Ahí están: Rachid Mekhloufi, quien rechaza jugar por la selección francesa en el Mundial de Suecia del ’58, para formar la selección de fútbol del “Frente Nacional de Liberación Argelino”; Carlos Caszely, opositor al régimen dictatorial de Pinochet, quien en la propaganda del NO el ’88 nos contó cómo su madre fue torturada por dicha posición política; Sócrates, quien se opuso a la dictadura brasileña y funda “Democracia Corinthiana”; Predraf Pasic, quien durante la guerra en Yugoslavia, se mantuvo en su país y llevó el fútbol a los niños para sacarlos del ambiente de violencia y darles una alegría; y Didier Drogba, quien luchando por la paz en Costa de Marfil, colabora con la construcción de hospitales, escuelas y campos para el juego del fútbol para quienes están en la periferia, no sólo de la ciudad, sino también de la historia.

 Pero aún más, el fútbol es, y puede ser un espacio, en el que más que valorar la individuación, se puede fomentar y experimentar la comunidad. Por ello, Antonio Gramsci pudo entender el juego del fútbol como “el reino de la lealtad humana”. Lealtad que traspasa de la cancha, al asiento de los estadios, a las casas o en los sucuchos en los que familiares y los amigos conversan, comen y beben mientras se juega. El fútbol es un espacio en el que se valora no sólo la aceptación y cumplimiento de las reglas, sino también la creatividad, la belleza, el arte, el goce. El fútbol es el lugar en el que la derrota puede no ser leída como fracaso, sino como el momento que expresa apego y amor por la camiseta que se porta. Tanto así, que hinchas pueden organizarse y buscar quitarle el club a quienes lo roban y usufructúan por el sólo interés en la ganancia. El fútbol, como nos enseñaron los seleccionados argentinos al apoyar a las Abuelas de la Plaza Mayo, y también los seleccionados chilenos apoyando las demandas estudiantiles por una educación pública, puede ser un espacio de protesta también. Si no, preguntémosle a Maradona por sus dos goles a Inglaterra el ’86. El fútbol es también uno de los pocos espacios en el que sobrevive la meritocracia, aquella que llega a la generación del símbolo de una calle en Puente Alto “Charles Aránguiz”, de la misma manera en las que hay “Matte”, “Tocornal” y “Concha y Toro”. Un chico de una población al lado de los “dueños originarios” de la comuna.

 ¿Y qué pasa con el nacionalismo? En el mundial juegan selecciones nacionales, por lo cual se fomenta ese constructo imaginario por las élites en cada país. El nacionalismo nos hace obviar la diferencia y la violencia de ella. Todo eso es cierto, y lo tenemos muy presente. Pero, también nos hace encontrarnos con otros hijos e hijas de esta tierra, con la lengua materna, aquella que aprendimos con los cantos de cuna, con nuestros sentimientos y costumbres, con la solidaridad, con la comunidad de sentimientos, con el amor a la tierra de nuestros padres. Y aquí no estoy refiriendo las palabras de ningún filofascista sino las de Elisée Reclus, uno de los padres del anarquismo y de la geografía. La violencia vivida no nos hace olvidar la alegría de la construcción de lo nuestro. Celebrar a la Roja, para mí es celebrar a Neruda y De Rokha, a Violeta Parra y a Víctor Jara, a la cueca chora, al vino tinto, al pipeño y la empanada. No es el olvido de la historia, es el rescate de lo que puede ser celebrado de ella. Con Recabarren no celebro la falaz independencia. Pero sí celebro la alegría que emerge del pueblo, de aquél que no sólo reconoce lo nuestro como lo chileno, sino también lo latinoamericano.

 Precisamente aquí está el problema de los marxólogos de turno, aquellos que parafrasean al filósofo alemán diciendo que “el fútbol es el opio de los pueblos”. Primero, porque denotan la ausencia de la lectura de la “Crítica de la filosofía del derecho de Hegel”, puesto que al decir de Marx, la religión que es opio es la que fomenta el valle de lágrimas del aquí y ahora, por la felicidad del más allá, discurso fomentado por una religión opresora y dominante. Ergo, no se trata de una crítica a la religión en sí, sino de una crítica a una que lleva el apellido “opio” u “opresora”. Es decir, en la paráfrasis actual, lo que oprime es “el fútbol opio-opresor” y no el fútbol en sí. ¿Cuál es el centro del problema? Es que los marxólogos de turno olvidan una premisa del materialismo dialéctico: la materia cambia, y, precisamente, es eso lo que permite pensar en la transformación de la realidad. Esa base epistemológica es olvidada por quienes ostentan su intelectualidad y superioridad moral y política, frente a los pelotudos distraídos que nos encantamos por 90 minutos con un juego. Ignorancia supina, simplemente, de quienes tiran la línea sin saber. Y no sólo eso, muestran su impotencia, al no crear ninguna alternativa más atractiva que el fútbol y la tele que lo comunica. En definitiva, mero discurso sin correlato empírico.

 Todo esto me lleva a una reflexión final. El moralismo, venga de dónde venga, es un enemigo que no permite el deleite más que en uno mismo. No se alegra en la comunidad ni en las cosas simples de la vida. Por eso no entiende el fútbol. No entiende el goce del grito de gol ni el sufrimiento del partido que se hace largo cuando el rival ataca sin parar ni la tristeza de la derrota, sobre todo de aquella que no se merecía. Ese moralismo no entiende que quienes disfrutamos del fútbol no olvidamos nada de lo que acontece en nuestro entorno, porque no somos tontos ni pesados, puesto que como diría Rodolfo Braceli: “El fútbol no es culpable ni inocente. No es la causa ni el ombligo. Es sencillamente un espejo, el espejo que mejor espeja nuestras ternuras y crueldades, nuestros optimismos y depresiones, nuestra congénita y perenne absurdidad”. Allí, en el fútbol, también se juega la vida, cómo nos entendemos, cómo somos, cómo nos relacionamos, por lo que si no eliminamos los dualismos, no podrá haber disfrute, solo moral o culpa.

Por eso, por mi parte, prefiero la felicidad, el disfrutar sin mayores aspavientos de la pelota que no se mancha. Tal y como cuando vi el gol de Hugo Rubio en la final del torneo del ’86 frente a Palestino, o la primera vez que fui con mi Tata al Estadio Nacional el ’90, o cuando el Colo-Colo salió campeón de la Libertadores el ’91, o cuando con mis compañeros de colegio vimos a Chile en Francia ’98, o al Colo-Colo de Borghi, o cuando Bielsa nos hizo recordar que para ganar hay que jugar-atacar y no salir a ratonear a un campo de juego, o cuando conversaba con mi Tata, Manuel Pino, o con el tío de mi esposa, mi tío, Manuel García, ambos hinchas de la Universidad de Chile con quienes podía hablar y disfrutar la historia del fútbol, o cuando este año fui al estadio con mi hijo y con uno de mis mejores amigos esperando la ansiada copa número 30 del popular, o cuando a lo lejos juego a la pelota con mis amigos o compañeros estudiantes. En dicha simpleza no hay opio. Hay goce. Y por sobre todo encuentros con “otros” que también son “yo”. ¿Por qué privarnos, entonces, del disfute del juego y de la celebración?

Luis Pino Moyano.

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